Hay dos pensamientos que me martirizan de manera especial. En primer lugar, ¿por qué mi hermano no sospechó nada cuando yo no volví? ¿Por qué no abortó él mismo el encuentro con Sabater, puesto que no se había completado mi ronda de seguridad? Sólo se me ocurre una respuesta: que Víctor intuyó la verdad, es decir, que yo había regresado con Amalia; y que quiso cubrirme, dándome una nueva oportunidad, a la espera de que yo regresara a la hora de la reunión. Ya digo que en aquellas últimas semanas estábamos de nuevo muy unidos.
Su generosidad fraternal, esa confianza postrera en mí que le supongo, me hace aún más doloroso imaginar lo que sucedió allí, en aquel piso. Lo peor es tener la certidumbre de que, cuando empezó el asalto policial, sólo faltábamos dos, Germinal y yo. Alguien les había traicionado, alguien les había delatado, y sólo podía ser uno de nosotros, o tal vez los dos. Soy ateo y estoy convencido de que no hay otra vida después de ésta. Quiero decir que Víctor murió para siempre, y murió creyéndome un traidor. No hay forma de arreglar esto, no puedo enmendarlo de ningún modo. Durante muchos años fue un pensamiento insoportable. Todavía tengo pesadillas por las noches.
Y, en efecto, yo era un traidor. Mía era la culpa de la matanza y no del pobre Germinal, que se rompió en el suplicio. Cuando los supervivientes del tiroteo se encontraron con Germinal en la cárcel, llegaron al total convencimiento de que yo había sido un confidente de la policía: a fin de cuentas, seguía desaparecido. Yo no hice nada por sacarles de su error. Quería que me odiaran. Quería que me consideraran menos que una rata. Quería humillarme, castigarme, hacerme a mí mismo tanto daño que pudiera olvidarme de mi dolor.
El infierno existe. Yo he estado allí. El infierno son todos aquellos años que vagué por el mundo queriendo escapar de mis recuerdos. Es la soledad indescriptible, el embrutecimiento, la agonía. No volví a ver a Amalia, por supuesto: no hubiera podido soportar su presencia. Me fui directamente de Barcelona a la frontera y crucé a pie los Pirineos. Llevaba conmigo los papeles de Miguel Peláez, que, por una extraña casualidad, seguían limpios: la pensión había estado a nombre de mi hermano y los compañeros me conocían como Fortuna. Conseguí un pasaporte en París y embarqué hacia Hispanoamérica. Anduve dando tumbos por allí. No lo recuerdo mucho, porque casi todo el tiempo estaba borracho. Al principio estuve trabajando como pistolero y guardaespaldas para los mismos oligarcas y caciques a los que había combatido treinta años antes con Durruti. Luego llegué a estar tan tirado que ni siquiera ellos me quisieron contratar. Incluso los despreciables caciques me despreciaban. A mí, que treinta años antes, siendo un mocoso, me había sentido un príncipe ante ellos. Un príncipe del Glorioso Reino de los Pobres, una avanzadilla de la Revolución pendiente e inevitable.
Y un buen día, cosa extraordinaria, el infierno acabó. Sucedió en México y fue algo bastante raro. Yo había pasado la noche en el albergue de caridad de unas monjitas y por la mañana me había lavado bien en la fuente del patio. Luego me senté fuera, en un banco de piedra, pensando en cómo sacar algo de dinero para comprar alcohol. Debía de llevar como quince horas sin beber. Entonces se me sentó al lado un hombre mayor. En cuanto que abrió la boca reconocí su procedencia: era un gachupín, un español, y había venido a México para visitar a una hija monja. Él también adivinó mi origen en el acento y comenzó a interrogarme: ¿Llevaba mucho tiempo en el país? ¿Acaso estaba aquí por razones políticas? Y se apresuró a explicarme que podía hablarle con toda confianza, que aunque tuviera una hija monja y nunca hubiera militado en ninguna parte siempre se había sentido republicano y liberal.
