Echado sobre mi cama, que era sólo una manta tendida sobre un cajón de madera lleno de nudos, a la luz de la luna que se filtraba por los desgarrones de la lona de mi carromato, me olvidaba por completo del cansancio de mis huesos. Trataba de recordar alguna melodía que guardase relación con la belleza de aquellas noches y expresase la inexorable rudeza de aquellas tierras durante el día, la indecible magnificencia de las puestas de sol y la infinita suavidad de la noche.
Un atardecer, Joanot se acercó hasta mi carromato, mientras yo contemplaba el espectáculo de la luz cambiante tiñendo el desierto y las montañas.
– ¿Te importuno, Ramón? -me preguntó.
Me volví hacia él, como si despertara de un sueño, y le respondí que no. Trepó entonces al carromato, y tomando asiento junto a mí, examinó el cielo de color lavanda.
– Mañana nos aguarda un día de calor -dijo.
Le pregunté al valenciano si no le emocionaba la belleza de este cielo, y él volvió a examinar el firmamento, pero no dijo nada.
El sol ya se había ocultado, y sus brillantes colores se difuminaban rápidamente.
– Hay gentes que jamás abandonan su pueblo, su comarca -dije extendiendo los brazos y señalando a mi alrededor-, y esto es como permanecer ciego ante lo que la obra de Dios puede ofrecernos. Para los franciscanos el amor de Dios es la explicación del Universo. Dios crea para participar algo de sí a otros seres y ser glorificado mediante el amor de hombres curiosos de conocer su Gloria.
– Tú estuviste casado, Ramón, y renunciaste a tu familia. ¿Por qué?
– Por Dios -dije.
– ¿Es posible amar tanto a Dios? -me preguntó el valenciano.
Yo le respondí sin mirarle, sin apartar mis ojos de las estrellas.
– ¿Acaso tú no le amas? -dije.
El dudó un instante, y dijo al fin:
– No de esa forma.
– ¿Por qué estás aquí, entonces? ¿Por qué peleas en una guerra tras otra?
– No lo sé, Ramón -me dijo el valenciano con voz abatida-. No sé por qué estoy aquí, ni por qué lucho y mato infieles. Avanzo por mi camino, mirando hacia delante, y nunca vuelvo sobre mis pasos.
– ¿Nunca has sentido remordimientos de alguna acción pasada?
– Soy un guerrero -razonó-; y la guerra es la guerra. Matamos o nos matan. En ocasiones la sangre anega nuestro espíritu como un pesado manto que intentara asfixiarnos, pero no piensas demasiado en ello, te sacudes de encima todos esos sentimentalismos, y te adelantas hacia tu próximo enemigo. Así ha sido siempre…
Ojalá estuviera todo tan claro para mí.
¿Por qué abandoné a mi esposa y a mis hijos? Era una buena pregunta, pero la respuesta no resultaba tan sencilla, como le había hecho ver a Joanot.
Aquella mujer… Mi Amada… Muchas noches su rostro hermosísimo cobraba forma frente a mí en la oscuridad, como si estuviera acostada a mi lado, en mi lecho. Por ella lo habría abandonado todo sin dudarlo, a mi mujer y a mis hijos, mis tierras y toda mi fortuna; por ella hubiera entregado gustosamente la vida. Pero ella no me amó jamás y siempre le fue fiel a su esposo; hasta que Dios se la llevó.
No pude compartir su dolor ni sus alegrías; jamás me permitió entrar en su vida.
La visión de su pecho enfermo y marchito convulsionó mi vida entera y me abrió los ojos a las cosas que realmente importaban. Había abandonado a mi familia, había ingresado como terciario en los frailes menores, y había ido a predicar a los infieles una y otra vez, exponiendo temerariamente mi vida.
Porque para entonces ya creía saber dónde estaba el auténtico valor de las cosas.
Nos internábamos en terreno desconocido. Cada vez más profundamente.
Seguíamos encontrando ruinas de abrevaderos cada tres millas, pero las grises cúpulas de sus pozos no daban sombra más que a un lodo reseco y cuarteado. Por los desfiladeros de las montañas corrían innumerables riachuelos de agua, pero toda ella era salada y amarga. Aquellas montañas no eran más que gigantescas masas de conchas de ostras y corales petrificados.
Caminábamos por el fondo de lo que había sido un inmenso mar durante el Diluvio Universal y no encontrábamos más que polvo gris y agua salada. El viento era como un cálido aliento que Dios me lanzaba al rostro, y el sol reflejado por las rocas y la blanca arena me envolvía en una atmósfera de calor. Siguiendo el ejemplo de Sausi y de los almogávares, me cubrí la cabeza con un lienzo cuando caminaba a pie, y cuando iba sobre el carromato me envolvía en una pesada manta, que me llegaba hasta los pies, y me veía obligado a volverla y revolverla de vez en cuando para no quemarme hasta los huesos.
En aquellas tierras desoladas parecía no haber llovido nunca y el polvo tenía un brillo alcalino y de sal. El último abrevadero que encontramos no era más que un patético montón de piedras, que apenas se distinguía entre la escabrosidad de la llanura, y no parecía probable que encontrásemos agua hasta que llegásemos al otro lado de las montañas. Las acémilas no habían bebido desde el día anterior y, sin embargo, las hicimos seguir adelante sin descanso, dirigiéndonos al desfiladero, escudriñando con atención todas las depresiones de los valles que teníamos en frente.
Nunca había considerado, con tanta claridad como entonces, el inestimable valor del agua. Me sujeté un lienzo a la boca, para preservarla del polvo alcalino, pero me lo tuve que arrancar en seguida por la sensación de asfixia que me produjo.
