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Contrastaban los dos hombres jóvenes y se veían bien juntos, el rubio y el moreno. Primero llamaron la atención en el campus, luego fueron aceptados e incluso admirados por el cariño obvio que se profesaban y la manera espontánea de su relación. Amorosamente, Juan Zamora se encontraba a sí mismo finalmente satisfecho, identificado a la vez que sorprendido. Desconocía en verdad su tendencia homosexual y sentirla revelada de esta manera, con este hombre, tan plena y apasionadamente, con semejante satisfacción y entendimiento, lo llenó de un tranquilo orgullo.

Continuaron estudiando y trabajando juntos. Su conversación y su vida tenían un carácter inmediato, como si el mal de Juan Zamora -el temor de que cada día fuese el último, o por lo menos el definitorio- se hubiese convertido, gracias a Lord Jim, en su bien. No hubo, durante varias semanas, ni antes ni después. El goce compartido llenaba los días, impedía la entrada de otras preocupaciones, de otros tiempos.

Una tarde, trabajando juntos en una autopsia, Jim le preguntó por primera vez a Juan sobre sus estudios en México. El estudiante mexicano dijo que a él le tocó estudiar en la Ciudad Universitaria, pero que a veces pasaba por la antigua Escuela de Medicina en la Plaza de Santo Domingo. Era un edificio colonial muy bello, donde estuvo alojada la Santa Inquisición. Esto le produjo una risa nerviosa a Lord Jim; era la primera vez que Juan se alejaba de él hasta un periodo no sólo remoto sino, acaso, prohibido y detestado para el alma anglosajona. Juan persistió. No hubo mujeres doctoras en México hasta el año 1873 y a la primera de ellas, Matilde Montoya, sólo se le permitió hacer autopsias en auditorios vacíos y con los cadáveres vestidos.

La risa nerviosa de Jim rompió un poco la tensión, o la distancia (¿eran la misma cosa?) que esa simple referencia a la Santa Inquisición introdujo en la manera de estar juntos. Era la primera irrupción de un pasado en una relación que instintivamente los dos muchachos vivían sólo para el presente. Juan Zamora tuvo una sensación inasible pero desoladora de que en ese momento también se abría una perspectiva aún más peligrosa, la del futuro. Cubrieron con lentitud el cadáver de una bella muchacha suicida que nadie reclamó.

Juan Zamora tuvo cuidado de que sus citas de amor con Lord Jim fuesen siempre en la tarde, para regresar a tiempo a casa de los Wingate, cenar con ellos, ver televisión, hacer comentarios. Ahora Reagan iniciaba su guerra sucia y secreta contra Nicaragua y esto empezaba a molestar, sin saber bien por qué, a Juan Zamora. En cambio, Tarleton celebraba la decisión de Reagan de ponerle un hasta aquí al marxismo en las Américas. Quizás éste era el motivo de la frialdad creciente de Charlotte y Tarleton Wingate, y de la confusión un tanto cómica de la niña Becky, quien era despachada a su cuarto cuando llegaba Juan, como si su mera aparición fuese anuncio de una peste. ¿Tenía Juan Zamora cara de guerrillero y sandinista?

Claro, el estudiante mexicano entendió en seguida que los rumores de su asociación homosexual habían bajado desde el Parnaso hasta la Suburbia, en una comunidad tan pequeña, pero decidió no ceder, continuar normalmente, porque su relación era exactamente eso, una relación normal, para los únicos que tenían algo que opinar al respecto, y que eran Jim y él.

Jim era demasiado sensible, tenía muy buenas antenas, y se dio cuenta de cierto malestar nervioso en su amante. Sabía que no era atribuible a la relación entre ambos. Abrazados juntos en la cama del norteamericano en uno de los dormitorios del colegio, Juan trató de excusarse porque esa tarde no había podido funcionar correctamente y Jim, acariciándole la cabeza recostada sobre su hombro, le dijo que era normal, eso le pasaba a todo el mundo. Los dos eran médicos y debían saber bien la cantidad de estereotipos que rodeaban toda actividad sexual, del signo que fuese, desde la masturbación que supuestamente enloquecía a los adolescentes hasta el uso perfectamente normal de material pornográfico por los ancianos. Pero los mitos de la homosexualidad eran los peores. Él entendía. Los Wingate no toleraban a una pareja gay. No era la diferencia racial ni la diferencia social lo que les molestaba. Pero Juan nunca se las echó de rico con Jim. No dijo nada. A Jim no le interesaba el pasado.

