Aquellas ruinas se descubrieron ante mis ojos tan súbitamente que no pude coordinar mis ideas y necesité algún tiempo para adaptar mi mente a aquel espectáculo. El aspecto de la ciudad parecía cambiar a cada instante, en cuanto apartabas la vista un momento de un rincón, de una pared, éstos parecían mudar y recuperar, por un instante, su antigua gloria. Quizás era un efecto del sol enturbiado por la niebla, pero era estremecedor. Las gigantescas columnas que me rodeaban eran repentinamente embellecidas por lívidos reflejos, con los espacios oscuros entre los muros que parecían haber sido cubiertos de nuevo por los tapices de los arquemeneos.
– ¿Dónde está eso de lo que me has hablado? -le preguntó Joanot al explorador.
– Unos pasos más adelante, Adalid, pero…
– Vamos.
Joanot espoleó su caballo y éste avanzó al trote. Le seguimos. Una de las torres que había visto a lo lejos, levantándose entre la niebla, apareció frente a nosotros. Nos acercamos al paso, lentamente, mientras absorbíamos el horror que se presentaba frente a nuestros atónitos ojos.
La torre estaba hecha con cabezas humanas.
Tenía una base de piedra en la que había sido tallada una inscripción en alguna lengua extraña; después un primer piso de rostros momificados por el sol y la sequedad del ambiente unidos con cemento de forma que sólo los torturados rostros sobresalían, las cuencas vacías, las bocas dilatadas en un último grito desgarrador. Sobre este primer círculo de rostros se asentaba un segundo, y sobre este un tercero, así hasta alcanzar la considerable altura que habíamos visto descollar de la niebla desde lejos.
Miles de rostros que miraban aterrorizados hacia fuera,
con sus cuencas vacías y un grito silencioso en todas
y en cada una de las bocas…
Había tantas cabezas humanas amontonadas en aquel lugar que resultaba imposible contarlas; miles de rostros que miraban aterrorizados hacia afuera, con sus cuencas vacías y un grito silencioso en todas y cada una de las bocas. Un grito que casi creí oír en aquel instante.
Algo que había estado agazapado tras la torre saltó en ese momento, y empezó a correr hacia uno de los edificios. Nuestros caballos, asustados, se encabritaron, y el mío a punto estuvo de hacerme caer al suelo. Pero Joanot logró recuperar rápidamente el control de su montura, y corrió en pos de la figura que huía.
Vi cómo le daba alcance antes de que se perdiera entre las callejuelas de la ciudad abandonada, y cómo derribaba al fugitivo con un golpe de su puño.
Jaume y yo nos acercamos. Joanot había descendido de su montura, y forcejeaba con un joven vestido con harapos cuyos ojos estaban desencajados por el más puro horror. El joven gritaba, gemía e imploraba misericordia en sarraïnesc.
Descendí de mi caballo y me acerqué al joven al que Joanot no había tenido dificultad en inmovilizar.
– ¡Piedad, piedad, oh nobles señores! ¡Soltadme! ¡No me toquéis! -decía mientras sus ojos saltaban de uno a otro de nosotros como esferas locas de cristal; su rostro estaba retorcido en una horrible mueca de pavor.
Mientras Joanot lo sujetaba, Jaume lo abofeteó violentamente un par de veces. El muchacho se derrumbó entonces en brazos de Joanot, pero pareció sentirse algo más calmado. El valenciano lo depositó entonces en el suelo y yo me senté en el polvo frente a él. Intenté transmitirle tranquilidad con mi voz mientras le decía que no pretendíamos hacerle mal alguno. No le conocíamos, y no teníamos nada contra él. Podía hablar con nosotros y contarnos los terribles acontecimientos que habían sucedido en aquel lugar.
El muchacho me miró como si me viera por primera vez. No contaría con más de dieciocho años. Sólo musitó una palabra: «piedad».
– ¿Era ésta tu ciudad? -le pregunté.
– Sí -susurró-. Rai…
– ¿Esta ciudad se llama Rai?
– Sí.
– ¿Qué ha pasado aquí?
– ¡Los demonios…! -dijo, con una expresión de su rostro tan intensa que Joanot y Jaume comprendieron lo que estaba diciendo a pesar de que hablaba en sarraïnesc.
– ¿A qué te refieres? -le pregunté-. ¿Has visto cosas sobrenaturales?
– Los demonios llegaron durante la noche -empezó a decir como en trance-… horribles, pequeños y oscuros… atacaron sin piedad y eran muchos, incontables… corriendo por las calles, sacando a las gentes de sus casas, degollando a niños y a mujeres… mataron a casi todo el mundo, y cortaron sus cabezas… las cabezas se amontonaban cubiertas por una nube de moscas… y el zumbido de las moscas… sólo unos pocos sobrevivimos, y fuimos atados unos a otros con tiras de cuero… los demonios nos llevaron con ellos al desierto… caminamos tras sus monturas, sin agua, con el cuero de las ligaduras cortando nuestras venas… caí y me levanté, una y otra vez… una y otra vez… y nos dirigimos hacia la torre de fuego… quemaba incluso en la distancia… los demonios arrojaron al fuego a aquellos de nosotros que parecían más débiles… me quitaron las correas… creían que estaba moribundo, pero sólo fingía… sólo fingía… corrí… escapé del demonio que me llevaba hacia el fuego… rodeé la torre de fuego… quemaba mi rostro y mis brazos… corrí… no miraba atrás… no sabía si me perseguían o no…
– ¿Escapaste de ellos?
