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Era una cara común y corriente.

– ¿Qué es lo que quiere que le mire? -¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de jiote que me llenan de arriba a abajo? Y eso es sólo por fuera; por dentro estoy hecha un mar de lodo.

– ¿Y quién la pueda ver si aquí no hay nadie? He recorrido el pueblo y no he visto a nadie.

– Eso cree usted: pero todavía hay algunos. ¿ Dígame si Filomeno no vive, si Dorotea, Si Melquiades, si Prudencio, el viejo, si Sóstenes y todos ésos no viven? Lo que acontece es que se la pasan encerrados. De día no sé qué harán; pero las noches se las pasan en su encierro. Aquí esas horas están llenas de espantos. Si usted viera el gentío de ánimas que andan sueltas por la calle. En cuanto oscurece comienzan a salir. Y a nadie le gusta verlas. Son tantas, y nosotros tan poquitos, que ya ni la lucha le hacemos para rezar porque salgan de sus penas. No ajustarían nuestras oraciones para todos. Si acaso les tocaría un pedazo de Padrenuestro. Y eso no les puede servir de nada. Luego están nuestros pecados de por medio. Ninguno de los que todavía vivimos está en gracia de Dios. Nadie podrá alzar sus ojos al cielo sin sentirlos sucios de vergüenza. Y la vergüenza no cura. Al menos eso me dijo el obispo que pasó por aquí hace algún tiempo dando confirmaciones. Yo me le puse enfrente y le confesé todo:

"-Eso no se perdona -me dijo.

– Estoy avergonzada.

– No es el remedio

– ¡Cásenos usted!

– ¡Apártense!

– Yo le quise decir que la vida nos había juntado, acorralándonos y puesto uno junto al otro. Estábamos tan solos aquí, que los únicos éramos nosotros. Y de algún modo había que poblar el pueblo. Tal vez tenga ya a quien confirmar cuando regrese."

– Sepárense. Eso es todo lo que se puede hacer.

– Pero ¿cómo viviremos?

– Como viven los hombres."

Y se fue, montando en su macho, la cara dura, sin mirar hacia atrás, como si hubiera dejado aquí la imagen de la perdición. Nunca ha vuelto. Y ésa es la cosa por la que esto está lleno de ánimas; un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo, mucho menos valiéndose de nosotros. Ya viene. ¿Lo oye usted?

– Sí, lo oigo.

– Es él.

Se abrió la puerta.

– ¿Qué pasó con el becerro? -preguntó ella.

– Se le ocurrió no venir ahora; pero fui siguiendo su rastro y casi estoy por saber dónde asiste. Hoy en la noche lo agarraré.

– ¿Me vas a dejar sola a la noche?

– Puede ser que sí.

– No podré soportarlo. Necesito tenerte conmigo. Es la única hora que me siento tranquila. La hora de la noche.

– Esta noche iré por el becerro.

– Acabo de saber -intervine yo- que son ustedes hermanos.

– ¿Lo acaba de saber? Yo lo sé mucho antes que usted. Así que mejor no intervenga. No nos gusta que se hable de nosotros.

– Yo lo decía en un plan de entendimiento. No por otra cosa.

– ¿Qué entiende usted?

Ella se puso a su lado, apoyándose en sus hombros y diciendo también:

– ¿Qué entiende usted?

– Nada -dije-. Cada vez entiendo menos -y añadí-: Quisiera volver al lugar de donde vine. Aprovecharé la poca luz que queda del día.

– Es mejor que espere -me dijo él-. Aguarde hasta mañana. No tarda en oscurecer y todos los caminos están enmarañados de breñas. Puede usted perderse. Mañana yo lo encaminaré.

– Está bien.

Por el techo abierto al cielo vi pasar parvadas de tordos, esos pájaros que vuelan al atardecer antes que la oscuridad les cierre los caminos. Luego, unas cuantas nubes ya desmenuzadas por el viento que viene a llevarse el día.

Después salió la estrella de la tarde, y más tarde la luna.

El hombre y la mujer no estaban conmigo. Salieron por la puerta que daba al patio y cuando regresaron ya era de noche. Así que ellos no supieron lo que había sucedido mientras andaban afuera.

Y esto fue lo que sucedió:

Viniendo de la calle, entró una mujer en el cuarto. Era vieja de muchos años, flaca como si le hubieran achicado el cuerpo. Entró y paseó sus ojos redondos por el cuarto. Tal vez hasta me vio. Tal vez creyó que yo dormía. Se fue derecho a donde estaba la cama y sacó de debajo de ella una petaca. La esculcó. Puso unas sábanas debajo de su brazo y se fue andando de puntitas como para no despertarme.

Yo me quedé tieso, aguantando la respiración, buscando mirar hacia otra parte. Hasta que al fin logré torcer la cabeza y ver hacia allá, donde la estrella de la tarde se había juntado con la luna.

– ¡Tome esto! -oí.

No me atrevía a volver la cabeza.

– ¡Tómelo! Le hará bien. Es agua de azahar. Sé que está asustado porque tiembla. Con esto se le bajará el miedo.

Reconocí aquellas manos y al alzar los ojos reconocí la cara. El hombre, que estaba detrás de ella, preguntó:

– ¿Se siente usted enfermo?

– No sé. Veo cosas y gente donde quizá ustedes no vean nada. Acaba de estar aquí una señora. Ustedes tuvieron que verla salir.

– Vente -le dijo él a la mujer-. Déjalo solo. Debe ser un místico.

– Debemos acostarlo en la cama. Mira cómo tiembla, de seguro tiene fiebre.

