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Juan, en su vuelo clase económica de Eastern Airlines a la ciudad de México, quiso imaginar, desde las nubes, un futuro sin Lord Jim y lo aceptó con amargura, con desolación, como si la vida se la hubieran cancelado. Fue lo malo de admitir el pasado primero, el futuro después. Fue lo penoso de salirse del instante donde ellos se amaban sin explicaciones, dueños de un solo tiempo, de un solo espacio, el Edén de la juventud amorosa que excluye padres, amigos, profesores, jefes. Pero no otros amantes.

Suspendido en el aire, Juan Zamora quiso recordarlo todo, lo bueno y lo malo, sólo una vez más y luego cancelarlo para siempre, no pensar nunca más en lo que sucedió. Nunca más sentir el odio, la pena, la vergüenza, la compasión por el pasado que vivieron sus pobres padres. Y tampoco sentir eso mismo: pity, shame por sí o por Lord Jim, por el futuro que iban a vivir ambos, separados para siempre, desolado el de Juan Zamora, feliz, cómodo, seguro el de Lord Jim, su matrimonio concertado desde siempre, desde antes de conocer a Juan, arreglado por las familias de la rica clase profesional de Seattle, del otro lado del continente, donde se esperaba que un joven médico con futuro estuviera casado, tuviera hijos, eso inspiraba respeto, inspiraba confianza, y bueno, en la tradición anglosajona, una experiencia homosexual era aceptada como parte de la educación de un caballero, no había un inglés en Oxford que no pasara por eso, lo decía por si algo llegaba a saberse; Cornell y Seattle estaban muy lejos, el país era inmenso, los amores eran frágiles y pequeños…

– Y los ricos, te diré citando a un buen escritor, somos distintos de la demás gente -clavó el clavo final Lord Jim.

Lo recordó una sola vez, airado, indignado contra la hipocresía de Tarleton Wingate. Ése es el Lord Jim que Juan quería recordar.

Clavó la frente ardiente en la ventanilla helada y le dio la espalda a todo. Abajo, la barranca de Cornell le parecía insignificante, no lo convocaba, no era para él.

8

Cuando cuatro años más tarde los Wingate decidieron ir de vacaciones a Cancún, se detuvieron en la ciudad de México para que Becky conociera el maravilloso Museo de Antropología. Pero la muchacha -ahora una estudiante de diecisiete años, bastante descolorida a pesar de que imitaba a su madre y se pintaba el pelo de amarillo- era muy curiosa y hasta liberada. Se consiguió un noviecito mexicano en el lobby del hotel y juntos se fueron a pasar un día a Cuernavaca. Era un chico muy apasionado y eso como que le molestó al chofer que los llevó, un tipo enojón e inseguro que trataba de asustar a los turistas con su velocidad en las curvas.

Ahora fue Becky la que animó a sus padres para caerle de sorpresa a Juan Zamora, el estudiante mexicano que vivió con ellos en 1981, ¿se acordaban? Cómo no se iban a acordar. Y como Tarleton y Charlotte Wingate sentían un poco de vergüenza por la manera como partió Juan de su casa, aceptaron la proposición de su hija. Además, el propio Juan Zamora los había invitado a visitarlo.

Tarleton llamó larga distancia a Cornell y pidió la dirección de Juan. La computadora universitaria se la dio enseguida. No era una dirección en el campo.

– Pero yo quiero conocer una jacienda -dijo Becky.

– Ésta ha de ser su town house -dijo Charlotte-. ¿Lo llamamos?

– No -se alborotó Becky-, mejor vamos de sorpresa.

– Eres muy fantasiosa -contestó su padre-. Pero estoy de acuerdo. Quizá si lo llamamos, busque la manera de no vernos. Siento que salió con rencor de la casa.

El mismo chofer de turismo que llevó a Becky a Cuernavaca la condujo ahora con sus padres. El chofer tenía una sonrisa burlona. Quién la hubiera visto el día anterior, besuquéandose de lo lindo con un naco de miedo. Ahora, toda modosa la muy hipócrita, con esa pareja de gringos distinguidos -a veces se daba el caso- pero en busca de un lugar imposible.

– ¿La colonia Santa María? -casi se rió Leandro Reyes, el nombre que Tarleton leyó y anotó mentalmente en el permiso de circular, por si las dudas-. Es la primera vez que alguien me pide llevarlo allí.

Atravesaron no sólo el espacio urbano grueso, amarejado, rumoroso como un río sin agua, de pura piedra suelta, no sólo penetraron la nata corrupta del aire pardo, también cruzaron los tiempos de México D.F. desordenados, anárquicos, inmortales: tiempo imbricado en su anterior y en su porvenir, como un niño que será padre de su descendencia, como un nieto que será la prueba única de que su abuelo caminó por estas calles: al norte siempre, por Mariano Escobedo a Ejército Nacional a Puente de Alvarado y la Estación de Buenavista, más allá de San Rafael, cada vez más bajo todo, más incierto entre su construcción y su derrumbe, ¿qué es nuevo, qué es viejo, qué está naciendo en esta ciudad, qué se está muriendo, son la misma cosa?

Los Wingate se miraron entre sí, asombrados, adoloridos.

– Quizás hay un error.