Lo más asombroso es que la verborrea del hombre no me molestaba. Al contrario. Allí estaba yo, calentito en el banco al sol de la mañana, con el cuerpo limpio y el pelo aún mojado sobre el cráneo, tratado con respeto por ese caballero y completamente sobrio, sin que eso, la sobriedad, me infundiera ganas de chillar, como casi siempre sucedía. Entonces el hombre me preguntó que a qué me dedicaba. Me agarré las manos para que no se me notaran los temblores y contesté: «Soy torero.» «¡Torero!», se admiró el español. «Yo soy un buen aficionado. ¿A lo mejor le he visto alguna vez?» «No sé. Yo era… Yo soy Félix Roble, Fortunita», le dije. Y sí, me había visto, ¡se acordaba de mí! Estuvimos hablando de tardes de toros, de pases memorables, de mis propias faenas. «¿Por qué no vuelve usted a España?», me dijo el tipo, al cabo. «Es inútil que espere a que Franco se marche, porque a mí me parece que tenemos Generalísimo para rato. Además, las cosas están cambiando; y han empezado a regresar muchos exiliados.» Yo le escuchaba hablar mientras me repetía mentalmente: «Soy Félix Roble, soy Fortunita, soy Félix Roble.» Era como si me hubieran enterrado vivo durante un tiempo interminable y ahora estuviese sacando la cabeza. Era salir a la luz desde las tinieblas. Entonces me di cuenta de la fecha en que estábamos: era noviembre de 1959 y habían pasado diez años desde la muerte de mi hermano. Diez años de infierno, pensé, ya eran bastantes.
No he vuelto a beber una gota de alcohol desde entonces. Encontré un trabajo, saqué dinero suficiente para el pasaje de regreso y me vine. No tuve problemas con las autoridades: como no me habían detenido nunca, mi nombre auténtico estaba relativamente limpio; siendo hijo y hermano de quien era, se sospechaba que había podido estar implicado en algún tipo de activismo libertario, pero también constaba mi participación en defensa de los presos de Bilbao, y eso resultó definitivo. Volví a España en 1960. Tenía cuarenta y seis años y todo el pelo blanco, ¿te lo quieres creer? Tan blanco como ahora.
Las cosas no me fueron mal. Mis antiguos amigos del mundo de los toros me consiguieron un trabajo de repartidor de refrescos por los pueblos de la sierra de Madrid. Llevaba unos meses en el empleo cuando la Guardia Civil mató en Gerona, en el transcurso de un tiroteo, a otro Sabater, el más famoso: a Quico Sabater, el último guerrillero cenetista. Con él se acabó el activismo libertario clásico.
Unos días después de haberme enterado de esa noticia me tocó pasar por la localidad de Somosierra con la camioneta de reparto. Estaban en fiestas y me quedé. Por entonces el pueblo no estaba asfaltado y sólo había luz eléctrica en las calles, no en las casas. Habían instalado una tarima en la gran plaza de tierra y una orquestina tocaba pasodobles. Era el mes de agosto, pero por las noches se levantaba la brisa, ese frescor serrano y afilado que encendía dos rosetones en las mejillas de las mozas y que les hacía arrebujarse en sus rebecas de perlé. Las macilentas bombillas se balanceaban en los cables, enredadas con las cadenetas de papel. Los niños correteaban y se perseguían, los mozos y las mozas se miraban con ojos ruborosos, los matrimonios arrastraban los pies al compás de la charanga levantando una nube de polvo alrededor. En realidad, era una fiesta muy pobre, muy oscura y muy triste, y, sin embargo, tal vez te parezca absurdo, pero recuerdo que contemplé la escena y pensé: «Esto es la felicidad.» Y casi se me saltaron las lágrimas. Entonces, fíjate qué tópico, fíjate qué simple, para no llorar saqué a bailar a la primera chica que tenía al lado. Y esa chica era Margarita, y fue mi mujer.
