El caso es que Félix Roble no se murió. No se murió entonces, quiero decir. Porque, si se mira bien, todos los humanos nos estamos muriendo, todos estamos recorriendo en un frenético pataleo el corto trayecto que separa la negrura previa al nacimiento de la negrura posterior a la muerte; bien es verdad que algunos, los viejos, los enfermos, se están muriendo un poco más que los otros, pero en definitiva todo es cuestión de tiempo y de esperar un poco. Así es que Félix Roble no se murió todavía, y se recuperó de la neumonía y salió del hospital fresco como una rosa de ochenta años.
Nuestra búsqueda, por otra parte, llevaba varias semanas en punto muerto. Desde el encuentro con Li-Chao no habíamos vuelto a tener noticias de ningún tipo. El inspector García nos telefoneaba o visitaba periódicamente para informarnos con su laconismo habitual de que no había nada nuevo. Al principio, la preocupación por la salud de Félix y las turbulentas emociones de mi relación con Adrián me impidieron obsesionarme demasiado con el estancamiento de la investigación: mi cabeza no daba para más. Pero con el transcurso de los días el desasosiego fue en aumento. Al fin decidimos bajar a una cabina y llamar de nuevo a Manuel Blanco, el improbable killer económico.
– Sí, sí, sí, sí -dijo el tipo al otro lado del teléfono, con énfasis ejecutivo, en cuanto que me identifiqué-. Sí, señora, sí. Nuestro negocio de calabazas va por buen camino.
– ¿Cómo?
– Ya me entiende, ¿no? La partida de calabazas en la que estaba interesada. O sea, usted estaba interesada en algo, ¿no? En calabazas. Pues el mayor vendedor de calabazas de España está dispuesto a concederle una cita. O sea, como si dijéramos, ¿no? Ya-me-en-tien-de -dijo con un retintín y unas segundas intenciones tan marcadas que desde luego entendí a la perfección que hablaba en clave, de la misma manera que debieron de entenderle todos los que estuvieran pinchando su teléfono-. Alguien conectará con usted en los próximos días para decirle dónde y cuándo.
Esa llamada pareció ponerlo todo de nuevo en movimiento. Salía yo sola de casa al día siguiente, creo que para ir al supermercado, cuando se me acercó una figura menuda cubierta con un chubasquero amarillo con capucha: era una tarde lluviosa y desagradable. Caperucita Amarilla me miró a los ojos (teníamos la misma altura) y susurró:
– Tú il mañana a las doce de mañana al palque Juan Cal-los Plimelo, jaldín alabe.
Era una china joven y guapa, tal vez la misma que vimos en el restaurante del paseo del Manzanares.
– ¿Cómo? -exclamé, más por la sorpresa que por la incomprensión del mensaje.
– Tú il mañana pol la mañana al jaldín alabe, palque Juan Cal-los Plimelo. A las doce -repitió Caperucita con impaciencia poco oriental.
– ¿Por qué?
– Es lecado de honolable Li-Chao. Honolable Li-Chao decil tú te intelesa il mañana palque Juan Cal-los Plimelo. Jaldín alabe. Tú sentalte jaldín y espelal tiempo, mucho tiempo.
– ¿Cómo esperar mucho tiempo? ¿Esperar, por qué? ¿Esperar, a quién? ¿Va a venir Li-Chao?
La china frunció el ceño, disgustada.
– Tú sentalte jaldín y espelal mucho tiempo. Sentalte en banco dentlo de celosías. No levantalte. No hacel ningún luido. Escondelte. Y espelal mucho tiempo. Eso es todo. ¿Te has entelado?
Sí, me había enterado. La figurita amarilla dio media vuelta y se perdió ágilmente entre los peatones, y yo subí a casa para contar a Adrián y a Félix el extraño mensaje. Después de mucho discutirlo, decidimos que el viejo no vendría. Haría frío en el parque y Félix aún estaba convaleciente, y además Li-Chao sólo nos conocía a nosotros dos, tal vez no le agradase que aumentara el número de interlocutores. Si es que era Li-Chao quien iba a venir.
Aquella noche cayó una tromba de agua y a la mañana siguiente el mundo era un lugar inundado y desapacible. Yo no había estado nunca antes en el parque Juan Carlos Primero, y no creo que aquella fuera la mejor ocasión para estrenarme. El lugar, de reciente creación, era una inmensidad desolada y ventosa, con árboles raquíticos acabados de plantar y pretenciosas esculturas de un posmodernismo faraónico. El hecho de que el suelo fuera un barrizal y el cielo una apesadumbrada lámina de plomo no mejoraba las cosas. Salvo unos adolescentes que hacían volar cometas a la entrada, el enorme parque estaba vacío. Nos adentramos en él con el ánimo encogido.
El jardín árabe se encontraba casi al fondo del recinto y era, por supuesto, una plazuela recoleta y con estanques, con un habitáculo rodeado de celosías en el centro y un par de bancos de piedra en el interior. Llegamos allí a las doce menos diez, nos sentamos en uno de los bancos y esperamos. A las doce y cuarto ya no sentía los pies. A las doce y media se me habían congelado las rodillas. A la una menos cuarto temí que la violencia de mi castañeteo de dientes provocara el desprendimiento de la nariz, como un carámbano. ¿Qué entendería Li-Chao por mucho tiempo? ¿Y qué demonios estábamos esperando?
– Creo que viene alguien -susurró Adrián. Hice ademán de ponerme de pie y Adrián tiró de mí hacia abajo.
– Recuerda las instrucciones. Creo que no quiere que nos vean.
