– ¿Y les has dejado pasar? -me espanté.
Félix nos miraba con expresión aturdida. Félix, el astuto Félix, el Félix veterano en luchas clandestinas, parecía ahora un desvalido anciano a quien cualquier desaprensivo podría encasquetar el timo del tocomocho. Desde su estancia en el hospital había dado un bajón quizá irreversible; y en ocasiones su cerebro comenzaba a manifestar un funcionamiento un tanto errático.
– Por Dios, Félix, qué has hecho, ¿les pediste por lo menos que se identificaran?
Félix se pasó la mano mutilada por la cara, desconcertado.
– Sí, es verdad. Tienes razón. No sé por qué les he dejado pasar. Qué estúpido. No sé. Me duele la cabeza. Estoy un poco mareado. Le sentamos en el sofá.
– Bueno, no te preocupes, ya está hecho -le consolé, arrepentida de haberle gritado- Total, da igual que pidieras o no la identificación, porque podría ser falsa. Además, es posible que sean funcionarios del Ayuntamiento de verdad.
Pero por dentro pensaba con angustia: y si nos han puesto micrófonos, y si han colocado una bomba, y si… La nuca se me congeló:
– ¿Dónde está la perra? -pregunté con voz estrangulada.
– ¿La perra? -repitió Félix torpemente-. Ah, sí. La castigué. Tiró el cubo de la basura y la castigué encerrándola en la cocina.
Corrí a la cocina y abrí la puerta: allí estaba ella, desde luego. Desparramada como un cojín peludo sobre el suelo. Cuando me vio intentó ponerse en pie. Algo raro sucedía, algo no iba bien. Se escurrió, las patas se le doblaron, dio con el morro contra el suelo; al fin se incorporó, comenzó a hacer eses. Salió de la cocina renqueando y en el umbral se puso a vomitar. No sé qué fue lo que me iluminó, cómo se me ocurrió la idea salvadora. Miré hacia atrás y vi que Adrián estaba sacando un cigarrillo.
– ¡Quieto! -chillé-. ¡No enciendas!
Los bomberos nos explicaron después que, en efecto, el gas acumulado podría haber estallado con la llama. Y si eso no funcionaba, la intoxicación hubiera dado suficiente cuenta de nosotros. Si no hubiéramos encerrado a la perra en la cocina, que es donde se encuentra la caldera, el envenenamiento progresivo nos hubiera producido una lenta estupefacción, un amodorramiento imperceptible. Todos los años muere un buen puñado de personas de esta muerte insidiosa: como ellas, nosotros tampoco nos hubiéramos dado cuenta. Fuera quien fuese, estaba claro que no quería que me entrevistara con el Mayor Vendedor de Calabazas de España, como decía el imbécil de Blanco. La conducción del gas tenía una fisura. Era un caño de cobre nuevo y reluciente, pero algo, quizá ácido, había llagado fatalmente el metal. Los policías municipales, avisados por los bomberos, cortaron el pedazo de tubería y se lo llevaron. Ninguno de ellos estaba enterado de que hubiera en Madrid una plaga de cucaracha negra.
– Eso es en los veranos. Pero ahora…
A petición mía revisaron las calderas de Félix y de Adrián, y las dos estaban en perfecto estado. Por supuesto: tres cañerías picadas al mismo tiempo hubiera sido una casualidad demasiado evidente. Los municipales estaban un poco desconcertados ante mi insistencia de que repasaran meticulosamente las conducciones de los otros pisos, cuando además yo me obstinaba en repetir que, por supuesto, la rotura del tubo tenía que deberse a un accidente. ¿Cómo iba a decirles otra cosa? La implicación del inspector García me había enmudecido.
Me ponía tan nerviosa tener que mentir que al final opté por dejar que Adrián y Félix despidieran a los municipales y a los bomberos mientras yo bajaba a la calle a la pobre Perra-Foca para que tomara el aire y se despejase de la intoxicación. Andaba la bestia hociqueando con deleite por los parterres más malolientes de la plaza, ya más o menos recuperada, cuando sentí que alguien me daba un golpecito en el hombro derecho. Giré la cabeza: era el inspector José García. Di un salto y un chillido.
– ¿Qué le pasa? -se extrañó el inspector. Todavía llevaba el abrigo azul de por la mañana.
– Perdón -balbucí, disimulando, con la lengua súbitamente convertida en papel secante- Creía que… Tengo los nervios un poco disparados.
Miré alrededor. Mi portal estaba apenas a cien metros, y en el cuarto piso, tras las ventanas de mi casa, abiertas de par en par para que se aireara, había un batallón de guardias municipales y bomberos. Pero no podían verme, no podían oírme. Debían de ser las cinco de la tarde y la calle se encontraba prácticamente desierta. Al otro lado de la plazoleta ajardinada, en la zona de los columpios infantiles, unas cuantas mujeres vigilaban el juego de sus crios.
– Lo sé todo. Muy desagradable -dijo García. Enloquecí un poco: ¿a qué todo se refería? ¿Nos habría visto en el parque esa mañana?
– Lo del gas. Los municipales avisaron.
– Ah, sí -resoplé, soltando un poco del lastre de mi paranoia. Y di un paso hacia atrás.
García dio un paso hacia delante.
– Muy desagradable -repitió.
¿No estaba muy cerca? ¿No estaba el inspector García demasiado cerca de mí para lo que era habitual y decente y educado? Miré con el rabillo del ojo sobre mi hombro: al lado del bordillo había un coche grande. Negro, con los cristales ahumados. No se veía nada, pero era seguro que había gente dentro; y el coche estaba muy cerca de mí, demasiado cerca. A sólo una zancada o un empujón. La paranoia volvió a disparárseme como un cohete. El suelo empezó a bailar debajo de mis pies.
