– ¿Y quién dice que la tierra no es mía?
– Se afirma que se les ha vendido a Pedro Páramo.
– Yo ni me le he acercado a ese señor. La tierra sigue siendo mía.
– Eso dices tú. Pero por ahí dicen que todo es de él.
– Que no me lo vengan a decir a mí.
– Mira, Galileo, yo a ti, aquí en confianza, te aprecio. Por algo eres el marido de mi hermana. Y de que la tratas bien, ni quien lo dude. Pero a mí no me vas a negar que vendiste las tierras.
– Te digo que a nadie se las he vendido.
– Pues son de Pedro Páramo. Seguramente él así lo ha dispuesto. ¿ No te ha venido a ver don Fulgor?
– No
– Seguramente mañana lo verás venir. Y si no mañana, cualquier otro día.
– Pues me mata o se muere; pero no se saldrá con la suya.
– Requiescat in paz, amén, cuñado. Por si las dudas.
– Me volverás a ver, ya lo verás. Por mí no tengas cuidado. Por algo mi madre me curtió bien el pellejo para que se me pusiera correoso.
– Entonces hasta mañana. Dile a Felícitas que esta noche no voy a cenar. No me gustaría contar después: "Yo estuve con él la víspera."
– Te guardaremos algo por si te animas a última hora.
Se oyó el trastazo de los pasos que se iban entre un ruido de espuelas.
– … Mañana, en amaneciendo, te irás conmigo, Chona. Ya tengo aparejadas las bestias.
– ¿ Y si mi padre se muere de rabia? Con lo viejo que está… Nunca me perdonaría que por mi causa le pasara algo. Soy la única gente que tiene para hacerle hacer sus necesidades. Y no hay nadie más. ¿Qué prisa corres para robarme? Aguántate un poquito. Él no tardará en morirse.
– Lo mismo me dijiste hace un año. Y hasta me echaste en cara mi falta de arriesgue, ya que tú estabas, según eso, harta de todo. He aprontado las mulas y están listas. ¿ Te vas conmigo?
– Déjamelo pensar
– ¡ Chona! No sabes cuánto me gustas. Yo no puedo aguantar las ganas, Chona. Así que te vas conmigo o te vas conmigo.
– Déjamelo pensar. Entiende. Tenemos que esperar a que él muera. Le falta poquito. Entonces me iré contigo y no necesitarás robarme.
– Eso me dijiste también hace un año.
– ¿ Y qué?
– Pues que he tenido que alquilar las mulas. Ya las tengo. Nomás te están esperando. ¡Deja que él se las avenga solo! Tú estás bonita. Eres joven. No faltará cualquier vieja que venga a cuidarlo. Aquí sobran almas caritativas.
– No puedo
– Que sí puedes
– No puedo. Me da pena, ¿ sabes? Por algo es mi padre.
– Entonces ni hablar. Iré a ver a la Juliana, que se desvive por mí.
– Está bien. Yo no te digo nada.
– ¿ No me quieres ver mañana?
– No. No quiero verte más.
Ruidos. Voces. Rumores. Canciones lejanas:
Mi novia me dio un pañuelo con orillas de llorar…
En falsete. Como si fueran mujeres las que cantaran.
Vi pasar las carretas. Lo bueyes moviéndose despacio. El crujir de las piedras bajo las ruedas. Los hombres como si vinieran dormidos.
"…Todas las madrugadas el pueblo tiembla con el paso de las carretas. Llegan de todas partes, copeteadas de salitre, de mazorcas, yerba de pará. Rechinan sus ruedas haciendo vibrar las ventanas, despertando a la gente. Es la misma hora en que se abren los hornos y huele a pan recién horneado. Y de pronto puede tronar el cielo. Caer la lluvia. Puede venir la primavera. Allá te acostumbrarás a los 'derrepentes', mi hijo."
Carretas vacías remoliendo el silencio de las calles. Perdiéndose en el oscuro camino de la noche. Y las sombras. El eco de las sombras.
Pensé regresar. Sentí allá arriba la huella por donde había venido, como una herida abierta entre la negrura de los cerros.
Entonces alguien me tocó los hombros.
– ¿ Qué hace usted aquí?
– Vine a buscar… -y ya iba a decir a quién, cuando me detuve-: vine a buscar a mi padre.
– ¿ Y por qué no entra?
Entré. Era una casa con la mitad del techo caída. Las tejas en el suelo. El techo en el suelo. Y en la otro mitad un hombre y una mujer.
– ¿ No están ustedes muertos? -les pregunté.
Y la mujer sonrió. El hombre me miró seriamente.
– Está borracho -dijo el hombre.
– Solamente está asustado -dijo la mujer.
Había un aparato de petróleo. Había una cama de otate, y un equipal en que estaban las ropas de ella. Porque ella estaba en cueros, como Dios la echó al mundo. Y él también.
– Oímos que alguien se quejaba y daba de cabezazos contra nuestra puerta. Y allí estaba usted. ¿Qué es lo que le ha pasado?
– Me han pasado tantas cosas, que mejor quisiera dormir.
– Nosotros ya estábamos dormidos.
– Durmamos, pues.
La madrugada fue apagando mis recuerdos.
Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños.
– ¿Quién será? -preguntaba la mujer.
– Quién sabe -contestaba el hombre.
– ¿Cómo vendría a dar aquí?
– Quién sabe.
– Como que le oí decir algo de su padre.
– Yo también le oí decir eso.
– ¿No andará perdido? Acuérdate cuando cayeron por aquí aquellos que dijeron andar perdidos. Buscaban un lugar llamado Los Confines y tú les dijiste que no sabías dónde quedaba eso.
– Sí, me acuerdo; pero déjame dormir. Todavía no amanece.
