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III. LA MIRADA FEMENINA

Un famoso escritor de sensibilidad quizá femenina, al menos según la idea tradicional de la sensibilidad, nos dejó enseñado que la principal facultad que puede tener el escritor de novelas moderno no es el respeto de los cánones estilísticos, ni el encadenamiento trepidante de la acción, ni siquiera la absoluta coherencia de la trama. Ese escritor, que se llamaba Marcel Proust, demostró con una novela casi absurda, de miles de páginas de extensión, que el don principal que tiene el novelista moderno es el don de la mirada. Y la mirada, en Proust, es la finura y la profundidad en la observación del detalle y también del conjunto, la capacidad de atender minuciosamente al transcurso de la vida y de recrearla después, con todo su volumen e intensidad, en las páginas escritas. La mirada es descubrir lo que somos pero también lo que no somos, como si en realidad pudiéramos serlo. La mirada es aproximarse a la realidad con devoción y traérsela de vuelta como botín para verterla cuidadosamente en el papel.

Se me ocurre que el escritor que quiera tratar decorosamente a la mujer como sustancia literaria, tiene el deber primordial de ejercitar su mirada con ella. En un primer momento, el ejercicio consiste en observar a la mujer, en conocerla y comprenderla hasta donde sea posible. Pero el ejercicio sólo estará completo si el escritor llega a dar un segundo paso, en el que deberá ensayar algo más: experimentar y sentir la propia mirada que la mujer, o más bien las muchas mujeres que cabe concebir, dirigen hacia el mundo. Estoy convencido de que los escritores que consiguieron llegar a construir grandes personajes femeninos, superando la angostura de los clichés milenarios (Eva, Salomé, la misma Virgen María), completaron de alguna forma el ejercicio.

Y pudieron completarlo, en primer lugar, gracias a las mujeres reales que les rodeaban: sus madres, sus hermanas, sus esposas, sus hijas, sus amigas, sus vecinas. Ésa fue y sigue siendo para el escritor curioso e interesado una fuente irremplazable. Pero hay otra posibilidad de investigación que consiste en indagar con atención en la mirada femenina que ya quedó plasmada en forma literaria, o lo que es lo mismo, en la obra de las mujeres que sintieron la necesidad de escribir ficciones.

Es relativamente frecuente entre los varones un desdén más o menos automático hacia la literatura femenina, que a muchos parece que se ocupa sólo de esas pequeñas perturbaciones cotidianas que tan poco seducen al hombre (animal sediento de aventuras) o en el mejor de los casos de excesos sentimentales respecto de las que la única actitud viril aceptable es de una prudente tibieza. Ninguno de estos aspavientos ahuyentará al estudioso de la mirada femenina, aunque de vez en cuando, aquí y allá, deba constatar que no todas las escritoras (al igual que sucede con los escritores) nos muestran la misma hondura y longitud de mirada en sus obras. No todas las miradas son igualmente certeras y útiles respecto de la realidad del mundo, ni siquiera lo son respecto de la propia realidad de la mujer. Siendo eso cierto, sin embargo, todas enseñan algo al curioso y con ninguna puede considerar totalmente perdido su tiempo.

Creo que es justamente a través de la búsqueda de la mirada como el escritor (no sé si el resto de la gente) puede sacar alguna utilidad de un ejercicio que en otro caso sería puramente bizantino, cual es al fin y al cabo el de decidir la existencia o inexistencia de una literatura femenina distinta de la masculina. Aceptada (provisional y cautelosamente) dicha diferencia, profundizar en la mirada que practican las mujeres que escriben libros sirve al escritor para construir mejor su propia mirada sobre la mujer. Y si es novelista, le ayudará sin duda a otorgar peso y relieve a los personajes femeninos que dé en inventar. Confieso que esto es lo que a mí me ha movido a investigar la materia, y perdóneseme por desvelar con esta franqueza e inelegancia mis utilitarios motivos. Vaya en mi descargo que no soy un estudioso de la literatura, en el sentido académico, sino sólo alguien que juega y trata de divertirse (y divertir) con ella.

Pero como la abstracción es enemiga de la amenidad, y acabo de proclamar mi alta y añado ahora que incondicional estima de la segunda, es el momento quizá de ilustrar todo lo dicho hasta aquí con los casos prácticos prometidos.

CASO PRÁCTICO 1: TRES ESCRITORAS INGLESAS

Mientras pensaba en las que podía considerar mis escritoras favoritas, en busca de ejemplos y material con el que soportar esta intervención, he reparado en una circunstancia si se quiere preocupante, pero que me veo forzado a admitir. Si me pidieran que escogiera tres escritoras, de cualquier época, las tres que elegiría hoy por hoy nacieron en Inglaterra, y las tres dentro de un círculo de no demasiadas millas de radio. Una lo hizo en el siglo XVIII, otra en el XIX y la tercera en el XX.

Este escalonamiento temporal resulta útil para mostrar la evolución de la mirada de la escritoras dentro de una misma sociedad. También permite comprobar o desmentir, a lo largo del tiempo, lo más arriba dicho respecto de las presuntas o discutibles notas distintivas de la literatura escrita por mujeres.

Me permitirán por ello que me refiera brevemente a cada una de ellas. Son Jane Austen, Virginia Woolf y una reciente y notable incorporación, Kate Atkinson.

