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El desfile contemplado le debía mucho más, sin embargo, a Fernando Botero y sus adiposos repartos de cortesanas inmensas que Rubens no llegó a imaginar, curas obesos, niños hinchados, generales a punto de reventar… ¡Cuarenta millones de gordos gringos! ¿Eran sólo el resultado de la mala alimentación? ¿Por qué sólo se daban en los Estados Unidos y no en España, en México o Italia, a pesar de las butifarras y los tamales y los tallarines? En la panza de cada panzón que pasaba, adivinaba Dionisio millones de bolsas de celofán guardando celosamente, en el vacío previo a la plétora, miles de millones de papas fritas, palomitas de maíz, melcochas cubiertas de nuez y chocolate, cereales audibles, montañas de helado tricolor coronado de cacahuates y caramelo caliente, hamburguesas duras y delgadas como suela de zapato hechas con carne de perro pero servidas entre túmulos de pan gordo, insípido, inflado, la hostia nacional americana embarrada de ketchup (Ésta Es Mi Sangre) y cargada de calorías (Éste Es Mi Cuerpo)… Nalgas como esponja, manos húmedas y transparentes como gelatina, piel rosa deteniendo la masa contenida del pus, la sangre y las escamas…: las vio pasar.

Y sin embargo, perversa, inexplicablemente, Dionisio "Baco" Rangel, al ver el paso multitudinario de las gordas, empezó a sentir una comezón sexual comparable a la de la primera excitación, dulce, imprevisible, alarmante, inexplicable, de los trece años. No, no la primera masturbación, hecho ya volitivo y racional, sino el florecer primero del sexo, asombroso, impensable antes de que sucediera… El primer semen derramado por el joven que en ese momento era siempre el primer hombre, Adán, nada, nadando en semen.

Esta intuición perturbó profundamente al solitario e itinerante gourmet. Sí, en México no faltaban señoras muy distinguidas de cincuenta y hasta cuarenta años dispuestas a acompañarle a comer en Bellinghausen, cenar en el Estoril, oír un concierto en el festival del Centro Histórico organizado por Francesca Saldívar, o ir a conferencias de sus dos antiguos colegas de Los Niños Catedráticos, sus contemporáneos José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis. Y sí, algunas de estas señoras aceptaban gustosas un acostón de tarde en tarde, pero era muy tarde, también, para aprender las mañas de ellas o enseñarles a ellas las de Dionisio. Ni ellas tenían por qué saber que nada lo excitaba a él tanto como una mano de mujer en la nuca, ni él tenía que saber a quiénes les gustaba que les chupara un pezón y a quiénes no, porque eso les dolía mucho: ¡ouch! La muerte de su amigo el novelista ecuatoriano Marcelo Chiriboga, especialista en amar a las gordas, le privó del placer de comparar notas con ese sabio, ignorado y sensual escritor, quien ahora, a la vera de Dios, repetiría la consabida oración de los habitantes de la antigua capital incásica conquistada por Sebastián de Belalcázar: "En la tierra, Quito, y en el cielo un hoyito para ver a Quito." Ahora, Dionisio sólo quería un hoyito para ver el hoyito de una gordita.

El desfile de las gordas tuvo en él un efecto singular, novedoso. Empezó por imaginarse en brazos de una de estas inmensas mujeres, perdido en frondosidades comparables a las de un bosque de helechos carnosos, en busca de las joyas secretas, las puntas diamantinas, los terciopelos escondidos y las lisuras nacaradas, las humedades invisibles de LAS GORDAS. Mas por ser Dionisio, Dionisio (un caballero mexicano discreto, atildado y reconocido) no se atrevió a cumplir ipso facto el impulso de su imaginación y su carne, que era acercarse al obeso objeto de su deseo y solicitarla, exponiéndose a un descontón o, con suerte, a una aceptación. Aquél, por impactante que fuese, le resultaba, sin embargo, menos doloroso que, no el rechazo, sino el consentimiento de una tarde de amor: jamás había querido a una gorda, no sabía por dónde tomarla, qué cosa decirle y qué no decirle, cuál era, en suma, el protocolo erótico con las mujeres muy obesas. ¿Cómo iba, por ejemplo, a ofrecerles de comer sin, quizás, ofenderlas? ¿Qué monerías esperaba una gorda que no la empequeñecieran o burlaran (véngase mi chiquita, tus ojitos tan lindos, diminutivos ofensivos, tus ojazos tan grandes, tus inmensas tetas, aumentativos verboten). Dionisio temió perder toda naturalidad y en consecuencia toda efectividad: se resignó a no abordar a ninguna Gorda que salía del Kentucky Fried, pero la abundancia misma de las mujeres por primera vez deseadas lo llevó, por asociaciones fáciles de entender, a pensar en comida, a compensar la imposibilidad erótica con la posibilidad culinaria, a comerse lo que no podía cogerse…

Estaba en un centro comercial al Norte de San Diego. Buscó en el directorio el restorán que le pareció menos malo. Un O Sole Mio le aseguraba pasta hecha hace una semana disfrazada bajo un vesubio de salsa de tomate. Un Chez Montmartre's prometía comida espantosa y meseros altaneros. Un ¡Viva Villa! le condenaba al más deleznable texmex con bigotes. Optó por un American Grill que, al menos, haría excelentes Bloody Marys y que, desde afuera, lucía limpio, hasta reluciente, en su explotación del cromo en las mesas, el cuero en las sillas, la barra niquelada y el juego de espejos. Un laberinto de azogue, en realidad, hecho para que cada comensal, si lo deseaba, pudiera mirarse reflejado sin dejar de mirar a su acompañante; o mirarse todo el tiempo para compensar el tedio de la comida.

