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Abundancia. Sociedad de la abundancia. Dionisio Rangel quiere ser muy franco y admitir ante ustedes que él no es un asceta ni un moralista. ¿Cómo puede serlo un sibarita que con semejante sensualidad goza de un clemole con salsa de rábanos? Pero su pendiente culinaria, tan exquisita, tiene otra ladera grosera, posesiva, de la cual el pobre crítico de la gastronomía no se siente culpable, pues es apenas -les ruega que lo comprendan- víctima pasiva de la sociedad de consumo norteamericana.

Insiste: no es su culpa. ¿Cómo evadir, aunque sea durante dos meses al año en los Estados Unidos, que el lugar donde uno se encuentre -hotel, motel, apartamento, faculty club, garconniére o, en casos extremos, trailers- se llene en un abrir y cerrar de ojos de correo electrónico, cupones, ofrecimientos de toda laya, premios balines asegurándole a uno que se ha ganado un crucero al Caribe, suscripciones indeseables, montañas de papel, periódicos, revistas especializadas, catálogos de L. L. Bean, Sears y Neiman Marcus?

Como respuesta a este alud de papeles, multiplicada por mil con el advenimiento del sistema electrónico E-Mail, solicitudes, falsas tentaciones, Dionisio decidía abandonar su papel receptor, pasivo, y adoptar otro, emisor, muy activo. En vez de ser la víctima de la avalancha, decidió comprar la montaña. Es decir, se propuso adquirir todo lo que le ofrecían los anuncios de televisión, las leches malteadas para adelgazar, los clasificadores para documentos, los CDs irrepetibles con las mejores canciones de Pat Boone y Rosemary Clooney, las historias ilustradas de la segunda guerra mundial, los complicadísimos aparatos para entonar y/o desarrollar los músculos, los platos conmemorativos de la muerte de Elvis Presley o la boda de Carlos y Diana, la taza conmemorativa del Bicentenario de la independencia, los juegos de té de falso Wedgwood, los ofrecimientos de viajero frecuente de todas las aerolíneas, los restos de las baratas del día de cumpleaños de Lincoln y Washington, la bisutería de los espantosos canales vendedores de anillos, prendedores y collares, los videos de ejercicios de Cathy Lee Crosby, todas las tarjetas de crédito habidas y por deber, todo, todo decidió que era irresistible, suyo, apropiable, hasta los detergentes mágicos que toda lo limpian, incluso una mancha emblemática de mole poblano.

Secretamente, conocía las razones de esta voracidad adquisitiva. Una era confiar en que si él aceptaba expansiva, generosamente, lo que los Estados Unidos le ofrecían -regímenes para adelgazar, detergentes, canciones de los cincuenta-, los Estados Unidos acabarían por aceptar lo que él les ofrecía -paciencia y gusto para cocinar un buen escabeche victorioso-. La otra era vengarse de los premios que, llamado a concursar en televisión, Dionisio iba acumulando, otra vez, pasivamente. Su infinita erudición culinaria le facilitaba aparecer en quizz shows y ganar no sólo en la categoría gastronómica sino en todas las demás. Cocina y sexo son dos placeres indispensables, más aquélla que éste, pues se puede comer sin amar, pero no se puede amar sin comer, y el que sabe de paladares culinarios o culinarios paladares, sabe todo: en torno a un beso, o a un chilpachole de jaiba, se organiza toda una sabiduría histórica, científica y, aun, política. ¿Dónde se originó el cocktail? En Campeche, entre marinos ingleses que mezclaban sus bebidas con el condimento local llamado cola de gallo. ¿Quién consagró el chocolate como bebida aceptable en sociedad? Luis XIV en Versalles, después de que el brebaje azteca fue considerado durante dos siglos un veneno amargo. ¿Por qué fue prohibida en la vieja Rusia la papa por la iglesia ortodoxa? Porque no era mencionada en la Biblia y debía, por ello, ser producto diabólico. En esto, los popes tenían razón: son las papas base del diabólico vodka.

La verdad es que Rangel hacía estos circos para darse a conocer ante públicos más amplios, más que para ganar las lavadoras automáticas, las aspiradoras y los viajes a Acapulco con que sus éxitos eran premiados.

Además, había que llenar las horas…

Zorro plateado, hombre interesante, galán maduro, Dionisio "Baco" Rangel era, a los cincuenta y un años, un poco la copia de ese modelo cinematográfico representado en el cine mexicano por el late (en todos sentidos) Arturo de Córdova (escaleras de mármol y alcatraces de plástico como fondo para amores neuróticos con inocentes niñas de quince años y vengativas madres de cuarenta, todas ellas reducidas a su justa medida por la memorable y lapidaria frase del galán otoñal: "No tiene la menor importancia"). Aunque, con mayor autogenerosidad, Dionisio, al mirarse en el espejo mientras se rasuraba cada mañana (Barbasol, Buenas Ideas), se decía que nada le envidiaba a Vittorio de Sicca, emigrado de las películas de teléfono blanco y las sábanas de satín, en la Italia fascista, para convertirse en el supremo director neorrealista de niños limpiabotas, bicicletas robadas y ancianos sin más compañía que un perro. Pero, ¡qué guapo, qué elegante, qué rodeado siempre de Ginas y Sofías y Claudias! A esta suma de experiencias, cobijadas bajo la tersura de las apariencias, aspiraba nuestro compatriota Dionisio "Baco" Rangel, a medida que iba almacenando todos sus productos norteamericanos en un depósito suburbano de la ciudad fronteriza de San Diego, California.

