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Una tarde salía de casa de Mani t as de Plata para ir a recogerla al teatro al final de la función cuando me encontré con mi hermano. Me había localizado no sé cómo y me estaba esperando frente al portal. Tenía una cara terrible, una expresión desencajada y dura. «Me parece que tenemos que hablar», dijo, cogiéndome por el brazo con tal fuerza que me hizo daño. Yo me dejé hacer. Para entonces ya no estaba en mí, apenas si existía. Víctor me explicó luego que había ido decidido a matarme. Entonces yo no lo sabía, pero mi descuido en pagar el alquiler del piso franco había hecho que el dueño entrara en la casa y descubriera los panfletos y las armas. Yo había desaparecido sin dejar huella, y esto, unido a mi comportamiento cuando el asunto Moreno, les hizo sospechar que les había traicionado. Por eso vino Víctor a buscarme; pero cuando me agarró ante el portal de Amalia, y sintió en su mano el calor de mi fiebre, y vio mi delgadez y mi aspecto enajenado y macilento, comprendió que me sucedía algo terrible. Y se convirtió otra vez, la última, en el hermano mayor, en el protector abnegado y generoso. Me llevó con él, sin siquiera dejarme recoger mis cosas en el piso; nos instalamos en una pensión, y allí me cuidó y escuchó con paciencia exquisita. Pobre Víctor: hacía muchos años que no nos sentíamos tan cerca. Desde la infancia, desde la muerte de nuestra madre, desde México.

En dos o tres semanas me había recuperado de mi dolencia física, que tal vez fuera una bronquitis provocada por el deseo mismo de morirme que a la sazón sentía. Pero la dolencia moral seguía intacta. Disimulaba ante mi hermano, le decía que ya había olvidado a Manitas de Plata, pero no era cierto. Llevaba dentro de mí su ausencia como una llaga. Me volví a meter en las actividades clandestinas, me comprometí más que nadie en la reestructuración de los Solidarios, en parte para hacerme perdonar por los compañeros y en parte para intentar aturdirme con la lucha y borrar el recuerdo obsesivo de esa mujer. Pero el deseo seguía, cada vez más agudo, más perentorio.

Mientras tanto, la situación política iba empeorando por momentos. En las últimas semanas habían estallado en Barcelona diversos ingenios explosivos, unos artefactos chapuceros que parecían el trabajo de un aficionado. Los cenetistas, inquietos ante una escalada terrorista con la que ellos no tenían que ver y que sin embargo parecía incriminarlos, enviaron frenéticos mensajes a Francia pidiendo aclaraciones: tenían noticias de que andaba un comando por Barcelona intentando reconstruir a los Solidarios y querían saber si éramos los responsables de las bombas. Los dirigentes en Francia conectaron con nosotros y nos transmitieron la preocupación de nuestros compañeros. Pero nosotros tampoco habíamos puesto los explosivos, de modo que parecía bastante probable que se tratara de una añagaza de la policía española para comprometer a los anarquistas. Decidimos romper nuestro aislamiento y tener una reunión con José Sabater, el célebre líder cenetista, para elaborar una estrategia común. Al fin acordamos encontrarnos en un piso franco del sindicato. Era el mes de noviembre de 1949. Me desgarra el corazón hablar de esto.

La cita era a las siete de la tarde, y por la mañana Víctor me encargó que hiciera la ronda habitual. Hay un mecanismo básico de seguridad en la vida clandestina consistente en comprobar de manera periódica que todos los integrantes del grupo están bien, que no ha caído nadie. Tengo entendido que los antifranquistas de los años posteriores llevaban a cabo esos controles por medio de llamadas de teléfono a horas específicas y con un número de timbrazos previamente convenido. Pero en 1949 había muy pocos teléfonos, de manera que las rondas de seguridad se hacían personalmente. Se establecían una serie de citas y había que ir y confirmar que todo marchaba bien y que la organización se mantenía intacta e impermeable, sobre todo en los momentos previos a un encuentro tan importante como aquel.

A mí me tocó conectar con tres compañeros; con los dos primeros no hubo ningún problema: nos encontramos en las esquinas y a las horas acordadas. Iba ya camino de la tercera cita cuando me hundí. Tuve mala suerte, eso desde luego: necesitaba coger un autobús cuya parada salía justamente de la plaza de Cataluña. Pero podía haber dado un rodeo, podría haberme ido andando hasta la parada siguiente para evitar la plaza, como venía haciendo en las últimas semanas. Sin embargo, no lo hice. Me justifiqué diciendo que tenía prisa. Que ya había pasado mucho tiempo. Que no podía seguir huyendo de mí mismo. Uno siempre puede encontrar centenares de justificaciones para adornar sus errores y sus debilidades. Creo que, al principio, sólo quería ver una vez más la preciosa cara de M ani tas de Plata en el cartel anunciador de la fachada del teatro, su rostro malamente dibujado a una escala gigantesca, con tres metros desde la frente a la barbilla; y leer su nombre en las grandes letras. Cuando arrecia la desesperación del amor, cuando uno no puede más de angustia y añoranza, ver o repetir el nombre de la amada calma un poco, lo mismo que le sucede al alcohólico, que cuando necesita urgentemente una nueva copa y no dispone de ella, manosea con avidez la botella vacía para intentar buscar alivio a su ansiedad.