Se sentó y un joven guapo, rubio, vestido como mesero del fin de siglo, le ofreció la carta. Dionisio había escogido un lugar apartado, con vista sobre la pista de patinaje, pero no tardaron en sentarse en la mesa de al lado dos viejillos encorvados aunque enérgicos, enojados, repelones, con gorras de tela seersucker, cardigans blancos y pantalones azules también. Se sentaron armando ruido y arrastrando sus zapatos tenis Nike.

– A ver. Para empezar -consultó Dionisio el menú-.

– Dame pruebas- dijo uno de los ancianos cascarrabias.

– No tengo por qué. Sabes que no es cierto -le dijo su compañero-.

– Un cóctel de camarones.

– No sacaste nada de ese negocio. -No sé por qué sigo discutiendo George-.

– No, sin salsa. Sólo limón.

– Te advertí que ibas a la ruina.

– Te lo dije, te lo dije, te lo digo, ¿no tienes otra cantinela?

– ¿Cuál es la sopa del día? -No sabes nada-.

– Lo vi venir de lejos, Nathan. Te lo advertí. -Vychisoisse-.

– Te digo que no sabes nada.

– ¿Que no sé nada? ¿Tú sabes que la mitad de los barcos mercantes en la segunda guerra mundial se perdieron?

– Pruébalo. Lo acabas de inventar. -Un steak en seguida. -¿Quieres apostar?

– Claro. Siempre gano las apuestas contigo. Eres un ignorante, George.

– Término medio.

– ¿Tú sabes qué es la gravedad? -No, y tú tampoco. -Es una fuerza magnética.

– No, sin jardinería. El puro steak.

– A ver: ¿hay gravedad a la orilla del mar? -No, es cero-.

– ¡Ah!, qué profunda sabiduría. No se te puede engañar.

– Apuesta lo que quieras. -Apuesto, Nathan-.

– No, muchacho, no me gustan las papas asadas, con o sin crema agria.

– De todos modos se lo vamos a cobrar. -Cóbrenlo pero no me lo pongan con la carne. -Me van a despedir si no pongo la papa asada. Es el reglamento.

– Está bien, ponla al lado. contigo,

– De todos modos se la iban a cobrar. El plato cuesta $22.90 con o sin papa.

– Está bien.

– George, sabes un poquito de todo pero no sabes nada importante.

– Sé cuando un negocio es malo y conduce al fracaso, Nathan. No puedes negar que eso sí sé…

– Pues yo no sé nada, pero soy un hombre educado.

– Hechos, hechos, Nathan.

– ¿Me estás oyendo? -te oigo, con paciencia.

– No sé por qué seguimos hablando tú y yo.

– Una ensalada de lechuga.

– ¿Al final?

– Sí, muchacho, la ensalada se toma al final.

– ¿Es usted extranjero?

– Sí, soy un extranjero rarísimo con manías rarísimas como tomar la ensalada al final.

– En América la tomamos al principio. Es lo normal.

– ¿Me estás oyendo George?

– Dame hechos, Nathan.

– ¿Sabes que el monto anual de ingresos de la industria editorial americana equivale al monto anual de ingresos de la industria de salchichas? ¿Sabías eso?

– ¿De dónde lo sacaste?- ¿Es para insultarme? -¿De cuándo acá eres editor de libros?

– No, soy fabricante de salchichas y tú lo sabes, Nathan. ¿Me estás oyendo?

– Y el pie de merengue y limón. Es todo. -¿Quieres apostar?

– ¿Me estás oyendo? -Dame pruebas.

– No sabes nada.

– No sé por qué seguimos comiendo juntos…

– Apuesta.

– Apuesto. ¿Hay gravedad en la luna?

– Hechos, hechos.

– Te dije que ese negocio iba al fracaso seguro… Estás quebrado George.

Al llamado George se le escapó un sollozo ronco, tumultuoso, que nada tenía que ver con su rostro impasible.

No hay fascinación que no contenga su gramo de repulsión; nos reñimos a nosotros mismos cuando nos dejamos encantar por el ojo de la Medusa; pero en el caso de este par de vejetes argüenderos, secos, calvos, narigones, artríticos, fálicamente armados de puros sin encender -prohibido fumar- la repulsión terminó por expulsar la fascinación y Dionisio, con impaciencia, empezó a manipular una botella de salsa, frotándola cada vez más nerviosamente a medida que el debate sin salida de George y Nathan se prolongaba, insomne, imprescindible para los dos viejos, insoportable para Dionisio. El gastrónomo mexicano, para salvarse de George y Nathan, comenzó a pensar en mujeres mientras frotaba la botella, al tiempo que distinguía los signos de ésta, salsa mexicana, salsa de chile jalapeño, súbita, mágicamente destapada desde adentro, como un volcán que rompe la costra antigua de su cráter y vuelve a vomitar lava mientras más la frotaba el del mote báquico.

Sólo que de la botella de salsa de chile no salió la salsa misma, sino un pequeño hombrecito, diminuto pero distinguible por su traje de charro, su sombrero de mariachi y sus bigotes zapatistas:

– Patrón -dijo descubriéndose la cabeza hirsuta- me has salvado de un encierro de un año. Ningún gringo me abría. ¡Gracias! ¡Ordéname y tu voluntad será servida! -terminó el charrito, acariciando la pistola que llevaba enfundada junto a la cadera.

Dionisio "Baco" Rangel recordó por un momento el chiste del náufrago que lleva diez años en la isla desierta y un día libera al genio de la botella y cuando éste le pide que pida lo que quiera y el náufrago solicita una vieja muy buena, lo que se aparece es la Madre Teresa. Decidió hacerle confianza al charrito de la botella, idéntico, por lo demás, a la figura del Charro Matías en los cartones de Abel Quezada.

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