– Falta poco. Si por algo te estoy hablando es para que despiertes. Me encomendaste que te recordara antes del amanecer. Por eso lo hago. ¡ Levántate!
– ¿ Y para qué quieres que me levante?
– No sé para qué. Me dijiste anoche que te despertara. No me aclaraste para qué.
– En ese caso, déjame dormir. ¿No oíste lo que dijo ése cuando llegó? Que lo dejáramos dormir. Fue lo único que dijo.
Como que se van las voces. Como que se pierde su ruido. Como que se ahogan. Ya nadie dice nada. Es el sueño.
Y al rato otra vez:
– Acaba de moverse. Si se ofrece, ya va a despertar. Y si nos mira aquí nos preguntará cosas.
– ¿Qué preguntas puede hacernos?
– Bueno. Algo tendrá que decir, ¿no?
– Déjalo. Debe estar muy cansado.
– ¿Crees tú?
– Ya cállate, mujer.
– Mira, se mueve. ¿ Te fijas cómo se revuelca? Igual que si lo zangolotearan por dentro. Lo sé porque a mí me ha sucedido.
– ¿Qué te ha sucedido a ti?
– Aquello.
– No sé de qué hablas.
– No hablaría si no me acordara al ver a ése, rebulléndose, de lo que me sucedió a mí la primera vez que lo hiciste. Y de cómo me dolió y de lo mucho que me arrepentí de eso.
– ¿De cuál eso? -De cómo me sentía apenas me hiciste aquello, que aunque tú no quieras yo supe que estaba mal hecho.
– ¿Y hasta ahora vienes con ese cuento? ¿Por qué no te duermes y me dejas dormir?
– Me pediste que te recordara. Eso estoy haciendo. Por Dios que estoy haciendo lo que me pediste que hiciera. ¡ Ándale! Ya va siendo hora de que te levantes.
– Déjame en paz, mujer.
El hombre pareció dormir. La mujer siguió rezongando; pero con voz muy queda:
– Ya debe haber amanecido, porque hay luz. Puedo ver a ese hombre desde aquí, y si lo veo es porque hay luz bastante para verlo. No tardará en salir el sol. Claro, eso no se pregunta. Si se ofrece, el tal es algún malvado. Y le hemos dado cobijo. No le hace que nomás haya sido por esta noche; pero lo escondimos. Y eso nos traerá el mal a la larga… Míralo cómo se mueve, como que no encuentra acomodo. Si se ofrece ya no puede con su alma.
Aclaraba el día. El día desbarata las sombras. Las deshace. El cuarto donde estaba se sentía caliente con el calor de los cuerpos dormidos. A través de los párpados me llegaba el albor del amanecer. Sentía la luz. Oía:
– Se rebulle sobre sí mismo como un condenado. Y tiene todas las trazas de un mal hombre. ¡Levántate, Donis! Míralo. Se restriega contra el suelo, retorciéndose. Babea. Ha de ser alguien que debe muchas muertes. Y tú ni lo reconociste.
– Debe ser un pobre hombre. ¡Duérmete y déjanos dormir!
– ¿Y por qué me voy a dormir, si no tengo sueño?
– ¡Levántate y lárgate a donde no des guerra!
– Eso haré. Iré a prender la lumbre. Y de paso le diré a ese fulano que venga a acostarse aquí contigo, en el lugar que yo voy a dejarle.
– Díselo.
– No podré. Me dará miedo.
– Entonces vete a hacer tu quehacer y déjanos en paz.
– Eso haré.
– ¿Y qué esperas?
– Ya voy
Sentí que la mujer bajaba de la cama. Sus pies descalzos taconeaban el suelo y pasaban por encima de mi cabeza. Abrí y cerré los ojos.
Cuando desperté, había un sol de mediodía. Junto a mí, un jarro de café. Intenté beber aquello. Le di unos sorbos.
– No tenemos más. Perdone lo poco. Estamos tan escasos de todo, tan escasos…
Era una voz de mujer.
– No se preocupe por mí -le dije-. Por mí no se preocupe. Estoy acostumbrado. ¿Cómo se va uno de aquí?
– ¿Para dónde?
– Para donde sea
– Hay multitud de caminos. Hay uno que va para Contla; otro que viene de allá. Otro más que enfila derecho a la sierra. Ese que se mira desde aquí, que no sé para dónde irá -y me señaló con sus dedos el hueco del tejado, allí donde el techo estaba roto-. Este otro de por acá, que pasa por la Media Luna. Y hay otro más, que atraviesa toda la tierra y es el que va más lejos.
– Quizá por ése fue por donde vine.
– ¿Para dónde va?
– Va para Sayula
– Imagínese usted. Yo que creía que Sayula quedaba de este lado. Siempre me ilusionó conocerlo. Dicen que por allá hay mucha gente, ¿no?
– La que hay en todas partes.
– Figúrese usted. Y nosotros aquí tan solos. Desviviéndonos por conocer aunque sea tantito de la vida.
– ¿A dónde fue su marido?
– No es mi marido. Es mi hermano; aunque él no quiere que se sepa. ¿ Que adónde fue? De seguro a buscar un becerro cimarrón que anda por ahi desbalagado. Al menos eso me dijo.
– ¿Cuánto hace que están ustedes aquí?
– Desde siempre. Aquí nacimos.
– Debieron conocer a Dolores Preciado.
– Tal vez él, Donis. Yo sé tan poco de la gente. Nunca salgo. Aquí donde me ve, aquí he estado sempiternamente… Bueno, ni tan siempre. Sólo desde que él me hizo mujer. Desde entonces me la paso encerrada, porque tengo miedo de que me vean. Él no quiere creerlo, pero ¿verdad que estoy para dar miedo? -y se acercó a donde le daba el sol-. ¡Mírame la cara!