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Las olas consta de seis monólogos diferentes que van alternándose para construir la historia de seis personajes, tres hombres y tres mujeres, desde su juventud hasta su madurez. Cualquiera de los seis personajes es un caso ejemplar de construcción literaria, y eso vale en primer lugar para los tres hombres, Bernard, Louis y Neville, cuyos discursos son otros tantos ejemplos de creíble y compleja masculinidad. Desde la responsabilidad problemática y un tanto insoluble de Bernard, hasta la sutil fragilidad de Neville, la escritora navega con pulso, sin incurrir nunca en la caricatura desmañada, por la psicología de los hombres. Incluso apunta un cuarto personaje, Percival, que no llega a mostrarnos su voz nunca, pero en el que queda plasmada admirablemente la inutilidad trágica que constituye a veces el destino de los varones más dotados.

Igualmente notable es el elenco femenino, en el que la escritora despliega un abanico de mujeres tan posibles como sugerentes. Dos de ellas son abiertamente ordinarias: Susan, destinada a convertirse en madre y juiciosa gobernante de un hogar, y Jinny, entregada fervorosamente al juego de seducción a que la aboca su atractivo físico en una sociedad dominada por el hombre. La tercera, Rhoda, es excepcional; lírica y recóndita, indefensa y a la vez inflexible. Todas sus frases están atravesadas por la sombra de lo extraño y lo fatídico, como si padeciera a su pesar una lucidez que no se detiene ante el dolor. Cuando yo estaba enamorado de Virginia Woolf, me gustaba imaginar que Rhoda tenía el mismo rostro que Virginia y que los pensamientos más íntimos de Virginia eran las palabras de Rhoda. Pero del mismo modo que la magia de Rhoda resulta veraz, quizá el acierto mayor esté en el encanto que posee la veracidad cotidiana de Jinny y de Susan. El pragmatismo de Susan termina siendo la balanza que pesa los acontecimientos y la conciencia que busca y en parte encuentra el sentido de toda la historia. De esa forma, la escritora logra el equilibrio entre la fascinación y la realidad.

Virginia Woolf también es autora de una traviesa historia titulada Orlando, que trata de un muchacho que se va convirtiendo en mujer al tiempo que presencia el transcurso de varios siglos de la historia inglesa. Acaso ese libro sea un símbolo, en su armonía y sutileza, de la forma en que su autora supo cruzar y descruzar la barrera mental entre el hombre y la mujer. Aunque su conciencia era sin duda feminista, antes que emprender una refriega sangrienta opta por procurar una síntesis cargada de compasión, en el mejor sentido de la palabra: coloca los sentimientos femeninos y masculinos a una misma altura y trata de aproximarse lealmente a las causas de la incomprensión de tantos siglos. Las tres mujeres de Las olas están tan perdidas como los tres hombres, y nadie tiene la fuerza ni la dureza suficiente para imponerse a otro. A los hombres no les salva la ventaja social de que disfrutan; las mujeres no se doblegan bajo el peso de su postergación tradicional. Su destino es común, mirar la vida desde los recodos del camino y sopesar la vulnerabilidad de toda convicción.

La mirada de Virginia Woolf es pues escéptica, a ratos amarga pero nunca estridente, y está siempre empapada de ese leve humor británico. Un humor que se basa en la sospecha que ella misma enunciara al referirse a Jane Austen: debajo de la gravedad de la existencia, hay algo que eternamente da risa. A menudo se la acusa de frialdad, quizá por esa misma actitud, pero Virginia también tenía un sentido terrible de la vida que acreditó finalmente arrojándose al río Ouse con los bolsillos cargados de piedras. Con ello perdió tal vez el humor, aunque mantuvo el rigor de su estilo. Habría sido gravemente incorrecto flotar en la corriente, como una Ofelia de pacotilla.

Kate Atkinson

A orillas del Ouse, justamente, transcurre gran parte de la historia narrada en Entre bastidores, una novela recientemente publicada que debemos agradecer al talento de una autora de Yorkshire llamada Kate Atkinson. Es ésta una historia sorprendente, una especie de radiografía del siglo XX británico a través de una estirpe de mujeres más bien vulgares que nacen y mueren en el ambiente constreñido de la pequeña burguesía provinciana. Ninguna de estas mujeres tiene nada de llamativo, algunas padecen incluso de una acusada falta de sensibilidad e inteligencia, y a pesar de ello Atkinson acierta a construir a través de sus trabajos y desventuras un mosaico humano de extraordinaria riqueza y significación. Merece destacarse que estas mujeres protagonizan su epopeya desde el papel plenamente subalterno que en la sociedad de su tiempo les corresponde. Se relacionan con hombres que las engañan, las maltratan, van a las sucesivas guerras y a veces no vuelven, mientras ellas esperan y suspiran o los maldicen. Y lo más grande de todo es que al final uno llega al convencimiento de que ellas son quienes poseen una ventaja suprema: la de ser la verdadera conciencia de su tiempo. Los hombres van y vienen, afanados en proezas y mezquindades que unas veces tienen sentido y otras no; sólo ellas, estas mujeres relegadas y nada ejemplares, quedan para darse cuenta de lo que está sucediendo y se van transmitiendo unas a otras esa sabiduría, unas veces con premeditación y otras (mejor) involuntariamente.