Me miró, con una especie de triste orgullo.
– Sí, fui más listo que ellos. No pudieron cogerme…
– ¿Y qué hiciste?
– Regresé aquí, pero no quedaba nada vivo ya… sólo bandadas de cuervos que planeaban sobre esas horribles torres, y que se estaban dando un festín con los ojos… Un día, incluso los cuervos se marcharon, y quedé solo.
Apoyé una mano sobre su hombro, para tranquilizarlo, y traduje el relato de aquel desdichado a Joanot. Luego le pregunté por su nombre, y él me dijo que era Alí Ahmed.
– Ya no estás solo, Ahmed -le dije.
Ahmed fue de gran ayuda para nosotros, pues nos indicó el lugar donde estaba el único pozo potable que quedaba en toda la ciudad. El resto había sido emponzoñado por aquellos demonios que habían arrojado camellos y ovejas muertas a su interior.
Con nuestras reservas de agua repletas, abandonamos aquella ciudad maldita y seguimos nuestro camino a través del desierto, cegados por aquella niebla oscura y maléfica; por lo que Joanot había dado orden de que nadie se separase mucho de sus camaradas y de que nadie se rezagase y durmiera solo en el camino, pues aquel paisaje de cambiantes dunas de arena hacía imposible toda orientación. Yo apenas lograba calcular aproximadamente nuestra posición por el lugar que ocupaba en el cielo el enturbiado resplandor del sol, por lo que debía ayudarme de un extraordinario artefacto proveniente también del remoto Oriente. Se trata de un imán cubierto de pequeñas asperezas rojizas, que atrae al hierro y se une a él, por eso es llamado vulgarmente «piedra que aspira el hierro»; pues bien, cuando se frota con el imán una pequeña aguja de hierro, ésta recibe la asombrosa propiedad de señalar el norte. Si se coloca esta punta sobre un pedazo de caña que flota sobre el agua, gira rápidamente para indicar dónde está el norte, la estrella polar; que era invisible en aquellas turbias noches.
En la oscuridad de esas terribles noches escuchábamos las voces de los demonios que llamaban a los hombres por sus nombres; de modo que algunos almogávares, pensando que alguien conocido les llamaba por estar en apuros, se alejaba del grupo a pesar de las órdenes de Joanot, y se perdía irremisiblemente. En otras ocasiones se escuchaba el sonido de instrumentos musicales, y de tambores.
Joanot me preguntó en una ocasión si entendía toda aquella magia.
– Hay una gran diferencia de calor entre el día y la noche en este desierto -le expliqué-. Las piedras se llenan de la esencia del calor, y gimen durante la noche mientras se enfrían. En el silencio y la oscuridad de la noche los hombres creen oír voces en el gemido de las rocas. Fíjate en toda esa arena; ¿de dónde crees que proviene?
– ¿Tú lo sabes? -Se encogió de hombros.
– Las rocas torturadas por el calor del día y el intenso frío de la noche, acaban por deshacerse en minúsculos granos de arena.
– ¿Siempre buscas una razón a todo? -me preguntó extrañado.
– Dios es la primera razón de todas las cosas -le aseguré-; pero se sirve de los mecanismos de la naturaleza para ejecutar sus obras. Dios es inmenso e impenetrable, pero los hombres podemos estudiar sus obras, más cercanas a nuestra naturaleza.
Alí Ahmed viajaba conmigo, en mi carromato. Su expresión y limpia mirada me recordaban intensamente a un joven musulmán que adquirí en el mercado de esclavos y que durante nueve años compartió casa conmigo, enseñándome su idioma y sus costumbres. Llegué a trabar una buena amistad con aquel hombre al que pronto consideré como un hijo más, aunque a menudo nuestras horas de estudios desembocaban en violentas discusiones religiosas, pues yo pretendía demostrarle, ensayando así los argumentos y razonamientos que alguna vez pensaba llevar a las tierras de sus correligionarios, los errores y falsedades de su fe.
En una ocasión, a altas horas de la noche, empezó una disputa entre nosotros que terminó cuando él me atacó con un cuchillo, hiriéndome en el brazo. Apenas vio correr la sangre, soltó asustado su arma y corrió a esconderse. Le denuncié a los alguaciles y esa misma noche fue encontrado y encerrado en una mazmorra.
A la mañana siguiente desperté con mi furia completamente diluida. Observé mi improvisado vendaje con una sonrisa conmiserativa y, tras vestirme y desayunar, me dirigí a la prisión para rescatar de ella a mi díscolo e impetuoso amigo.
Me entregaron su cuerpo.
Se había ahorcado esa misma noche, en la soledad de su celda, ante el temor de ser torturado y ajusticiado por las palabras que me había dicho en contra de nuestra fe.
Un día se disipó un poco la niebla y pudimos ver, brevemente, el sol por vez primera en muchas jornadas; era un sol vaporoso y grisáceo, que nos contemplaba como pudiera hacerlo un tigre enjaulado, pero que nos llenó de esperanza de que pronto terminara aquel desierto embrujado.
Estábamos acampando, a la caída de aquel día, cuando aparecieron, aparentemente salidos de la nada, cinco jinetes pequeños y oscuros, cabalgando unas monturas igualmente oscuras y diminutas, como caballos enanos, nerviosos y de patas muy cortas.