– No -les dijo el chofer-. Aquí estamos. Es esa casa de apartamentos.

– Sería más prudente regresar -dijo Tarleton.

– No -casi grita Becky-. Ya estamos aquí. Me muero de curiosidad.

– Entonces ve tu sola -le dijo su madre.

Esperaron un rato frente al edificio verde, color limón, necesitado de una buena mano de pintura. Tenía tres pisos y ropa colgada a secar en los balcones, una antena de TV y un expendio de gaseosas a la entrada. Una muchacha chapeteada, con delantal pero con permanente, se ocupaba de acomodar las botellas en la nevera. Un viejo pequeño, arrugado y con sombrero de petate, se asomó a la puerta y los miró con curiosidad. A cada lado, una balatería. Pasó un tamalero gritando rojos, verdes, de chile, de dulce y de manteca. El chofer -Leandro Reyes, leyó Tarleton Wingate en el permiso- hablaba interminablemente en inglés sobre deudas, inflación, el costo de la vida, devaluaciones del peso, merma de salarios, pensiones que no servían para nada, todo muy amolado.

Salió Becky de la casa y subió con premura al automóvil.

– Él no estaba. Su madre sí. Se asomó a la ventana a ver el coche. Dijo que hacía mucho que nadie la visitaba. Juan está bien. Trabaja en un hospital. Le hice jurar que no le diría que estuvimos aquí.

9

Todas las noches, Juan Zamora tiene exactamente el mismo sueño. A veces, quisiera soñar algo distinto. Se acuesta pensando en otra cosa, pero por más esfuerzos que haga, el sueño de siempre regresa siempre, puntualmente. Entonces él se resigna y admite la soberanía del sueño, lo convierte en compañero inevitable de sus noches: un sueño amante, un sueño que debe adorar a quien visita, porque no se deja expulsar de ese segundo cuerpo del antiguo estudiante y ahora joven doctor del Seguro Social Juan Zamora.

Regresa él, noche tras noche, hasta habitarlo a él, su gemelo, su socio, su camisa mitológica, que no se puede mudar sin arrancarle la piel al soñador: sueña con una mezcla de confusión, gratitud, rechazo y enamoramiento; cuando quisiera escaparse del sueño, lo hace deseando intensamente ser poseído de nuevo por el sueño; cuando quisiera adueñarse del sueño, la vida cotidiana se asoma con la sonrisa amarga de todas las auroras de Juan Zamora, secuestrándolo en los hospitales, las ambulancias, las morgues de su geografía citadina. Secuestrado por la vida, rehén del sueño, Juan Zamora regresa todas las noches a Cornell y camina de la mano de Lord Jim hacia el puente sobre la barranca. Es el otoño y los árboles vuelven a mostrarse desnudos como agujas negras: el cielo ha descendido un par de peldaños pero la barranca es más honda que el firmamento y convoca a los dos jóvenes amantes con una promesa mentirosa: el cielo está allá abajo, el cielo existe boca arriba, respirando maleza y breña, su aliento es verde, sus brazos espinosos: hay que merecer el cielo entregándose a él, poniendo de cabeza la mentira que desubica al paraíso y lo exalta hasta las nubes: el paraíso, de existir, está en la entraña misma de la tierra, nos aguarda con su abrazo húmedo, donde se confunden carne y arcilla, donde el gran útero materno se confunde con el barro de la creación y la vida nace y renace de su gran profundidad genésica, jamás de su ilusión aérea, jamás de las líneas de aviación que falsamente unen Nueva York y México, Atlántico y Pacífico, separando, rompiendo la maravillosa unidad de los amantes, su androginia perfecta, su identidad siamesa, su bellísima anormalidad, su monstruosa perfección, para arrojarlos a destinos incompatibles, a horizontes opuestos, ¿qué horas son en Seattle cuando en México cae la noche, porqué la ciudad de Jim mira hacia un mar jadeante y la ciudad de Juan hacia un polvo inquieto, por qué el aire de la costa es de cristal y el aire de la meseta de excremento?

Entonces Juan y Jim se sientan a horcajadas sobre la baranda del puente y se miran profundamente, hasta el fondo de los ojos negros del mexicano y grises del norteamericano, sin tocarse, poseídos por sus miradas, entendiéndolo todo, aceptándolo todo, sin rencores, sin ilusiones, dispuestos a tenerlo, sin embargo, todo, el origen del amor convertido en destino del amor, sin separación posible, por más que la vida diaria los escinda…

Se miran, sonríen, se ponen ambos de pie sobre la cornisa del puente, se toman de la mano y saltan los dos al vacío, con los ojos cerrados, pero convencidos de que todas las estaciones se han dado cita para mirarlos morir juntos, el invierno regando polvo congelado, el otoño lamentando la muerte pasajera del mundo con una voz roja y dorada, el lento verano perezoso y verde, y por fin otra primavera, ya no fugaz e imperceptible, sino eterna ésta, una barranca repleta de rosas, una caída suave, mortal, hasta el rocío que los baña cogidos de las manos, con los ojos cerrados, Lord Jim y Juan, ahora hermanos…

10

Juan Zamora sí. Pidió que les contara todo esto. Siente pena, siente vergüenza, pero tiene compasión. Nos ha dado la cara.

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