El plan ofrecía la ventaja añadida de ser barato. Por entonces me encontraba en una situación económica casi catastrófica. El sueldo de Ramón había sido congelado cautelarmente, nos habíamos pulido en un santiamén el millón de pesetas sobrante del rescate y yo llevaba mucho tiempo sin escribir una sola línea. Unas semanas atrás había ido a ver a mi editor para pedirle un adelanto sobre los derechos de mi próximo libro; siempre amabilísimo, Emilio se había deshecho en disculpas y en exagerados elogios sobre mi obra:
– Sabes que me encanta tu Gallinita Belinda, sabes que para nosotros tú eres nuestra autora estrella, pero por desgracia ahora estamos atravesando, precisamente, un bache de liquidez terrible; hemos tenido que renegociar varias letras y nuestra situación es tan delicada que incluso cabe la posibilidad de que la editorial se nos vaya al garete. No sabes cómo lo siento, pero no puedo ayudarte.
Adrián nunca había tenido ni una peseta y yo me negaba a esquilmar los magros ahorros del pobre Félix, de manera que el estado de nuestras finanzas empezaba a ser bastante preocupante. Por eso la propuesta de Félix fue acogida con especial interés. Decidimos irnos de inmediato y corrimos a preparar las maletas. Yo llamé a mi padre y a mi madre y les expliqué que me marchaba a París por algún tiempo.
– Muy bien, cariño, seguro que lo necesitas con toda esta cosa horrible del secuestro. ¡Qué más hubiera querido yo que poder irme a París cuando me sentía deprimida! Pero, claro, en mi época era imposible. Como yo apenas si tenía dinero propio, como supedité mi carrera a la de tu padre… ¿Y luego todo eso para qué, me quieres decir? Y además estabas tú por medio, y no te podía dejar sola. No es que me arrepienta de eso, entiéndeme, pero no sabes lo bien que has hecho tú no teniendo hijos – dijo mi madre.
– ¡Estupendo! Así me puedes traer una chaqueta preciosa que le he visto a un amigo; es de una tienda de los Champs Elisées. Por cierto, ¿sabes algo de Ramón? -dijo mi padre.
Sus comentarios no me sorprendieron en absoluto: ambos se atuvieron a la perfección a sus papeles respectivos. Siempre fueron incapaces de decir lo que yo necesitaba que me dijeran.
A la media hora estábamos dispuestos para irnos. Cerré todas las ventanas, eché las siete llaves en la puerta y bajamos las escaleras de puntillas, como presos que se fugan de Alcatraz. No sirvió de nada. En el portal había dos muchachos grandes como torres, los dos con expresión de bebería inocente, los dos pulcramente vestidos con el mismo tipo de traje, barato y de color gris. Parecían niños de primera comunión demasiado crecidos.
– ¿Doña Lucía Romero? -preguntó uno de los gemelos con cortesía exquisita. Empecé a sudar.
– No sé -contesté-. Vive en el piso cuarto. Suban a ver si está.
– Señora Romero -dijo el muchacho, imperturbable, enseñándome su identificación-. Somos de la Policía Judicial. Tiene usted que venirse con nosotros. La juez Martina nos ha enviado para que la llevemos ante ella.
– ¿La juez? Pero ¿por qué?
– Lo ignoramos. Sólo sabemos que tenemos que traerla con nosotros.
– Pero esto… ¡esto es irregular, es inconstitucional, esto es un secuestro!
Adrián dio un paso hacia delante; el otro chico le puso suavemente una mano en el pecho. Le sacaba dos cabezas a Adrián y era el doble de corpulento.
– No exagere, señora, por favor; no dramatice.
Qué buen vocabulario, pensé de modo intempestivo; qué uso tan adecuado del verbo «dramatizar». Cómo había mejorado últimamente la cultura general de los matones.
– Lo único que queremos es llevarla con nosotros para hablar durante un rato con la juez. Eso es todo.
Para hablar con la juez. A mí no me gustaban los jueces demasiado. Eran unos señores y señoras que salían de las oposiciones, esto es, de años y años de vivir en la inopia, encerrados como somormujos con sus librotes legales, y que de repente, sin tener ninguna madurez personal, sin haber experimentado nada de la vida, se las daban de dioses y se ponían a juzgar de manera implacable a los humanos. Además, el único contacto que había tenido anteriormente con jueces y juzgados, al margen de esta triste historia del secuestro, fue un caso delirante que dejó muy mermada mi confianza en el funcionamiento de la Ley. Una vez me robaron el bolso con todos mis documentos; presenté denuncia y renové los papeles, como siempre se hace en estos casos. Pero cuatro años después empecé a recibir diversas citaciones del juzgado. Alguien tenía un coche registrado a mi nombre, un Ford Fiesta al cual iba estampando, con contumaz impericia, contra diversos elementos: otros coches, un escaparate, una bicicleta aparcada a la que dejó hecha trizas. Para empeorar las cosas, el Fiesta carecía de seguro, y de ahí la razón de los juicios: todos los damnificados me pedían dinero, porque yo era, legalmente, la dueña de aquel coche. Conseguí enterarme de que ei vehículo había sido adquirido a través de una gestoría y me fui a hablar con el dueño de la oficina:
– Por supuesto, claro que me acuerdo de aquel Fiesta. Fue usted misma la que estuvo aquí hace cuatro años para comprarlo, junto con su marido el iraní -contestó el tipo.