– Está usted muy rara -dijo García.
Yo había dado otro paso hacia atrás y él otro hacia delante.
– Es el… el susto -dije, totalmente veraz en mi respuesta. García me cogió por el antebrazo.
– Debemos ir a comisaría. Aquí tengo el coche. Intenté liberarme, pero la mano del tipo me sujetaba con firmeza.
– ¿Por qué? ¿Para qué?
– Para poner la denuncia. Es muy importante. Vamos. Venga.
– No puedo -dije, plantando los pies sobre la tierra. Miré ansiosa hacia mi portal: ¿no saldrían por casualidad los municipales, no vendría Adrián a buscarme?-. Está… Está la perra. La subo a casa y después nos vamos, ¿vale?
– La perra también viene. Prueba testifical. Intoxicada. Haremos análisis. Vamonos deprisa.
García empezó a tirar de mí en dirección al coche. Casi había perdido el disimulo: en un segundo más me daría un empellón. Podría gritar, podría debatirme, desde luego, pero eso no impediría que me secuestrara. El vehículo estaba demasiado cerca y las mujeres de la plaza, únicas personas a la vista, no reaccionarían con suficiente rapidez ante la siempre confusa confrontación entre dos extraños. Cuando quisieran ponerse en movimiento, yo ya estaría muy lejos.
– ¡No llevo encima mi documento de identidad! -exclamé.
– ¡Es igual! -contestó García desabrido. Y aumentó la presión de sus dedos sobre mi brazo.
Una pelota botó junto a nuestros pies. Miramos los dos al unísono hacia abajo y vimos a un niño de unos cuatro años, forrado de anoraks como si fuera a cruzar a pie el Polo Norte, que había venido corriendo detrás de su balón. No lo pensé dos veces: me incliné y agarré al niño en brazos. De algo me tenía que servir alguna vez ser tan bajita: pude echar mano al crío sin que el inspector me hubiera soltado.
– Mire qué ricura de niño -dije, mientras el chico se retorcía como una anguila.
Pero ya se sabe que la desesperación te proporciona una fuerza insospechada. No sólo pude contener al escurridizo niño entre mis brazos, sino que además me las apañé para atizarle un buen pellizco en el culo a pesar de la gruesa envoltura del anorak. El niño abrió una boca tan grande como el túnel del metro y se puso a berrear como un poseso. García y yo miramos hacia atrás: una manada de madres salvajes venía a todo correr hacia nosotros en feroz estampida. El policía me soltó.
– Hummm… Mejor lo dejamos para otro día -dijo.
Y se subió precipitadamente al asiento de atrás del coche, el cual arrancó de inmediato y se perdió calle abajo con un zumbido de motor potente. Deposité al niño en el suelo mientras las madres me rodeaban con la clara intención de lapidarme. Lo primero que hice fue identificarme, darles mi nombre completo y mi dirección. Por fortuna, una de las mujeres me conocía de vista:
– Sí, es vecina, es verdad. Vive en ese portal, yo la conozco -dijo con cara adusta.
Entonces intenté explicarles la situación con la mayor serenidad posible. Opté por contar más o menos la verdad, que ya era lo bastante increíble como para andarse con mentiras.
– Ya os digo que lo siento muchísimo, pero me parece que el tipo ese estaba intentando secuestrarme, así es que agarré al niño para llamaros la atención e impedírselo -repetí por décima vez.
– Pues ya podías haberte agarrado a tu puta madre, guapa -dijo la madre del chaval, con el gracejo castizo propio de mi barrio, que pertenece al Madrid viejo y popular.
– Pues sí, tienes razón -convine fácilmente; empezaba a sentirme eufórica, era la borrachera de la adrenalina tras el riesgo vencido-. Si mi madre hubiera estado cerca, también me habría agarrado a ella. En fin, lo siento mucho, ¿qué más puedo decir? Si no estás satisfecha, llama a la policía.
Y me marché hacia casa riéndome para mis adentros de mi broma macabra.
Como es natural, el descubrimiento de la implicación del comisario García me dejó tiritando. Después de haber sido rescatada de sus garras en el último instante por el pelotón de madres iracundas, Adrián, Félix y yo, reunidos en urgente cónclave familiar en la cocina, decidimos abandonar la búsqueda de Ramón por el momento y salir escopetados hacia algún lugar anónimo y seguro.
– Pero en realidad vosotros no tenéis que marcharos -objeté con la boca pequeña, porque no sentía ningún deseo de fugarme sola.
– Yo iré allá donde tú vayas -dijo Adrián con mucho sentimiento, como quien canta la línea de un bolero-. Y, por otra parte, me parece que Félix y yo tampoco estaremos muy seguros si nos quedamos aquí.
– Eso desde luego -corroboró el viejo-. Además, creo que ya se me ha ocurrido adonde ir. Veréis, a menudo el mejor escondite es el más próximo. El hermano de Margarita sigue teniendo una casa de labor en el pueblo de Somosierra. Es un caserón muy grande y vive solo, porque está viudo y sus hijos se marcharon a la ciudad. Me ha pedido muchas veces que me vaya a pasar con él una temporada. Seguro que nos recibe bien, y, aunque la granja está apenas a ochenta kilómetros de Madrid, en realidad está a cien años-luz de todo esto. Allí no nos descubrirán jamás.