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– Hay chicos -le asegura Tarleton Wingateque han aprendido inglés pasándose horas delante de la televisión.

Juntos ven en la pantallita la película de Peter Sellers, Being There, donde el pobre hombre no sabe más que lo que ha aprendido viendo televisión y por eso mismo pasa por un genio.

Los Wingate le preguntan a Juan Zamora si la televisión en México es buena y él debe responder con honestidad que no, es aburrida, vulgar, sin libertad y un escritor muy bueno y muy leído por los jóvenes, Carlos Monsiváis, la llama "la caja idiota". Esto le provoca gran hilaridad a Becky y dice que lo va a repetir en su clase, the idiot box. No te des aires de intelectual, le dice Charlotte a su hija, cabecita de huevo, le dice sonriendo mesándole el pelo y la bruñida pelirroja protesta, no me revuelvas el peinado, voy a tener que arreglarme otra vez antes de salir de niñera esa noche y Juan Zamora se asombra de que los niños gringos trabajen todos desde chiquitos, de niñeros, repartiendo periódicos o vendiendo limonada en el verano. -Es para inculcarles la ética de trabajo protestante -dice con solemnidad Mr. Wingate. ¿Y él? ¿Cómo es posible que haya crecido sin televisión?, le pregunta Becky. Juan Zamora sabe muy bien lo que dice. Ser rico y aristocrático en México es cuestión de tierras, haciendas, peones, un estilo de vida elegante, caballos, andar vestido de charro, tener muchos criados, eso es ser gente pudiente en México. No ver la televisión. Y como sus anfitriones tienen exactamente la misma idea en sus cabezas, la entienden, la alaban, la envidian y Becky sale a ganarse cinco dólares como niñera, la señora Charlotte se pone el delantal y va a asear la cocina y el señor Tarleton se queda leyendo con profundo sentido de la obligación el best seller número uno en la lista del New York Times, una novela de espionaje que, de paso, le confirma en su obsesiva paranoia acerca del peligro rojo.

3

Si la ciudad de Ithaca es una especie de Averno suburbano, la Universidad de Cornell es su Parnaso: un templo rutilante, de colores crema, líneas modernas, casi art deco por momentos, y grandes espacios verdes y luminosos. El campus se comunica, dado lo abrupto del terreno, mediante hermosas terracerías y grandes escalinatas. Ambas conducen a dos lugares que fueron centros de la vida del estudiante mexicano, Juan Zamora. Uno es la Unión Estudiantil, que trata de suplir todas las ausencias de Ithaca: librería y papelería, cine, teatro, ropa, casillas de correo, restoranes y espacios de reunión. Moviéndose entre estos espacios, dándonos la espalda, Juan Zamora intenta relacionarse. Le llama la atención el extremo desaliño de los estudiantes. Usan gorras de beisbol que no se quitan en el interior ni para saludar a las mujeres. Rara vez se rasuran por completo. Beben la cerveza empinando la botella sobre los labios. Usan camisetas sin mangas, mostrando a todas horas el vello de las axilas. Lucen rasgaduras en las rodillas de sus blue jeans y a veces andan con éstos cortados a la altura de los muslos, deshebrándose. Se sientan a comer con las gorras puestas y se llenan las bocas de hamburguesa, papas fritas y todo un menú salido de bolsas de plástico. Cuando de veras quieren ser informales, usan la gorra de beisbol al revés, con la visera enfriándoles la nuca.

Un día, un muchacho atlético, rubio, de facciones pellizcadas, se sirvió un platón de espagueti y empezó a comerlo con las manos, a puños. Juan Zamora sintió una revulsión incontrolable que le cortó el apetito y le obligó, por primera y quizás única vez, a interpelar a un compañero.

– ¡Qué asco! ¿No te enseñaron a comer en tu casa?

– Claro que me enseñaron. Mis gentes son bien ricas, qué te crees…

– ¿Entonces por qué comes como un animal?