De nada me valió jurar que el Fiesta no era mío, porque en todos los registros aparecía mi nombre. Tuve que seguir acudiendo a todos los juicios y continuar pagando todos los daños hasta que al fin dejaron de llegarme más demandas. Tal vez el tipo se hubiera vuelto a Irán, o tal vez habría muerto del cáncer de hígado que le deseé todas las noches durante año y medio, o quizá, esto es lo más probable, se cambió de vehículo y de papeles. Esto me enseñó que a veces la justicia no sólo era ciega, sino también imbécil. En fin, no eran unos antecedentes demasiado halagüeños como para acudir dando cabriolas a la llamada de la juez.
De una juez, además, de la que desconfiaba especialmente. Porque la primera vez que hablamos ella y yo estaba delante el inspector García. ¿Qué demonios pintaba el callado e impávido García en aquella entrevista? Ya entonces me sorprendió la presencia del policía en el cuarto, pero ahora el asunto empezaba a parecerme siniestro: ¿estarían tal vez los dos en connivencia? Claro que todavía había una posibilidad peor que esa: y era que estos gorilas pulcros y aniñados estuvieran mintiendo. Que los hubiera enviado el inspector García. O los terroristas de Orgullo Obrero. O tal vez aquel pavoroso matón pelirrojo que ya nos había amenazado a Adrián y a mí.
– ¿Y cómo sé yo que ustedes son lo que dicen ser, cómo sé que de verdad me van a llevar delante de la juez? - Ya ha visto nuestras identificaciones.
– Vaya una garantía. Pueden ser falsas. O a lo mejor son auténticas, pero lo que están falsificando son las intenciones. El gorila que había hablado conmigo suspiró:
– Entonces creo que no va a tener más remedio que confiar en nosotros.
Y eso fue lo que hice, confiar. La intuición es un impulso, una descarga eléctrica que circula por tus neuronas acarreando una información subliminal, unos datos tan sutiles que ni siquiera eres consciente de ellos. Yo siempre fui intuitiva, y siempre me fue bien cuando seguí ese primer impulso. Ahora la intuición me decía que esos muchachos no olían a peligro, y que sería peor enfrentarse con ellos. Así es que puse mi mano sobre el brazo de Félix y le di un pequeño apretón alentador.
– Enseguida vuelvo. No va a pasar nada. Esperadme aquí.
Un minuto más tarde estaba instalada en el asiento de atrás de un coche, camino del juzgado. O eso suponía. En realidad, estábamos dando bastantes vueltas y doblando esquinas inesperadas. Empecé a recordar, con súbito desasosiego, las veces pasadas en las que mi famosa intuición había fallado de modo estrepitoso. Como cuando le abollé la moto a un tipo: me apeé de mi coche para hablar con él porque parecía simpático y casi me estrangula. ¿Y no hubo otra ocasión en la que le di 200.000 pesetas a un tío que vendía ordenadores baratísimos recién importados de Estados Unidos y luego resultó que era un estafador? O aquel otro chico tan encantador con el que estuve coqueteando en un bar y que después me había robado la cartera. Estaba llegando ya al ominoso convencimiento de que todas las veces que me había dejado llevar por la intuición me había equivocado, cuando el coche dio un giro último y extraño y desembocamos sorpresivamente en la calle del juzgado. Suspiré con alivio: me encontraba a salvo. Por el momento.
La juez me recibió en el mismo cuartucho inmundo de la primera vez. Sin embargo, había unas cuantas y notables diferencias. La más importante era que en esta ocasión no estaba presente el inspector García. La más asombrosa, que la juez no sólo había dado a luz en el entretanto, sino que se había traído al despacho a su retoño y ahora lo tenía instalado junto a la mesa en un moisés, una pizca de carne sonrosada dentro de un alud de perifollos y puntillas. También la gata había parido: estaba repantingada en un rincón sobre el cojín amarillo-gallina, lamiendo a media docena de gatitos con aire de tigresa satisfecha. Había una atmósfera caliente y espesa, como de incubadora, con olor a talco y a calostros.
– Estamos al principio del final -proclamó la juez, nada más verme, con aire algo solemne.
– Bien -aventuré por decir algo. Estaba deseando irme de ese cuarto asfixiante, de ese despacho-útero.
– Me disculpará por haberla traído hasta aquí de una manera un tanto abrupta, pero el tiempo apremia y la situación es crítica.
– Bien.
– Le hablaré claramente: su marido no es más que la punta del iceberg. Un delincuente arrepentido nos ha pasado fotocopias de cheques, listados que hubieran debido ser destruidos, documentos secretos. Este hombre trabajaba como contable para Capital S.A. y Belinda S.A., las dos empresas fantasma a las que ingresaba su marido el dinero robado; pero al parecer hubo problemas. El contable dice que le traicionaron, que no le pagaron lo convenido y que ahora teme por su vida. Es posible. También es posible que el contable haya querido hacer chantaje a sus colegas y que el negocio le saliera mal. Pero las razones de nuestro confidente no nos interesan por ahora. Lo importante es la información que nos está suministrando.
La juez calló unos instantes, como recapacitando por dónde seguir o hasta cuánto contar. Abrió y cerró un par de carpetas con cierto nerviosismo, sin sacar ningún papel de dentro de ellas.
– Dadas las evidencias que poseemos, creemos que su marido no fue forzado a robar para Orgullo Obrero. La información que tenemos es todavía algo confusa, porque el contable, nuestro confidente principal, es un sinvergüenza que intenta guardarse cartas en la manga y miente más que habla. Pero a estas alturas ya no cabe duda de que hay una trama negra organizada para robar dinero del Estado, grandes cantidades de dinero, a través de distintos ministerios. Su marido formaba parte de esa mafia.