Nos quisimos mucho. Con un cariño apaciguado y cómplice.
Estuvimos juntos treinta años, hasta que ella me traicionó muriéndose antes que yo, pese a ser más joven. Qué caprichosos somos los humanos: he estado aburriéndote con mi labia y empleando muchísimas horas, como un viejo pesado, para contarte parte de mi vida, y ahora resulta que despacho treinta años en un par de frases. Siempre me llamó la atención esa desproporción en el cálculo del tiempo que tenemos todos. Yo leo muchas biografías, o las leía antes, cuando tenía mejor la vista, antes de operarme de cataratas, porque ahora los ojos se me cansan; y a todas las biografías les sucede lo mismo, que se extienden páginas y páginas en los años jóvenes, pero luego pasan a toda velocidad por la edad madura, como si ya no hubiera nada que narrar, como si la vida hubiera perdido su sustancia. O como si el tiempo hubiera adquirido un ritmo infernal, vertiginoso. De hecho, esto último es una verdad literal: cuanto más mayor eres, más se acelera el tiempo. Y no creo que la diferencia de velocidad sea una apreciación ilusoria y subjetiva, sino una realidad física. La percepción del tiempo de una mariposa que vive cuarenta y ocho horas ha de ser forzosamente distinta de la de un cocodrilo que alcanza los ciento veinte años. De niños, el reloj interno de los humanos está más afinado, va más lento; de mayor, todas tus viejas células se precipitan hacia el fin. Imagínate: si te he contado mis treinta años con Margarita en un par de frases, el momento actual de mi vida ya no merece una palabra, ni siquiera una letra: cabe todo él en un suspiro, que se convertirá muy pronto en estertor.
Te voy a decir algo que te va a sorprender: esta es la primera vez que le he contado a alguien toda mi vida. La primera vez que no me oculto y que no finjo. Margarita nunca supo de mi existencia anterior; de mis actividades libertarias, de la clandestinidad y de los atracos. Cuando nos conocimos inventé para ella un pasado discreto: había sido torero, sí, y luego, aunque sin militar concretamente en ningún lado, partidario de la República, razón por la que me había exiliado tras la guerra. Esa era también mi biografía oficial para los archivos policiales, y no quise poner en riesgo a Margarita. Estábamos en pleno franquismo y las dictaduras son así: llenan la vida de secretos. Mi caso no era el único; millares de familias borraron tan diligentemente su pasado que, a la llegada de la democracia, hubo muchos hijos adultos que descubrieron, estupefactos, que su padre había pasado cuatro años en la cárcel tras la guerra, por ejemplo, o que el abuelo había muerto fusilado y no en la cama. Con la democracia, sin embargo, yo seguí callando. Porque quería olvidar. Así es que prolongué mi mentira. Y, sin embargo, Margarita fue sin duda la persona que mejor me conoció en toda mi vida. A pesar de mi fingimiento y de mi impostura, ella sabía de mí. La identidad es una cosa extraña, casi tan extraña como el deseo y como la memoria y como el amor. ¿Sabes lo que más recuerdo de Margarita, lo que más me enternece de ella? Pues los momentos en que se enfadaba conmigo. Era una mujer ordenada y metódica, y le sacaban de quicio mis ingeniosidades, como ella decía, cuando yo cambiaba los planes en el último momento o se me ocurría alguna extravagancia. Entonces ella torcía la cabeza como una ardilla, me miraba de soslayo apretando los labios, furibunda, y soltaba dos o tres sonoros resoplidos. Después de eso yo ya sabía que se iba a pasar un par de horas sin hablarme. Hoy daría todos los días que me quedan, aunque ya sean un tesoro escaso, porque Margarita pudiera estar de nuevo aquí, mirándome de soslayo, indignándose conmigo y resoplando.