Jane Austen

No es preciso, a estas alturas, gastar demasiada saliva en resaltar la trascendencia de la obra de Jane Austen. Caben pocas dudas, para quienes con más o menos recursos hemos podido enfrentarnos a sus textos originales, de que se trata de una de las prosistas más excelentes y precisas que ha conocido la lengua inglesa, tan diáfana y brillante que incluso quienes no hemos nacido en ese idioma nos dejamos llevar sin dificultad por el flujo de sus palabras. Concurre además en Jane Austen la circunstancia de ser una de las escritoras más apreciadas por los hombres más escépticos. Es célebre el caso de Disraeli, resabiado ministro de Su Graciosa Majestad Británica, de quien se decía que había leído Orgullo y prejuicio nada menos que diecisiete veces.

Y sin embargo, la obra de Jane Austen se ocupa principalmente de reflejar la vida de las muchachas que nacían en el seno de la baja aristocracia rural inglesa, con sus monotonías, sus pequeñas intrigas y sus expectativas cifradas, casi siempre, en el matrimonio con un joven de valía y posición que, al mismo tiempo, no resultara demasiado insoportable. De baile en baile, de vacaciones en vacaciones, de compromiso en compromiso, de boda en boda. Confieso que cuando abrí por primera vez mi pequeño ejemplar inglés de Orgullo y prejuicio, cuya portada está decorada con una especie de diseño florido de papel pintado y con un joven y una joven de aspecto aristocrático conversando al pie de un carruaje, no me las prometía demasiado felices. Pero de pronto me vi envuelto por la elegancia de la prosa, y ya desde la primera página, por el principal mérito de Jane Austen: una ironía inagotable que convierte en oro todos los pequeños sucesos sobre los que resbala. Cuando sólo tenía dieciséis años, Jane escribió una Historia de Inglaterra, parodia ingeniosa del texto más o menos oficial de Goldsmith que la joven escritora, como todos los escolares de su país, había debido soportar. El subtítulo del texto ya es significativo: "Escrita por una historiadora parcial, ignorante y cargada de prejuicios". El texto, que rezuma malicia por todas partes, tiene como finalidad fundamental reivindicar la memoria de María Estuardo. Y así describe, por ejemplo, la muerte del Duque de Somerset, regente durante el reino de Eduardo VI:

"Fue decapitado, de lo que habría podido con razón sentirse orgulloso, si hubiera sabido que también ésa fue la muerte de María, reina de Escocia; pero como era imposible que tuviera conciencia de lo que aún no había sucedido, no consta que se sintiera particularmente feliz con aquel método".

Sobre esta joven Jane Austen escribió Virginia Woolf, por cierto, algo que bien puede extender su vigencia a toda la obra de la escritora:

"Las chicas de quince años están siempre riendo. Pero lo mismo están llorando al momento siguiente. No tienen un apostadero fijo desde el que puedan ver que hay algo eternamente risible en la naturaleza humana. Jane Austen, sin embargo, era diferente. A los quince años tenía pocas ilusiones acerca del resto de la gente y ninguna acerca de sí misma. Cualquier cosa que escribe está acabada y cerrada y puesta en relación, no con el personaje sino con el universo. Es impersonal, inescrutable".

Quizá sea eso lo que más sorprende de esta escritora, que escribiera acerca de una peripecia vital relativamente estrecha, en la que ella misma estaba encerrada, con semejante despego, remontándose por encima de sus limitaciones para ejecutar las más despiadadas y sarcásticas disecciones del alma humana. Es de notar que todos los personajes que aparecen en sus ficciones, los masculinos y los femeninos, aparecen traspasados hasta los huesos por la mirada de la narradora. Normalmente no soy entusiasta de estas superioridades del autor sobre sus personajes, pero es difícil no ser partidario de hallazgos tan espléndidos como la grotesca declaración del clérigo Mr Collins a Elizabeth Bennett en cierto pasaje de Orgullo y prejuicio, en una de las más eficaces sátiras de la vanidad masculina que nunca hayan sido escritas.

De la mirada de Jane Austen, en fin, me quedo con esa minuciosidad gozosa y profunda con que nos desvela la potencia universal de la inteligencia y también del sentimiento. Ambos se entrecruzan en sus páginas para elevar sus aparentemente rutinarias historias rurales a la categoría de representaciones perfectas de las aspiraciones y las zozobras de los seres humanos. Y entre sus protagonistas, me abandono con idéntico placer a los encantos de Elizabeth Bennett, una de las más exquisitas chicas corrientes de la historia de la literatura, y a la maldad tenaz de Lady Susan, la protagonista de la novela epistolar del mismo título. Un aviso para quienes aún no conozcan a esta última: una femme fatale creada por una modosa habitante de la campiña inglesa a la que todo escritor debería mirar con atención, antes que dejarse impresionar por tantas otras mujeres fatales de cartón piedra que pululan por ahí.

Virginia Woolf

Esta escritora es para mí una especie de amor de juventud. Un amor que incluso llegó a los celos, por cuya influencia le suprimí durante un tiempo su apellido de casada y preferí referirme a ella con su nombre de soltera, Virginia Stephen. Este amor se alimentaba al principio de alguno de los retratos de juventud que de ella se conservan, en los que resplandece su belleza lacia y distinguida, reflejo pálido de la belleza rotunda de su audaz hermana Vanessa (de quien se dice que gustaba de bailar desnuda de cintura para arriba en las fiestas del grupo de Bloomsbury). Pero lo que de verdad me hizo querer a Virginia fue la lectura de un libro magistral que lleva por título Las olas.

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