Subían bandadas de codornices de todos los arroyos secos y por todas partes aparecían y desaparecían rápidamente los blancos lomos de las gacelas. En aquel calor asfixiante los indicios de vida se mostraban y extinguían rápidamente, como argentinas escamas lanzadas a los rayos del sol.
A media tarde noté que se me iba inflamando la lengua hasta el punto de que me parecía tener en la boca un grueso trozo de cacto, y cuando entreabría los labios para respirar, el aire me quemaba la garganta. A la puesta del sol habíamos perdido casi por completo la esperanza de encontrar agua. Éramos trescientos hombres sedientos avanzando con torpes pasos y tambaleándonos agotados.
Matamos varias acémilas, las que tenían peor aspecto y parecían a punto de morir de todas formas, y (Dios nos perdone) bebimos su sangre.
Cuando desperté, a la mañana siguiente, me encontré en un magnífico anfiteatro de montañas de un color rojo sangre, con manchas de arenisca purpúrea y amarilla. Seguimos un desfiladero, que fue ensanchándose hasta convertirse en una planicie que se alzaba como si pretendiese llegar a los picos de las lejanas montañas. Nos íbamos aproximando a un risco, y poco después pude contemplar, desde una pequeña altura, un gran valle desierto, de tal extensión que las montañas que los circundaban parecían tener la misma altura que los montículos de arena que forman los niños.
Sobre el valle flotaba una misteriosa niebla parduzca.
Ningún panorama hubiera podido causarme mayor impresión; ninguna alucinación producida por alguna bebida espirituosa sería comparable a la imponente magnificencia que se ofrecía a mis ojos. Las colinas que tenía a mi derecha mostraban un colorido que tendía a un rojo pomposo, y las de mi izquierda eran de un verde mate ahumado; bordeaban un mar de rutilante arena, sobre el cual las oleadas de calor se extendían por encima de una especie de bruma oscura y fantasmagórica.
¿Qué clase de niebla podría formarse en aquel ambiente extremadamente seco, bajo un sol abrasador que era incapaz de disolverla? Parecía algo mágico y maléfico.
En medio de aquella llanura, divisé dos oscuras torres destacando sobre la bruma.
Los trescientos hombres, agotados y sedientos, descendimos, como uno solo, por el desfiladero hacia aquellas torres, describiendo amplias espirales para sortear las titánicas rocas que entorpecían nuestro paso.
La bruma nos envolvió poco a poco, enturbiando el sol. Conforme avanzábamos por el valle se iba espesando, tomaba un color más oscuro y transmitía un extraño y penetrante aroma. Un perfume que parecía penetrar por la nariz hasta clavarse en el cerebro. Los almogávares miraban a un lado y a otro cada vez más nerviosos.
Fueron apareciendo más torres, como pálidas sombras entre la niebla, a lo lejos, y un gran arco adornado con las impresionantes figuras de dos toros alados. Cualquiera de los bloques de piedra que formaba aquel arco podría, por sí solo, ser el monumento de un gran conquistador. Ahora, los ciclópeos toros de piedra que acechaban desde sus dovelas parecían mirarnos con hostilidad, como a un ejército invasor.
El aroma de pura maldad que nos rodeaba era tan penetrante como aquel extraño perfume que nos traía la niebla.
El sol era apenas una mancha brillante y difusa en el cielo.
Vi cómo el explorador que marchaba delante regresaba a galope con el rostro demudado por el terror, detenía su caballo junto al de Joanot, y hablaba brevemente con él, aunque no pude escuchar nada de lo que decían.
La tensión empezaba a crecer a mi alrededor, y los almogávares, cansados y sedientos, murmuraban nerviosos.
Joanot tiró de las riendas de su montura y se acercó a mi carromato.
– Necesito que me acompañes -me dijo con voz lúgubre.
– ¿Qué sucede?
– ¿Es que tienes que preguntarlo todo? -exclamó furioso. Espoleó su montura, y desapareció entre la niebla.
El explorador que había hablado con Joanot me acercó un caballo, y me ayudó a montar en él. Su nombre era Jaume; era muy joven, y en sus ojos, que miraban huidizos y asustados a un lado y a otro, parecía haberse cristalizado alguna imagen horrorosa.
Cabalgamos tras Joanot, aunque era evidente que aquello era lo último que aquel joven almogávar hubiera deseado hacer.
– ¿Qué es lo que has visto? -quise saber.
El muchacho me miró brevemente con la vista perdida por el terror, y me dijo que estas tierras eran de Satanás, y que deberíamos dar media vuelta y abandonar rápidamente aquel lugar malsano.
Nos encontramos con Joanot unos pasos más adelante. Había detenido su caballo, y lo palmeaba en el cuello para tranquilizar al animal. Frente a él se alzaba un imponente ángulo de piedra, como la proa de un buque hundido. Era el resto de una muralla tan enorme que su mayor parte desaparecía entre los jirones de niebla.
Me preguntó sin mirarme, seguro de que yo estaría ahí.
– ¿Puedes explicar esta bruma, Ramón? ¿Y su olor? Jamás he olido nada parecido.
– Yo tampoco -admití.
Seguimos avanzando, lentamente. Aquel paredón daba acceso a una fantasmagórica ciudad en ruinas. Pero, ¿de qué ciudad se trataba? Según mis cálculos podía ser tanto Rages como Tabas, y en aquellas montañas que nos rodeaban podía situarse la puerta al país de los Jázaros; pero no podía afirmarlo con certeza.