– Porque ahora soy libre -dijo el güero con la boca llena.

Juan Zamora no llegó de saco y corbata a Cornell, sino de blue jeans y chamarra, suéter y mocasines. Su padre, en vida, se resignó a estas "fachas". -Nosotros íbamos de saco y corbata a las clases en San Ildefonso-. Poco a poco, Juan fue alivianando su ajuar, la sudadera, los zapatos Keds, pero siempre mantuvo -de espaldas- una corrección mínima. Él pensaba en sus padres de otra manera. Entendió que el astroso disfraz de los estudiantes era una manera de igualar el origen social, para que nadie preguntara sobre el origen familiar y el estatus económico. Todos iguales, igualados por la facha, el uniforme de mezclilla, la gorra de beisbol, los zapatos tenis. Sólo en su refugio -la residencia de la familia Wingate- podía Juan Zamora decir, impunemente, con aprobación de todos, incluso impresionándolos:

– Mi familia es muy antigua. Siempre hemos sido ricos. Tenemos haciendas, caballos, criados. Con el petróleo, simplemente viviremos como siempre, pero con más lujo aún. Ojalá que algún día nos visiten en México. A mi madre le dará mucho gusto recibirlos y agradecerles sus finas atenciones.

Y la señora Charlotte suspiraba con admiración. Era la primera señora blanca y platinada a la que Juan Zamora veía con delantal.

– ¡Qué bien educados son los aristócratas españoles! Aprende Becky.

La señora Charlotte nunca llamó "mexicano" a Juan Zamora. Temía ofenderlo.

4

El otro espacio de la vida del estudiante mexicano era la escuela de medicina y sobre todo el anfiteatro de líneas griegas, albo y sólido, que coronaba una colina como para que los olores de cloroformo y formol no contaminaran al resto del campus. Aquí las modas estrafalarias eran sustituidas por el blanco uniforme de la medicina, aunque a veces aparecían piernas velludas y casi siempre Keds ennegrecidos en las extremidades del alto batón de clínica.

Hombres y mujeres, todos de blanco, le daban un aire de comunidad religiosa al edificio. Por sus pasillos relucientes pasaban monjes y monjas juveniles. A Juan se le ocurrió que la castidad seria la regla de esta orden de jóvenes médicos. Además, el uniforme blanco (cuando no asomaban las piernas velludas) acentuaba la androginia generacional. Algunas muchachas usaban el pelo muy corto, algunos muchachos lo usaban muy largo y a veces, desde atrás (de espaldas), era difícil distinguir el sexo.

Juan Zamora había tenido uno que otro contacto sexual en México. El sexo no era su fuerte. Las prostitutas no le agradaban. Las compañeras de la universidad mexicana eran muy exigentes, muy devoradoras, lo distraían, hablaban de tener familia o de ser independientes, de vivir así o asado, de triunfar con una decisión que lo hacía sentirse chinche, culpable, avergonzado de no ser, nunca, aún no, todo lo que podía ser. El mal de Juan Zamora era confundir cada etapa de su vida con algo definitivo, acabado. Así como hay jóvenes que dejan que las cosas fluyan y el azar impere, hay otros que creen que cada veinticuatro horas se acaba el mundo. Juan era de éstos. Sin admitirlo, sabía que las angustias de su madre por la modestia en que vivían, y el orgullo probo de su padre, así como la incertidumbre acerca de las ventajas de su moral, le daban a él un sentimiento de sobresalto perpetuo, de inminencia que, sin embargo, era burlada por el gris, implacable flujo de la vida diaria. Si hubiese aceptado ese paso tranquilo de los días, quizás, también, habría encontrado una relación más o menos estable con alguna muchacha. Pero ellas mismas veían en Juan Zamora a un muchacho demasiado tenso, asustado, inseguro. Un hombre de espaldas, apenado.

