– Eso tendrá que probarlo -dije, automáticamente, en un reflejo de defensa casi animal: porque Ramón seguía siendo mío de algún modo. Pero en mi interior empezó a latir la fatal certidumbre de que la juez Martina estaba diciendo la verdad.
– Eso se lo probaré, no se preocupe. Pero le decía que su marido formaba parte de esa mafia, que tiene conexiones con delincuentes comunes y con organizaciones terroristas como Orgullo Obrero. Ramón Iruña, sin embargo, no era más que una pieza de mediana categoría: en el asunto están implicados altos cargos de la Administración. Por ahora tenemos indicios firmes contra varios directores generales, tres secretarios de Estado, dos tenientes coroneles y al menos tres ministros o ex-ministros. De hecho, la corrupción parece estar tan extendida dentro del aparato del Estado que hay que tener mucho cuidado de con quién se habla. El inspector García, por ejemplo, trabaja para ellos.
¿Sería una trampa? ¿Estaría la juez Martina cebando mi confianza con sus informaciones para hacerme confesar así todo lo que yo sabía? El bulto de carne rosada del moisés se puso a berrear. La magistrada extendió una mano y meneó la cuna con energía. Cuando conocí a María Martina ya me había parecido una mujer pequeña, pero ahora se la veía diminuta, sin la opulencia de la barriga y sin la elevación suplementaria del cojín. Apenas si asomaba la cabeza por encima del desvencijado escritorio. Qué demonios, pensé; esa miniatura de señora no tenía ningún aspecto de delincuente. Claro que tampoco tenía aspecto de juez, pero preferí desdeñar esa segunda parte de mi razonamiento.
– Sí, lo sé. Lo de García, digo. Vimos cómo el inspector hablaba con un pistolero.
Y entonces le expliqué a la juez detalladamente todo lo que nos había sucedido. María Martina fue tomando nota de mis palabras en un pequeño cuaderno, trémula y afanosa, como un ratón a la vista del queso.
– Bien -dijo al final-. Bien. Todo concuerda, por supuesto.
– Pues yo no entiendo nada. Según usted, entonces, ¿mi marido no ha sido secuestrado?
– Eso no lo sabemos todavía con certeza. Desconocemos si los políticos implicados en la corrupción tuvieron problemas con Orgullo Obrero, o si su marido dejó en efecto de satisfacer algún pago al grupo terrorista. Puede que lo secuestraran, o puede que se trate de una cortina de humo. Este caso está todavía demasiado lleno de incógnitas. Tan lleno que, de hecho, nos sería muy útil que usted mantuviera su encuentro con el supuesto Vendedor de Calabazas. Lo que ese hombre le diga podría proporcionarnos algún indicio.
– ¿Cómo dice? -me espanté-. No. Ni hablar. Ni lo sueñe. No pienso encontrarme con ese tipo. No puedo. Mire, me han intentado matar, ya se lo he dicho. Me voy. Si no me hubieran detenido sus gorilas, a estas horas ya estaríamos en un buen escondite.
La juez se pasó una mano por la cara. Parecía un monito cansado.
– Mis gorilas… Esos chicos son de la Policía Judicial. Escogidos por mí. Lo mejor del Cuerpo, se lo aseguro. Son los únicos en quienes puedo confiar. Y sólo son esos dos, y otro más que está ahora mismo investigando un chivatazo. Esos tres muchachos casi recién salidos de la academia son mi único apoyo. Estoy sola. Ni siquiera he podido cogerme la baja por maternidad porque sé que aprovecharían mi ausencia para desbaratar el caso.
Se calló unos instantes, pensativa. Luego me miró a los ojos con aire resuelto.
– No la quiero engañar: todo esto es peligroso. Incluso muy peligroso. Sin embargo, creo que sería muy provechoso para la investigación que usted pudiera mantener esa entrevista que le prometió su contacto, ese encuentro con el Mayor Vendedor de Calabazas. Sólo le pido eso: quédese en Madrid hasta hablar con ese hombre, cuénteme lo que le ha dicho y luego, si lo desea, desaparezca.
Me agobió la responsabilidad. Sentada en el filo de la silla, tragué con dificultad una dosis de miedo y de saliva.
– ¿Quiénes son los ministros? -pregunté. La juez sonrió de medio lado:
– Eso pertenece al secreto del sumario. Pero, en fin, como quiero que nos ayude y confío en usted, le voy a decir un nombre que aparece citado muy a menudo: Zurriagarte. Se lo cuento dentro de la más absoluta confidencialidad, naturalmente.
¡Zurriagarte! Pero ¿cómo? Tenía tan buena pinta. ¡Pero si pasaba por ser uno de los políticos más sinceros y honestos del país! ¿No era él el que había dicho eso de «Sin ética no hay política»?
– No es posible…-farfullé.
– Sí, resulta difícil de creer. A mí también me sorprendió -dijo la juez-. Aunque ahora estoy empezando a hacerme cierta idea de cómo sucedió todo. De cómo suceden las cosas, quiero decir. Verá, no es más que una hipótesis operativa, pero pongamos que la nombran a usted ministra de alguno de los ministerios que están implicados en la mafia. Porque no están todos, pero hay varios. Bien, la nombran ministra de uno de esos ministerios, digo, y usted acepta. Su nombramiento se hace público, llega el día de la toma de posesión y usted jura o promete, le hacen las fotos pertinentes, la felicita todo el mundo y llega usted a su nuevo despacho impregnada de gloria y de vanidad. Y ahí, a pie de despacho, la espera un hombrecito con una cartera negra. Usted ya ha hablado con el ministro saliente, ya conoce el estado general de los asuntos, ya ha sido presentada a los secretarios y subsecretarios y subsubsecretarios, pero hasta ahora nadie le había hablado de este hombrecito con su cartera negra. Entonces el tipo cierra cuidadosamente la puerta del despacho y abre el portafolios. Y de ahí empiezan a salir sapos y culebras: qué delincuentes estamos pagando, quién está robando para nosotros, cómo se reparte el dinero de la corrupción desde el ministro para abajo. Y cuántos muertos llevamos con todo esto, porque también hay asesinatos en la cartera. Entonces usted puede hacer dos cosas: o bien renunciar al cargo de inmediato, con todo el fenomenal escándalo que ello traería, o bien hacerse a la idea de que ser ministra es también eso.