Entre bastidores es, básicamente, un relatorio de calamidades. Si uno cuenta las muertes, violentas o naturales, pero sobre todo violentas, y los percances diversos, desde incendios a atropellos, llega a cifras casi fabulosas para un libro de trescientas páginas. Sin embargo, todas las desgracias se suceden con una suavidad inaudita, y a menudo con una hilaridad que llega a hacer que el lector se avergüence de su falta de piedad. Atkinson consigue que veamos morir a sus personajes, en ocasiones a tiernas edades y de formas crueles, con una sensación de completa naturalidad, porque nada de lo que vive tiene otra importancia que la de ser capaz de morir. Podrá creerse que se trata de una visión macabra del mundo, pero a mí se me antoja que viene a ser lo contrario. Por lo común la muerte es algo que se ignora para sufrir desmedidamente cuando al fin irrumpe en nuestras vidas. En esta novela la muerte termina siendo una presencia cotidiana que conviene conocer para aprender a disfrutar de nuestras pequeñas y sublimes vidas condenadas. La serenidad con que Kate Atkinson deposita en nuestros cerebros esta idea, despojando a la muerte de su tremendismo secular, no es sino una prueba más de la fina astucia de esta narradora nada común.

El libro de Kate Atkinson está repleto de formidables historias que la protagonista y narradora va desempolvando con ayuda de las viejas fotografías familiares, donde sobreviven enigmáticamente todos los difuntos. Es difícil elegir una, pero puede mencionarse, por su paradójica belleza, la del soldado que para huir de su pánico en el combate, que le impide en cierta ocasión socorrer a un compañero herido, se dedica a adiestrar perros militares en retaguardia. El soldado morirá al intentar socorrer a su perro predilecto, cuyos lastimeros aullidos tras ser alcanzado por una bala alemana le hacen olvidarse del peligro. Todas las historias del libro están cargadas de una ironía y una perspicacia semejantes, y a la vez todo es de una conmovedora sencillez.

La mirada de Kate Atkinson extrae toda una mística de la normalidad. Ninguno de los sucesos de su libro, tan frecuentemente dramático, puede considerarse fantástico o extraordinario. Ninguna de sus mujeres es admirable, y ninguno de sus hombres pasa de ser una víctima infeliz de un siglo en el que tan a menudo se le ha negado al hombre la posibilidad de dirigir sus propios pasos, suponiendo que la haya tenido alguna vez. Todos flotan como pueden en la corriente, y a mi juicio es de esta confraternidad, unida a un humor inquebrantable, de donde surge la extrema eficacia de la crítica social que manifiestamente anima el libro. Ninguna escritora con conciencia puede dejar de sublevarse contra la centenaria opresión de su sexo, pero pocas han ofrecido una pieza tan tersa y convincente como Entre bastidores. Su fuerza está en demostrar, sin alboroto, que la distribución tradicional de papeles entre hombres y mujeres los condena a todos a una infelicidad innecesaria que ni unos ni otras merecen.

Algunas observaciones comunes

Estas tres escritoras, tan diferentes entre sí, poseen, a mi juicio, afinidades significativas. Las tres, y ésta es para mí una de sus mejores cualidades, tienen el coraje y la habilidad de sostener su mirada a partir de las mujeres reales y corrientes que existen en su época, antes que recurrir a mujeres estrambóticas, que ofrecen la facilidad del ruido o el escándalo pero la desventaja de su casi invariable inconsistencia. Las tres practican resueltamente el humor, que es el mejor antídoto contra las visiones obtusas y fanáticas que tanto degradan la literatura y cualquier otra creación del intelecto; la risa nos acerca a los dioses tanto como la ofuscación nos aproxima a las bestias. Las tres, por último, se apartan de la estéril reyerta entre sexos y deslizan una mirada atenta y comprensiva no sólo sobre las mujeres sino también sobre los hombres, que padecen más que se sirven de los privilegios que las viejas convenciones les asignan.

Su obra nos confirma en una de las hipótesis que avanzábamos al principio: la preferencia en la literatura femenina por los aspectos concretos, por una visión pragmática y apegada a la tierra. Alguna de estas escritoras llega incluso a contraponer esta visión, humorísticamente, con los desatinos fantasiosos de sus personajes masculinos.

Más en entredicho queda el supuesto sesgo emotivo, con desdén de lo racional, que también señalábamos antes como propio de la idea preconcebida sobre la literatura femenina. Estas tres autoras, sin prescindir del todo de los sentimientos, nos transmiten una mirada cargada de una ironía bastante acerada, y la manera en que nos presentan tanto las relaciones sociales como la psicología de hombres y mujeres, viene claramente precedida de una fría disección de tales realidades.

No es quizá ocioso señalar que esta tendencia es tanto más acusada a medida que avanzamos en el tiempo, y que se corresponde en buena medida con la evolución que desde 1800 hasta aquí ha experimentado la realidad social de la mujer en esa Europa occidental a la que Gran Bretaña (aunque a veces se resista) pertenece.

Tampoco sobrará decir, por cierto, que en esos mismos años y en ese mismo ámbito geográfico se puede advertir un mayor peso de los aspectos emocionales y una mayor valoración del detalle por los escritores varones, desde Stendhal a nuestros días (pasando por Proust, quizá el más brusco salto en esa dirección).

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