Tenía razón. El jardín árabe, rodeado de arbustos y en una hondonada, era un lugar bastante hermético. Desde dentro, sin embargo, y atisbando a través de las celosías, se tenía una visión relativamente buena de los alrededores, y sobre todo del llamado jardín hebreo, próximo al nuestro, que era una extensión pelada y abierta. Por la loma de ese jardín hebreo aparecía ahora un hombre, precisamente. Miró alrededor y se detuvo en mitad de la planicie. Debía de estar a unos trescientos metros de nosotros.
– Me parece que es… -musitó Adrián dentro de mi oído, y resopló bajito.
– Sí, es él -gemí yo.
Era el Caralindo que nos había asaltado a la salida de El Cielo Feliz, el matón que le había cortado la oreja a la Perra-Foca. No cabía la menor duda, su cabeza pelirroja ardía contra la negrura del horizonte. No sé si algún día has necesitado quedarte inmóvil para salvar la vida. Si ha sido así, sabrás que la quietud es absoluta, que tu carne se vuelve de mármol y tu sangre detiene su carrera por las venas, e incluso el corazón se te para entre dos latidos como si fueras un faquir. Así estábamos nosotros, congelados, petrificados y muertos de miedo, vigilando al pelirrojo desde el jardín.
El Caralindo, por el contrario, no se estaba quieto: pateaba el suelo para calentarse y echaba furiosas columnas de vapor por las narices. Estaba esperando a alguien, eso era seguro. Al fin le vimos estirar la espalda y dejar colgando las manos a ambos lados del cuerpo, en un gesto atento y precavido. Inmediatamente apareció una nueva figura por la vereda: un hombre envuelto en un abrigo azul oscuro con algo extrañamente familiar en su apariencia. Llegó junto al matón y le saludó con la cabeza. Luego se colocó de perfil hacia nosotros. La brumosa luz recortó su cara. Era José García, el inspector.
El lugar de su cita no estaba mal pensado. Al tener una disposición tan limpia y despejada, el jardín hebreo les permitía controlar un radio de varios cientos de metros a su alrededor. Nosotros estábamos tan lejos que, por supuesto, no podíamos escuchar lo que decían. Les vimos hablar un rato, cabecear, intercambiarse algo. El encuentro apenas si duró cinco minutos. Después, cada cual se marchó en dirección distinta.
– Ahora sí que estamos jeringados -dictaminó Adrián con acento sombrío.
Y era verdad, lo estábamos. Esperamos media hora más en el jardín para estar seguros de no encontrarnos a ninguno de los dos hombres y después regresamos a casa. Lo primero que hicimos fue ir en busca de Félix; pero apretamos el timbre de su puerta durante cinco minutos sin conseguir que abriera. Empecé a inquietarme.
– Qué raro.
– A lo mejor está en tu piso. O se ha desconectado el sonotone y no nos oye -dijo Adrián.
Intenté entonces abrir la puerta de mi casa y resultó imposible. Parecía que la llave estaba metida por detrás. Eso abonaba la tesis de que el viejo se encontraba dentro, pero por otro lado resultaba bastante irregular. Y, además, tampoco aquí contestaba nadie a nuestros repetidos timbrazos.
– ¿Y ahora qué hacemos?
Desde el encuentro con el pelirrojo a la salida del restaurante chino, yo había fortificado mi casa como si fuera la sede de la CÍA. Había puesto una puerta blindada, tres cerraduras de alta seguridad a prueba de manipulaciones y una alarma conectada con el marco que se disparaba automáticamente en la centralita de una compañía de seguridad. Una compañía privada, afortunadamente, pensé ahora con alivio, recordando que la policía estaba implicada en el asunto. El caso era que se trataba de una puerta infranqueable, según me habían dicho los expertos, y ahora que no la podía abrir me empezaba a preguntar si tendría que hacer un agujero en la pared para entrar en mi casa.
– Insiste con el timbre -aconsejó Adrián.
Insistí hasta que se quemó el fusible y quedó mudo. Además, pateamos la puerta, y subimos a casa de Adrián a llamar por teléfono a mi propia casa (siempre saltaba el contestador con mecánica obediencia), y gritamos el nombre de Félix con la boca arrimada a la cerradura, por ver si así el sonido traspasaba el espeso blindaje de la hoja. Empecé a imaginar escenas dantescas, pasillos con tiznaduras de sangre en las paredes, ventanas batientes como en las pesadillas, cuerpos descoyuntados por la violencia.
– Le ha tenido que pasar algo, esto no es normal, algo malo ha ocurrido…
– Pues a la policía no la podemos llamar -dijo Adrián.
– No, a la policía, no. ¿Y si avisamos a los bomberos?
Justo entonces, cuando llevábamos más o menos media hora de brega con la puerta, sonó el cerrojo y se abrió la hoja dulcemente. Al otro lado apareció Félix con cara turulata.
– Ah, pero ¿estabais aquí? -dijo.
– ¿Cómo que si estábamos aquí? Llevamos media hora aporreando.
– ¿Qué? Esperad, que me enchufo el bicho este -dijo Félix, encajándose el sonotone con manos torpes-. Perdonad, chicos, pero es que me había quedado dormido en el sofá.
– ¿Qué es este olor?
La casa apestaba a desinfectante.
– ¿Esto? Ah, son los del servicio antiplagas del Ayuntamiento.
– ¿Los qué de qué?
– Sí, han venido dos tipos del Ayuntamiento a fumigar. Hay una plaga de cucaracha negra y están fumigando por todas partes. Primero vinieron a mi casa y luego me preguntaron si el portero tendría llave de aquí. Así es que como yo sí que tengo llave les he abierto.