– No la recuerdo muy bien -sonrió Michelina.
– Estuve a punto de devolverla. "Ésta no es mi mujer, de ésta yo no me enamoré…"
– No la puedo comparar- dijo Michelina con un involuntario tono de celo.
Él se rió pero Michelina volvió a pensar en la moda de ayer, en la crinolina que disimulaba el cuerpo y el velo que escondía el rostro, lo hacía misterioso y hasta deseable. Las luces antiguas eran bajas. La vela y el velo… Había demasiadas monjas en la historia de su familia y pocas cosas exaltaban la imaginación de Michelina más que la vocación del encierro voluntario y, una vez dentro, amparada, la liberación de los poderes de la imaginación; a quién querer, a quién desear, a quién rezarle, de qué cosas confesarse… A los doce años, quería encerrarse en algún viejo convento colonial, rezar mucho, azotarse, darse baños de agua fría y rezar más:
Quiero ser siempre niña. Virgencita, ampárame, no me hagas mujer…
El chofer pitó frente a una reja inmensa, de hierro forjado, como ella las había visto en películas sobre Hollywood a la entrada de los estudios, y sí, le dijo el padrino, aquí nuestro barrio lo llaman Disneylandia, la gente de aquí del norte es muy choteadora, pero en alguna parte tenemos que vivir, ahijada, y ahora se necesita protección, ni modo, hay que defenderse y defender lo propio.
– Qué mas diera yo que vivir con las puertas abiertas, como hacíamos antes en el norte. Pero ahora hasta los gringos necesitan guardias armados y perros policías. Ser rico es un pecado.
Antes: la mirada de Michelina divagó de su recuerdo de los conventos coloniales mexicanos y los castillos franceses a la visión real de este conjunto de mansiones amuralladas, mitad fortalezas, mitad mausoleos, mansiones y capiteles griegos, columnas y esbeltas estatuas de dioses con hojas de parra; mezquitas árabes con chorritos de agua y minaretes de yeso; reproducciones de Tara, la plantación de Lo que el viento se llevó, con su pórtico neoclásico. Ni una teja, ni un adobe, sólo mármol, cemento, piedra, yeso y más rejas, rejas detrás de las rejas, dentro de las rejas, hacia las rejas, un laberinto enrejado y el zumbido inaudible de las puertas cocheras abiertas con un hedor de gasolina estancada, orinada involuntariamente por las manadas de Porsches, Mercedes, BMWs que reposaban como mastodontes en las cuevas de los garajes.
La casa de los Barroso era Tudor-Normando, con techos de dos aguas, pizarra azul, mampostería evidente en la fachada y emplomados de colores por doquier. Sólo faltaban la ribera del río Avon en el jardín y la cabeza de Ana Bolena en un baúl.
Se detuvo el Mercedes, el chofer bajó corriendo, era un dado veloz vestido de azul marino y cara de mapache, capaz de abotonarse el saco mientras corría a abrirle la puerta del automóvil al patrón y a la ahijada. Bajaron Michelina y su padrino, éste le dio la mano y la condujo a la entrada de la residencia, se abrió la puerta, doña Lucila Barroso le sonrió a Michelina, don Leonardo exageraba, la señora se veía más vieja que él, abrazó a la muchacha, atrás estaba el muchacho, Marianito, el heredero, que nunca viajaba, que salía muy poco, que ella no conocía, que ya era tiempo de que lo conociera, un muchacho muy retirado, muy serio, muy formal, muy lector, muy dado a refugiarse en el rancho a leer día y noche, ya era tiempo de que saliera un poco, ya había cumplido los veintiún años, esa misma noche la capitalina y el provinciano, la ahijada y el hijo, podrían irse a bailar del otro lado de la frontera, en los Estados Unidos, a media hora de aquí, bailar, conocerse, congeniar, cómo no, no faltaba más…
Marianito regresó solo, borracho, llorando. Doña Lucila lo oyó dando traspiés en la escalera y pensó lo imposible, un ladrón, Leonardo, se nos ha metido un ladrón, no es posible, los guardias, las rejas. El padrino corrió en bata y encontró a su hijo hincado en un descanso de la escalera, vomitando. Lo ayudó a levantarse, lo acarició, se le anudó la garganta al padre, el hijo le manchó de vómito la bonita bata de estampados liberty. Lo ayudó a llegar hasta la recámara oscura, sin lámparas, como lo había pedido el muchacho desde siempre, mientras el padre bromeaba: Has de ser gato. Ves en la oscuridad. Te vas a quedar ciego. ¿Cómo le haces para leer a oscuras?