Juan trató de besar a Jim pero éste se incorporó, desnudo, enojado y dijo que era él quien no toleraba el puritanismo repugnante de esa gente, su espantoso disfraz de bondad y su perpetua, inviolable santidad política y sexual. Se volteó con furia a ver a Juan.

– ¿Sabes a qué se dedica tu casero el señor Tarleton Wingate? A inflar presupuestos de las compañías privadas que hacen negocios con el Pentágono. ¿Sabes en cuánto vende el señor Wingate un retrete para los aviones de la Fuerza Aérea? En doscientos mil dólares por excusado. ¡Casi un cuarto de millón para cagar cómodamente en el aire! ¿Quién paga el gasto de la Defensa y la ganancia de la compañía de Wingate? Yo. El contribuyente.

– Pero él dice que adora a Reagan porque acaba con el gobierno y baja los impuestos…

– Pregúntale al señor Wingate si quiere que el gobierno deje de gastar en la defensa, en salvar bancos quebrados o en subsidiar a agricultores ineficientes. Díselo, a ver qué te contesta.

– Me llamará comunista, probablemente.

– Son unos cínicos. Quieren la libertad de empresa para todo, menos para armar ejércitos y salvar a financieros pillos.

Le cuesta a Juan Zamora admitir las razones de Lord Jim, aceptar algo que rompe su regla de hacerse querer y quedar bien con los Wingate y a través de ellos, con la sociedad norteamericana. Pero esta crítica la lanza su amante, el ser que Juan más quiere en el mundo, y la lanza implacable, enojado, sin importarle la reacción de nadie, incluso Juan.

El estudiante mexicano había temido algo así, algo que rompiera la perfecta intimidad enclaustrada de la pareja, la autosuficiencia de los amantes. Odia al mundo, mundo metiche, cruel, que no gana nada con entrometerse con los amantes, salvo eso, el goce malicioso de distanciarlos. ¿Podrían otra vez gozar de la plenitud anterior a este pequeño incidente? Juan confió en que sí, multiplicó sus pruebas de cariño y lealtad a Lord Jim, sus pequeños mimos, su atención. Acaso, la voluntad de reconstruir algo que por ser tan perfecto algún día debía fisurarse, se notaba demasiado.

6

Están otra vez juntos, con las mascarillas blancas, enguantados, disecando otro cadáver de mujer, anciana ésta. Lord Jim le pide a Juan que le recuerde cómo era ese lugar, el palacio de la Inquisición en México, convertido en Escuela de Medicina. Le divierte la idea de que el mismo local sirva un día para la tortura y al siguiente para el alivio de los cuerpos. El estudiante mexicano desvía el tema y le cuenta de la plaza de Santo Domingo y la antigua tradición de los "evangelistas", que son unos viejos con máquinas de escribir tan viejas como ellos, sentados en los portales y tomando el dictado de los analfabetas que quieren mandarles cartas a sus padres, novios, amigos.

– ¿Cómo saben que el mecanógrafo les fue fiel?

– No lo saben. Tienen que tener fe.

– Confianza, Juan.

– Sí.

Jim se quitó la máscara y Juan le hizo un gesto de advertencia, había que cuidarse, ya una vez, la primera vez, se besaron junto a un cadáver, las bacterias de los muertos han matado a más de un médico incauto… Jim lo miró de una manera extraña. Le pidió que le dijera la verdad. ¿De qué? De su familia, de su casa. Jim sabía lo que se decía en la Universidad, que Juan era hijo de gente pudiente, hacendados, etcétera. Juan no se lo había dicho, porque nunca hablaban del pasado. Ahora le pedía por favor que le mandara una carta hablada, como si él, el gringo, fuese el evangelista de la plaza y él, Juan, el analfabeto…

– No es cierto -dijo Juan otra vez de espaldas, pero sin titubear-. Son puras mentiras. Vivimos en un apartamento bastante modesto. Mi padre era muy honrado y murió sin un centavo. Mi madre se lo recriminó siempre. Se morirá recriminándolo. Siento pena y vergüenza por los dos. Siento pena por la moral inútil de mi padre, que nadie la recuerda ni la aprecia y no sirvió para un carajo. Le hubieran celebrado en cambio su riqueza. Siento vergüenza de que no haya robado, de que haya sido un pobre diablo. Pero igual vergüenza sentiría si fuera ladrón. Mi jefe. Mi pobre, pobre jefe.