No sé por qué decidí ayudar a la juez Martina, con el espanto que me estaba dando todo lo que contaba. Y, sin embargo, antes de que la magistrada hubiera terminado su exposición yo ya había tomado la estúpida determinación de hacerme la heroína. Tal vez fuera por egocentrismo: todos queremos creernos imprescindibles. O quizá me espoleara el puro asco.
– Está bien. Ejem. Me quedaré.
La juez cerró los ojos un instante y suspiró.
– Gracias.
Ahora el mísero despacho ya no me parecía un útero asfixiante, sino una barquita a la deriva, la lancha en donde se apiñaban los supervivientes de un naufragio, mujeres y niños primero, acosados por un mar de tiburones. El bebé volvió a ponerse a chillar de un modo insoportable.
– Es muy… Muy mono el niño -dije por decir algo. María Martina se levantó y cogió en brazos al ensordecedor trozo de carne.
– Es una niña. Lo siento. Es un lío que esté aquí. Pero es que… -la juez me lanzó una ojeada rápida y turbada-. Es que no quiero dejarla sola en casa, ¿sabe? Recibo tantos… mmmm… anónimos desagradables. Por si acaso. No me atrevo a separarme de ella.
Regresé a casa abrumada por el miedo y por el conocimiento. Porque el saber sí ocupa lugar. Hay saberes que pesan en la memoria como una carga de leña, y conocimientos que envejecen más que una enfermedad dolorosa e incurable. De hecho, hay saberes que son una enfermedad dolorosa e incurable. Permanecen dentro de ti como una llaga palpitante, como un menoscabo irremediable en la mirada con la que contemplas la realidad. Ramón, por ejemplo. La imagen de Ramón se iba haciendo trizas dentro de mí. Mi relación con él era cada vez más desapasionada, más lejana. A decir verdad, ya no me sentía su esposa, sino más bien su viuda, porque para mí estaba medio muerto.
– He soñado otra adivinanza -dijo Adrián aquella noche, yo creo que para intentar sacarme de mis lúgubres pensamientos.
Eran las nueve y estábamos los tres en la cocina tomándonos un poco de pan con queso, lo primero sólido que nos metíamos en el cuerpo desde la hora del desayuno.
– Trata de tres hombres que se encuentran en una ciudad portuaria -prosiguió el muchacho-. Son viejos conocidos y hace tiempo que no se ven. Deciden entrar a comer en un restaurante frente al mar; se sientan en una mesa y piden tres asados de gaviota. Les traen los platos y empiezan a comer. Dos de ellos no dicen nada, pero el tercero llama al camarero muy agitado. «¿Pero esto es de verdad gaviota?», le pregunta. Y el camarero contesta: «Sí.» Entonces el hombre se levanta de un salto, sale chillando despavorido del restaurante y se arroja al mar.
– Pues sí que debía de estar asqueroso el guiso ese -masculló Félix con la boca llena.
Yo no dije nada porque el queso se había pegado a mi dentadura postiza y la había sacado de su lugar, de modo que estaba concentrada en intentar arreglar el estropicio con la lengua sin que se me notara demasiado.
– Muy gracioso -bufó Adrián.
– Además, las gaviotas no se comen. Todo el mundo sabe que tienen un sabor repugnante -insistió Félix.
Qué consoladoras eran las adivinanzas de Adrián, pensé mientras les escuchaba discutir por enésima vez. Tontos misterios en apariencia incoherentes que luego tenían un porqué, una explicación, una causa suficiente. Las adivinanzas de Adrián te ayudaban a creer que la existencia tenía en el fondo algún sentido. Que la vida no era caótica y absurda, sino simplemente enigmática, una especie de enorme acertijo que uno podría llegar a desentrañar a fuerza de reflexionar sobre el asunto. Pensando estaba yo en todo esto, en las dulzuras del entendimiento, cuando sonó el timbre de la puerta.
Resulta siempre un tanto ridículo intentar identificar a voz en grito a alguien que se encuentra al otro lado de una puerta blindada y bien cerrada, pero eso fue lo que hicimos, apiñarnos temerosamente en el pasillo y berrear como energúmenos.
– ¿Quién es?
– ¿Lucía Romero?
– ¿Qué quiere?
– Venimos de parte de Manuel Blanco.
No se me escapó el plural de la forma verbal. Según la mirilla eran al menos dos. Jóvenes, bien rasurados, bien vestidos, voluminosos, poco memorables.
– ¿Y quiénes son ustedes?
– Abra la puerta, por favor.
– ¿Para qué?
– Mire, es usted quien está interesada en hablar con nuestro jefe. Si quiere, nos abre. Si no, nos vamos.
El Vendedor de Calabazas. Tenían que venir precisamente hoy de parte del Vendedor de Calabazas. Estaba empezando a ser un día larguísimo. Abrí la puerta.