– ¿Qué pasó, hijito?
– Nada, papá, nada.
– ¿Qué te hizo? Dime nomás qué te hizo, hijito.
– Nada, papá. Te lo juro. Ella no me hizo nada.
¿No fue amable?
– Muy amable, papá. Demasiado amable. Ella no me hizo nada. Fui yo.
Fue él. Le dio vergüenza. En el coche ella trató de conversar muy amablemente de libros y viajes. Por lo menos, el coche era oscuro, el chofer silencioso. La discoteca no. El ruido era insoportable. Las luces eran crudas, terribles, como navajas blancas y lo perseguían a él, parecían buscarlo a él, nomás a él, a ella hasta las sombras la respetaban, la deseaban, la envolvían con amor, ella se movía y bailaba envuelta en sombras, preciosa, papá, es una muchacha preciosa…
– Apenas buena para ti, hijo.
– Vieras cómo la admiraban todos, cómo me la envidiaban, papá.
– Se siente bonito, ¿verdad Mariano?, se siente a todo dar que le envidien a uno a su vieja, ¿qué pasó, qué pasó, te trató mal?
– No, ella es muy bien educada, demasiado bien educada, diría yo, todo lo hace bien, luego se le nota que es capitalina, que ha viajado, que tiene lo mejor, ¿por qué no la persiguieron a ella las luces de la discoteca, por qué a mí…?
– Pero ella te dejó, ¿no es cierto?
– No, yo me salí, tomé un taxi gringo, le dejé el chofer con el Mercedes a ella…
– Te pregunto si te dejó hacer…
– No, me compré una botella de Jack Daniels, me la bebí de un trago, sentí que me moría, tomé un taxi gringo, te digo, crucé de regreso la frontera, no sé muy bien lo que digo…
– Ella te humilló, ¿no es cierto?
Le dijo a su padre que no, o quizá que sí, la corrección de Michelina, su corrección lo humillaba, su compasión lo ofendía, Michelina era como una monja con hábito de Yves St. Laurent, en vez del sulpicio traía una de esas bolsitas de cadena dorada de Coco Chanel, bailaba en las sombras, bailaba con las sombras, no con él, a él lo entregaba a los navajazos de la luz parpadeante, alba, helada, donde todos lo pudieran ver mejor y reírse de él, sentir repulsión, pedir que lo corrieran, estropeaba las fiestas, cómo lo habían dejado entrar, era un monstruo, él sólo quiso reunirse en la sombra con ella, refugiarse en la individualidad que siempre lo había protegido, te juro papá que no quise abusar de ella, sólo le pedí lo que ella misma me estaba dando, un poquito de piedad, en sus brazos, con un beso, ¿qué le costaba darme un solo beso?, ¿tú sí me das besos, papá, a ti no te espanto?
Don Leonardo le acarició la cabeza a su hijo, le envidió la cabellera bronceada, leonada, él que se había quedado pelón tan pronto. Le besó la frente y lo ayudó a acomodarse en la cama, lo acurrucó como cuando era niño, no lo bendijo porque no creía en eso, pero estuvo a punto de arrullarlo con una canción. Le pareció ridículo cantarle una de cuna. La verdad es que sólo recordaba boleros y todos hablaban de hombres humillados, de mujeres hipócritas.
– Te la cogiste, hijo, ¿verdad que sí?
La fiesta de bienvenida para Michelina fue todo un éxito, sobre todo porque doña Lucila le exigió a los hombres de la casa -don Leonardo y Marianito- que se hicieran ojo de hormiga.