– No le hagas caso. Estos sujetos se ponen en ese estado para llamar la atención. Conocí a uno en la Media Luna que se decía adivino. Lo que nunca adivinó fue que se iba a morir en cuanto el patrón le adivinó lo chapucero. Ha de ser un místico de ésos. Se pasan la vida recorriendo los pueblos "a ver lo que la Providencia quiera darles"; pero aquí no va a encontrar ni quien le quite el hambre. ¿Ves cómo ya dejó de temblar? Y es que nos está oyendo.

Como si hubiera retrocedido el tiempo. Volví a ver la estrella junto a la luna. Las nubes deshaciéndose. Las parvadas de los tordos. Y en seguida la tarde todavía llena de luz.

Las paredes reflejando el sol de la tarde. Mis pasos rebotando contra las piedras. El arriero que me decía: "¡Busque a doña Eduviges, si todavía vive!"

Luego un cuarto a obscuras. Una mujer roncando a mi lado. Noté que su respiración era dispareja como si estuviera entre sueños, más bien como si no durmiera y sólo imitara los ruidos que produce el sueño. La cama era de otate cubierta con costales que olían a orines, como si nunca los hubieran oreado al sol; y la almohada era una jerga que envolvía pochote o una lana tan dura o tan sudada que se había endurecido como leño.

Junto a mis rodillas sentí las piernas desnudas de la mujer, y junto a mi cara su respiración. Me senté en la cama apoyándome en aquél como adobe de la almohada.

– ¿No duerme usted? -me preguntó ella.

– No tengo sueño. He dormido todo el día. ¿Dónde está su hermano?

– Se fue por esos rumbos. Ya usted oyó adónde tenía que ir. Quizá no venga esta noche.

– ¿De manera que siempre se fue? ¿A pesar de usted?

– Sí. Y tal vez no regrese. Así comenzaron todos. Que voy a ir aquí, que voy a ir más allá. Hasta que se fueron alejando tanto, que mejor no volvieron. Él siempre ha tratado de irse, y creo que ahora le ha llegado su turno. Quizá sin yo saberlo, me dejó con usted para que me cuidara. Vio su oportunidad. Eso del becerro cimarrón fue sólo un pretexto. Ya verá usted que no vuelve.

Quise decirle: "Voy a salir a buscar un poco de aire, porque siento naúseas"; pero dije:

– No se preocupe. Volverá.

Cuando me levanté, me dijo:

– He dejado en la cocina algo sobre las brasas. Es muy poco; pero es algo que puede calmarle el hambre.

Encontré un trozo de cecina y encima de las brasas unas tortillas.

– Son cosas que le pude conseguir -oí que me decía desde allá-. Se las cambié a mi hermana por dos sábanas limpias que yo tenía guardadas desde el tiempo de mi madre. Ella ha de haber venido a recogerlas. No se lo quise decir delante de Donis; pero ella fue la mujer que usted vio y que lo asustó tanto.

Un cielo negro, lleno de estrellas. Y junto a la luna la estrella más grande de todas.

– ¿No me oyes? -pregunté en voz baja.

Y su voz me respondió: -¿Dónde estás?

– Estoy aquí, en tu pueblo. Junto a tu gente. ¿No me ves?

– No, hijo, no te veo.

Su voz parecía abarcarlo todo. Se perdía más allá de la tierra.

– No te veo.

Regresé al mediotecho donde dormía aquella mujer y le dije:

– Me quedaré aquí, en mi mismo rincón. Al fin y al cabo la cama está igual de dura que el suelo. Si algo se les ofrece, avíseme.

Ella me dijo:- Donis no volverá. Se lo noté en los ojos. Estaba esperando que alguien viniera para irse. Ahora tú te encargarás de cuidarme. ¿O qué no quieres cuidarme? Vente a dormir aquí conmigo.

– Aquí estoy bien.

– Es mejor que te subas a la cama. Allí te comerán las turicatas.

Entonces fui y me acosté con ella.

El calor me hizo despertar al filo de la medianoche. Y el sudor. El cuerpo de aquella mujer hecho de tierra, envuelto en costras de tierra, se desbarataba como si estuviera derritiéndose en un charco de lodo. Yo me sentía nadar entre el sudor que chorreaba de ella y me faltó el aire que se necesita para respirar. Entonces me levanté. La mujer dormía. de su boca borbotaba un ruido de burbujas muy parecido al del estertor.

Salí a la calle para buscar el aire; pero el calor que me perseguía no se despegaba de mí.

Y es que no había aire; sólo la noche entorpecida y quieta, acalorada por la canícula de agosto.

No había aire. Tuve que sorber el mismo aire que caía de mi boca, deteniéndolo con las manos antes de que se fuera. Lo sentía ir y venir, cada vez menos; hasta que se hizo tan delgado que se filtró entre mis dedos para siempre.

Digo para siempre.

Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolinos sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.

– ¿Quieres hacerme creer que te mató el ahogo, Juan Preciado? Yo te encontré en la plaza, muy lejos de la casa de Donis, y junto a mí también estaba él, diciendo que te estabas haciendo el muerto. Entre los dos te arrastramos a la sombra del portal, ya bien tirante, acalambrado, como mueren los que mueren muertos de miedo. De no haber habido aire para respirar esa noche de que hablas, nos hubieran faltado las fuerzas para llevarte y contimás para enterrarte. Y ya ves, te enterramos.

– Tienes razón Doroteo. ¿Dices que te llamas Doroteo?

– Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea. Pero da lo mismo.

– Es cierto Dorotea. Me mataron los murmullos.

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