Se sintió aliviado, limpio. Le había sido fiel a Lord Jim. Desde ahora, no habría una sola mentira entre los dos. Pensó esto y sintió un malestar fugitivo. Lord Jim, también, podía ser sincero con él, también.

– Explícame sin pena y vergüenza, como les dices, son algo así como pity y shame en inglés -dijo el norteamericano.

– Me da pena mi madre, quejándose siempre de lo que no fue, adolorida por su vida que debe aceptar y que ya nunca será de otra manera. Me da vergüenza su compasión de sí misma, tienes razón, ese horrible pecado del self pity, de estarse dando pena a uno mismo el día entero. Sí, creo que tienes razón. Hay que tener un poco de compasión para encubrir la pena y la vergüenza por los demás.

Apretó la mano de Lord Jim y le dijo que no debían hablar del pasado, se entendían tan bien en el presente. El norteamericano lo miró de una manera extraña, que Juan casi asimiló a la de la mujer muerta que no se resignaba a cerrar los ojos, la mujer que ambos no acababan de disecar.

– Me sienta muy mal decírtelo, Juan, pero también tenemos que hablar del futuro.

El estudiante mexicano hizo un gesto involuntario pero intenso, un movimiento veloz y simultáneo, aunque reiterado, de una mano llevada a la boca, como si implorara silencio, y otra adelantada, negando, deteniendo lo que se venía…

– Lo siento, Juan. De verdad me apena lo que voy a decirte. Bueno, hasta me avergüenza. Tú entiendes que nadie es totalmente dueño de su destino.

7

Juan, esta vez literalmente, le dio la espalda a Cornell. Cortó los estudios, se despidió cortésmente de los Wingate y éstos se mostraron sorprendidos, azorados, preguntándole por qué, ¿tenía algo que ver con ellos, con el trato de la casa?, pero sus miradas eran de alivio y de secreta seguridad: esto tenía que acabar mal… Esperaba verlos un día. Le daría gusto pasearlos por la hacienda a caballo. -Búsquenme si van a México.

La familia norteamericana se sintió aliviada pero al mismo tiempo culpable. Tarleton y Charlotte lo discutieron varias veces. El chico tuvo que notar el cambio de actitud de sus anfitriones cuando empezó a andar con Jim Rowlands. ¿Habían faltado a las leyes de la hospitalidad? ¿Se habían dejado arrastrar por un prejuicio irracional? Seguramente. Pero los prejuicios no se extirpaban de un día para otro, eran viejísimos, tenían más realidad, vamos, que un partido político o una cuenta de banco. Negros, homosexuales, pobres, ancianos, mujeres, extranjeros… la lista era interminable. Pero Becky, para qué exponerla a una mala influencia, a una relación escandalosa. Ella era inocente. La inocencia era digna de protección. Becky los escuchaba murmurar mientras ellos la imaginaban mirando el programa educativo Sesame Street y ella trataba de mantener una cara seria. Si supieran. Trece años y en una escuela privada. ¿Qué le podían reprochar? ¿Para qué servía el dinero? Día tras día, todo el día, la cantinela de la Generación Egoísta, la Me Generation con derecho a todos los caprichos, todos los placeres, y un solo valor, Yo. ¿No eran así sus padres? ¿No tenían éxito porque eran así? ¿Qué le iban a pedir a ella? ¿Que fuera una puritana de la época de la cacería de brujas en Nueva Inglaterra? Entonces la niña se perdía en los sucesos de la pantalla para no oír las voces de sus padres, que no querían ser escuchados y se hizo la pregunta que la confundía mucho, ¿cómo gozar de todo pero parecer una persona muy moral, muy puritana? La sangre le hacía cosquillas, el cuerpo le cambiaba y Becky se angustiaba de no tener respuestas. Abrazó a su conejo de peluche y se atrevió a decirle, ¿Y tú?, ¿entiendes algo Bunny?

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