– ¿Por qué miras siempre para atrás? ¿Crees que alguien nos viene siguiendo?

– Cruza la calle sin miedo. Aquí no hay coches.

– Oye, no te agaches. No viene el golpe.

Ahora en Cornell se puso su bata blanca y se lavó bien las manos. Iba a hacer su primera autopsia, junto con otro estudiante. ¿Le tocaría hombre o mujer? La pregunta se le impuso porque se refería también al cadáver que iba a estudiar.

El auditorio estaba a oscuras.

Juan Zamora se acercó a tientas a la mesa de autopsias apenas visible. Entonces su espalda rozó la de otra persona. Ambos rieron nerviosamente. Las luces cegantes, implacables, como de un Jehová vengativo, se encendieron de un golpe y el portero pidió excusas por no haber llegado a tiempo. Trataba de ser siempre más puntual que los chicos, exclamó riendo, apenado.

¿A quién miraría primero Juan Zamora? ¿Al estudiante o al cadáver? Bajó la mirada y vio al muerto cubierto por una sábana. Levantó los ojos y encontró que le daba la espalda una persona muy rubia, de melena larga y hombros no muy anchos. Se volteó y descubrió la cara del cadáver. No era posible saber si era hombre o mujer. La muerte había borrado no sólo su tiempo sino su personalidad sexual. Era viejo, o vieja, eso sí. Era de cera. Había que creer siempre que los cadáveres eran de cera. Resultaba más fácil disecarlos. Éste no cerraba bien los ojos y a Juan le sobresaltó sentir que aún lloraban. Pero la nariz afilada y retacada de algodones, la mandíbula rígida, los labios hundidos, ya no eran suyos o nuestros. La muerte despojaba de pronombres al individuo. Ya no era él o ella, tuyo o mío. La otra mano, enguantada, le tendió el bisturí.

Trabajaron en silencio. Estaban enmascarados. La persona rubia, menuda pero decisiva que trabajaba con él conocía mejor que él las entrañas de un muerto. Lo guiaba en los cortes que era necesario hacer. Era un experto, o una experta. Juan se atrevió a mirarle los ojos. Eran grises, de ese gris avellanado que a veces se da en los más bellos anglosajones, porque el color insólito va acompañado, casi siempre, de párpados soñadores, profundidades de deseo, fluidez pero también intensidad.

Se tocaron las manos enguantadas, con la misma calidad de los preservativos, aislados por el hule, las mascarillas, los batones. Sólo los ojos se vieron. Ahora Juan Zamora nos da la cara, se voltea a mirarnos, se arranca la mascarilla, ya no está de espaldas, muestra su rostro mestizo, joven, moreno, de huesos notables, recortados, su piel de postre, piloncillo, panochita de canela, café con leche, su mentón suave y firme, su labio inferior grueso, su mirada líquida, negra, que encuentra la mirada gris avellanada. Juan Zamora ya no está de espaldas. Instintiva, apasionadamente, nos da la cara, la acerca a los labios del otro, se une en un beso liberador, completo, que le lava de todas sus inseguridades, de todas sus soledades, de todas sus penas y vergüenzas. Se besan los dos muchachos para vencer la muerte, si no para siempre, sí ahora, en este momento, urgidos, temblorosos, ardientes.

5

Jim era un muchacho de veintidós años, delicado y refinado, serio y estudioso, interesado por la política y el arte. Por todas estas razones, los otros estudiantes lo llamaban "Lord Jim" y su cabeza rubia, sus ojos avellanados y su menudez corpórea, iban acompañados de buenos músculos, buenos huesos, agilidad nerviosa y sobre todo manos agilísimas y dedos largos. Sería un gran médico -le decía Juan Zamora- pero no por los dedos y las manos, sino por la vocación. Era un poco -nos manda decir Juan, a pesar de la distancia- como su propio padre Gonzalo Zamora, un hombre dedicado, de una pieza, aunque no digno de compasión.

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