– Váyanse al rancho y no regresen hasta tarde. Queremos una fiesta de puras cuatitas, para estar muy a gusto y chismear sabroso.
Leonardo se armó de paciencia. Sabía que Michelina no iba a aguantar las babosadas que decía esta bola de viejas cada vez que se juntaban. Marianito no estaba en condiciones de viajar, pero su padre no se lo dijo a Lucila; el chico no se hacía notar nunca, de todos modos, era tan discreto, era una sombra… Don Leonardo se fue solo a comer con unos gringos del otro lado de la frontera, Cena a las seis de la tarde, qué barbarie. Pero regresó cuando la fiesta estaba en su apogeo, sólo que le hizo al joven mozo indígena una seña con el dedo sobre los labios para que guardara silencio. De todos modos era un pacuache que no hablaba español y por eso lo contrataba siempre doña Lucila, así las señoras podían decir lo que se les ocurriera sin testigos. Además, este jovencito indígena era esbelto y bello como un dios del desierto, no de mármol blanco, sino más bien de ébano, y cuando se les subían los jáiboles, las señoras lo desvestían colectivamente y lo hacían pasearse desnudo con una bandeja en la cabeza. Eran unas cuatitas a todo dar, sin inhibiciones, ¿o qué se creían las capitalinas que nomás por ser del norte ellas eran de a tiro nacas? Brincos dieran: si la frontera estaba a un paso aquí nomás, a media hora se estaba en un Neiman Marcus, un Saks, un Cartier, ¿de qué les presumían las capitalinas, las chilangas condenadas a vestirse en Perisur? Pero mucha discreción -doña Lucila se llevó el dedo índice a los labios- que ahí viene entrando la ahijada de Leonardo y dicen que es muy presumida, muy viajada y muy chic, como se dice, de manera que pórtense naturales pero no la ofendan.
Era la única sin cirugía facial y se sentó muy sonriente y amable entre la veintena de mujeres ricas, perfumadas, ajuareadas del otro lado de la frontera, enjoyadas, casi todas con las cabelleras teñidas de caoba, algunas con anteojos de fantasía veneciana, otras ensayando acuosamente sus pupilentes, pero todas liberadas y si la capitalina quería seguirles la onda, OK, pero si resultaba ser una apretada, ni caso le iban a hacer… Ésta era la chorcha de las cuatitas, y aquí se bebían licores dulzones porque se subían más rápido y con más sabrosura, como si la vida fuese un postre interminable (¿desert? ¿dessert? ¿postre? ¿desierto?, ay qué bolas me hago, Lucilita, y es nomás mi primera monjita…). Mezclaban el anís dulce con cubitos de hielo y eso daba una monja, una bebida nubosa que se subía rapidito, como beberse el cielo, muchachas, como emborracharse de nubes: empezaron a cantar, tú y las nubes me traen muy locas, tú y las nubes me van a matar…
Todas rieron y bebieron más monjas y alguien le dijo a Michelina que se animara, que parecía una monja sentada allí en el centro de la sala sobre un puf de brocados lilas, toda simétrica, ¿pero qué tu ahijada no tiene nada chueco, Lucilita?, oye es sólo ahijada de mi marido, no mía, de todos modos, ¡qué perfección, los ojos parejos, la naricita recta, la barbita partida, los labios tan…! Unas se rieron apenadas, miraron a Lucila con sonrojo, pero Lucila como si nada, había echado concha, las alusiones se le resbalaban cual agua, ella como si nada aquí celebrando la ausencia de hombres -bueno, salvo el indito ese que no cuenta- y la ahijada de mi marido es muy fina, pero muy amable, no me la acomplejen, déjenla ser como es y nosotras somos como somos, que al cabo del convento venimos todas, no se olviden, todas pasamos por escuelas de monjas, todas nos liberamos un día, de manera que no abochornen a Michelina, pero si ya estamos de regreso en el convento, Lucilita, dijo una señora de anteojos incrustados de diamantes, solitas, sin hombres, ¡pero pensando nomás en ellos!…