De modo que entré en la plaza de Cataluña con las piernas temblando y entonces sucedió lo peor que podía haberme pasado: ya no estaba allí el rostro de Amalia. Los cartelones del teatro eran nuevos y ahora anunciaban una comedia. Me acerqué a la taquilla a preguntar: el espectáculo de variedades del que Mani t as de Plata era la principal estrella había terminado su contrato. Sí, Amalia Gayo se había ido. No, no tenían ni idea de dónde estaba.

Sentí que el mundo se borraba. Estoy hablando de algo físico, de una percepción directa de la nada. Dejé de escuchar los ruidos de la calle y me sentí flotando dentro de una masa gris de volúmenes amorfos. Amalia se había ido. Había desaparecido. Nunca más la encontraría. La había perdido para siempre.

Para un drogadicto, y el amor de este tipo es una droga, las palabras para siempre no tienen un significado temporal, es decir, no se extienden delante de ti de modo horizontal como una sucesión de días y meses y años, sino que tienen un efecto inmediato y vertical, como si bajo tus pies se abriera un abismo. Y haces lo que sea por llenar ese hueco. Por paliar el dolor insoportable de la caída. Yo me fui a casa de Amalia. No sé cómo lo hice, no me puedo recordar cubriendo el trayecto que separaba el teatro de su casa. Sólo me veo delante de la puerta pintada de marrón y apretando el timbre furiosamente, convencido de que todo era inútil, de que se había ido. Pero entonces se abrió la hoja. Era ella. Con el pelo despeinado, la cara pálida, los ojos engastados en ojeras violeta. Estaba descalza y llevaba un batín de seda china. Recuerdo que nos quedamos mirando el uno al otro, sin decirnos nada durante un largo rato; y luego ella se desató el quimono. Soy de otra generación y no me gusta hablar de estas cosas tan íntimas; pero te puedo decir que en sus brazos volví a renegar de mi propio nombre. No fui a comprobar la tercera cita, y tampoco fui esa tarde a la reunión con los dirigentes cenetistas. A decir verdad, no es que se me olvidara: se trató más bien de un sacrificio, de una ofrenda interior que le hice a Amalia, la ofrenda de mi vida, de mi dignidad, de mi cordura. Este tipo de amor exige víctimas.

A la mañana siguiente, bajo la despiadada luz del día, con el cuerpo ahito y el deseo cumplido, el peso de la culpa comenzó a asfixiarme. Sabía que Víctor estaría preocupado, que creerían que me había detenido la policía, que mi ausencia probablemente les había obligado a hacer una desbandada preventiva. Me avergonzaba de tal modo mi comportamiento que comprendí que tenía que tomar una resolución definitiva. Con doloroso esfuerzo, decidí volver a la pensión y afrontar las iras de mi hermano. Le conté una excusa a Amalia, que seguía creyendo que yo era Miguel Peláez e ignoraba toda mi parte clandestina, y salí hacia la pensión. Pensaba explicarme con Víctor y luego dejaría la lucha para siempre y regresaría con M anita s de Plata. Para amarla y para odiarla, para vivir y para morir. No sabía lo que me podía deparar mi futuro con Amalia, pero sí sabía que era incapaz de estar sin ella.

Siempre recordaré, para mi desgracia, aquella mañana, aquella escena. Cuando entré en el portal del edificio en cuyo cuarto piso estaba nuestra pensión, la sobrina del portero se encontraba fregando las escaleras. Nada más verme se levantó del suelo, riendo y secándose sus rojas y agrietadas manos en el mandil. «¡Vaya, primo Raimundo, te esperábamos el próximo domingo!», dijo, o algo así, mientras echaba los brazos a mi cuello y me besaba en ambas mejillas. «¡Qué buen aspecto tienes! ¿Y la tía Domitila?», prosiguió. «Bien», contesté, poniéndome alerta. «El tío está en la bodega. Si quieres, te llevo con él», dijo la muchacha, y me agarró del brazo y me arrastró fuera del portal. Era una chica robusta y fea, como de unos veinticinco años; cruzamos la calle y anduvimos unos metros charlando animadamente de cosas absurdas hasta doblar la esquina. Ahí la muchacha se detuvo. «No sé quiénes sois y no quiero saberlo, -dijo entonces, repentinamente seria-, pero la policía te está esperando arriba.» «¿La policía?», me inquieté. «¿Y mi hermano?» «Ah, pero ¿no te has enterado?», dijo la chica; y se sacó un recorte de periódico del pecho y me lo metió en la mano. «No vuelvas por aquí. Y si te cogen, yo no te he visto», dijo antes de salir corriendo. «¿Por qué haces esto?», le pregunté. La muchacha se encogió de hombros: «Mi padre era del Partido. Y lo mataron.» Así es que ya ves las vueltas que da el mundo; yo, anarquista e hijo de anarquistas, le debo la vida a un comunista.

En fin, supongo que puedes imaginar lo que decía ese recorte. Que había habido un tiroteo entre miembros de la policía y veinte delincuentes, como siempre nos llamaba el Régimen. Que habían muerto un policía y seis de los bandoleros. Uno de ellos era José Sabater, el líder cenetista; otro era mi hermano.

Con el tiempo me enteré de lo que había pasado. Un compañero había sido detenido y confesó en la tortura el lugar de la reunión. Ese infortunado era Germinal, el chico que me acompañó a cenar con Durruti antes de la guerra; y era la persona a quien yo hubiera tenido que ver en mi tercera cita de seguridad, aquella que no hice. Si hubiera ido a su encuentro, me habría dado cuenta de su ausencia y habría alertado a los demás. Pero no lo hice; y ellos acudieron a la reunión, a la emboscada, inocentemente.

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