Sólo que las muchachas ya no acudían espontáneas al galán otoñal. Sólo que su estilo chocaba demasiado con el de las jóvenes de hoy. Sólo que mirándose al espejo (cubierto de Barbasol, desprovisto de Buenas Ideas) aceptaba que después de Cierta Edad un galán ha de ser circunspecto, elegante, tranquilo, a fin de no caer en el ridículo máximo del Don Juan viejo, el Fernando Rey de Viridiana, que sólo posee a las vírgenes si primero las dopa y les toca el Mesías de Hándel.

– Unhandel me, sire.

Por eso, en sus giras por las universidades y los estudios de televisión norteamericanos, Dionisio tenía que pasar muchas horas solitarias, gastando su melancolía en fútiles reflexiones. California era su zona de operaciones fatal y hubo una temporada en la que se pasó momentos muertos en Los Ángeles mirando el paso de los automóviles por el sistema de autopistas de la ciudad sin cabeza, imaginando que asistía al equivalente moderno de una justa medieval, en la que cada conductor era un caballero sin tacha y cada automóvil un caballo armado. Pero su concentrada observación acabó por suscitar sospechas y finalmente la policía lo detuvo por andar de vagabundo cerca de las autopistas -¿era un terrorista?

Las rarezas norteamericanas solicitaban su atención, le complacía descubrir que debajo de los lugares comunes sobre la sociedad uniforme, robótica, sin personalidad culinaria (artículo de fe) se agitaba un mundo multiforme, excéntrico, cuasi-medieval en su fermento corrosivo del orden impuesto, antes, por Roma y su Iglesia, hoy por Washington y su Capitolio. ¿Cómo iba a ordenarse un país lleno de locos religiosos que creían a pie juntillas que la fe y no el bisturí sobraban para curar un tumor pulmonar? ¿Cómo, el mismo país lleno de gente temerosa de cruzar miradas con otras personas en la calle que podrían resultar cientólogos con derecho a matarnos si no comulgábamos con sus ideas, asesinos liberados de manicomios y cárceles sobrepobladas, homosexuales vengativos armados de jeringas contaminadas de HIV, neonazis de cabeza rapada dispuestos a degollar a toda persona de tez oscura, milicianos libertarios con bombas listas para acabar con el gobierno haciendo volar las oficinas públicas, bandas de adolescentes mejor armados que la policía para ejercitar el derecho constitucional de portar bazukas y volarle la cabeza a cualquier hijo de vecino?

Deslizándose por las paredes de América, con gusto le entregaba Dionisio a un solo país el apelativo de todo un continente, con gusto sacrificaba ese nombre sin nombre, esa ubicación fantasmal, "los Estados Unidos de América", que era como llamarse, dijo su amigo el historiador Daniel Cosío Villegas, "El Borracho de la Esquina" o, pensaba el propio Dionisio, se reducía a una mera indicación, como "Tercer Piso a la Derecha", por los nombres con prosapia, situación, historia, México, Argentina, Brasil, Perú, Nicaragua…

Buen mexicano, les concedía a los gringos todo el poder del mundo salvo el de una cultura aristocrática: México la tenía, al precio, era cierto, de una desigualdad e injusticia abismales, acaso insuperables. Pero México también tenía formas, maneras, gustos, sutilezas, que confirmaban una cultura aristocrática: un islote tradicional azotado y a veces inundado, cada vez más, era cierto, por tormentas de vulgaridad y maneras de comercialización peores, por chafas, por baratas, por azcarragosas, que las del común norteamericano. Pero en México hasta un bandido era cortés, hasta un analfabeto, culto, hasta un niño sabía decir buenos días, hasta una criada sabía caminar con gracia, hasta un político sabía comportarse como una dama, hasta una dama sabía comportarse como un político, hasta los tullidos eran alambristas y hasta los revolucionarios tenían el buen gusto de creer en la virgen de Guadalupe.

Nada de esto lo consolaba de los momentos cada vez más prolongados de tedio cincuentón, cuando las clases terminaban, las conferencias concluían, las muchachas se iban y él debía regresar solo al hotel, al motel, al Faculty Club…

Quizás fueron estas curiosidades las que condujeron a Dionisio `Baco' Rangel a su más reciente manera de entretenimiento en California. Pasó semanas sentado frente a esos lugares que ponían a prueba su paciencia y su buen gusto -los MacDonalds, Kentucky Fried Chicken, Pizza Hut y, abominación de abominaciones, Taco Bell- con el propósito de contar a los gordos (y a las gordas) que entraban y salían de esas catedrales del mal comer. Llegó armado de estadísticas. Hay cuarenta millones de personas obesas en los EEUU, más que en cualquier otro país del mundo. Gordos, pero en serio: masas de color de rosa, almas perdidas detrás de rollos y más rollos de carne, hasta hacer perdedizas, también, características como los ojos, la nariz, la boca, el sexo mismo. Dionisio veía pasar a una gorda de trescientos cincuenta libras de peso y se preguntaba dónde quedaría la veta de su placer, cómo se llegaría, entre las múltiples lonjas de sus muslos y sus nalgas, al santoyo de su líbido. ¿Se atrevería el macho a pedir: Amor, tírate un pedo para que me oriente? Dionisio se rió solo de su vulgaridad, celebrada y perdonada en virtud de que todo aristócrata hispánico algo le debe a la escatología del máximo poeta de la lengua, don Francisco de Quevedo y Villegas. Quevedo relaciona nuestro espíritu y nuestro excremento: seremos polvo, mas polvo enamorado. Esto nos justifica para gozar lo mucho de profano que tiene la existencia y hacer como Quevedo en el siglo XVIII y nadie hasta Kundera en el XX, el elogio de las gracias y desgracias del ojo del culo.

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