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Todo aquello se había terminado, ese mundo se había ido para siempre, y ni siquiera las Ramblas eran las mismas: ahora formaban parte de una ciudad humillada y vencida. Pero la primavera sí era igual; y el calor, y el cielo deslumbrante. De modo que la culpa de todo la tuvo la temperatura. Si no hubiera hecho un día tan hermoso, yo me habría comportado con más cautela, con más disciplina. Pero la primavera me había trastornado.

Dio la casualidad de que mis pasos me llevaron hasta la plaza de Cataluña justo cuando allí se desarrollaba una pequeña escena: una mujer era violentamente zarandeada por un hombre. La situación no era en sí nada extraordinaria: en las callejas cercanas a las Ramblas los chulos pegaban a sus prostitutas abiertamente, y en los ambientes obreros más de una mujer aparecía con el ojo morado por las mañanas. Nunca las mujeres anarquistas, desde luego. O casi nunca. En los círculos libertarios la mujer siempre ocupó un lugar preeminente.

Pero aunque la situación no fuera extraordinaria, los personajes implicados sí lo eran. Sobre todo, ella. Ella era una dama, no sé cómo explicarte. Vestía un traje sastre color cereza, de falda estrecha y chaqueta muy ajustada. Y un sombrerito redondo del mismo tono con un velo negro sobre la cara. Entonces nadie vestía así, con esa elegancia, con esa sofisticación, con ese refinamiento. Nadie llevaba sombreritos con velo a media tarde. Parecía una actriz de Hollywood. Decir esto es una banalidad, pero es lo que se me pasó de verdad por la cabeza. En la España de los cuarenta, miserable y sombría, aquella mujer parecia proceder de un planeta remoto. Y eso era la estética de las películas de Hollywood para nosotros, un producto de Marte. En fin, era una mujer impresionante. En el tipo, en el porte, en la boca roja y carnosa que asomaba por debajo del velo; en el relampagueo furioso de sus ojos tras la suave penumbra de la redecilla.

En cuanto a él, me sorprendió comprobar que reconocía su cara. Era un actor joven y medianamente famoso por entonces. Estaba fuera de sí, desencajado. Había cogido por los hombros a la mujer y la sacudía frenéticamente mientras gritaba con voz ronca: «No me puedes hacer esto, no me puedes hacer esto.» Ella intentaba resistir los empellones agarrada a las muñecas del hombre, pero sus fuerzas empezaban a quebrarse: la cabeza se le movía como un badajo loco, los pies perdían apoyo. Entonces intervine yo. No sé por qué. Nunca debí hacerlo. Iba en contra de todas las normas. Un militante clandestino que está en una misión no puede jugar a ser caballero andante. Pero supongo que olía demasiado a verano como para ser prudente.

Me acerqué y puse la mano en el hombro del actor: «Hombre, qué haces, cálmate», le dije, o algo parecido. Tampoco quería pegarme con él, si no era necesario. Pero el tipo ni se enteró de mi presencia, tan trastornado estaba. Así es que tuve que pegar un tirón y arrancarle literalmente de la mujer. Se me quedó mirando atónito y boqueante, como un perro rabioso al que separas de otro. «Tranquilo, no hay que ponerse así, ya está bien; seguro que puedes arreglar las cosas de otro modo.» Pero él seguía obnubilado. Extendió un dedo hacia mí y dijo: «Tú… tú eres su amante… Ya lo sabía… Lo sabía… Voy a matarte.» Estaba como loco. Así es que al final tuvimos que pegarnos. Fue fácil; él se lanzó sobre mí como un toro ciego, sin saber qué golpeaba. No debía de tener costumbre de pelear. Yo sí, yo estaba entrenado para ello, y eso lo cambia todo. Yo sabía que las peleas se ganan en el primer golpe, y que todo consiste en ser tú quien da ese golpe y en hacer el mayor daño posible, porque a lo peor no tienes una segunda oportunidad. Y hay que atacar sin saña y con la cabeza fría, pero al mismo tiempo sin clemencia. Eso es lo que hice, y el actor quedó tendido en la acera con el segundo puñetazo. Me dejé los nudillos destrozados.

La mujer se agachó a inspeccionar al vencido. Con el zarandeo se le había caído el sombrerito. Estaba muy calmada y muy hermosa. «Damián, por favor, ¿puedes venir?», dijo después, llamando a alguien a mi espalda. Miré hacia atrás: estábamos rodeados de espectadores. No se habían detenido a ver cómo sacudían a una mujer, pero la pelea entre nosotros dos había conseguido formar un atento corro. Damián se acercó: era un hombre mayor al que luego llegué a conocer bastante, el portero del teatro Barcelona, que estaba en la misma plaza de Cataluña. «Por favor, Damián, llévatelo a casa. Y ocúpate de que esté bien», le dijo la mujer, metiéndole un billete en el bolsillo. Y Damián se ocupó, con la ayuda de un par de tramoyistas.

«Gracias», me dijo entonces ella, dándome la mano y apretándola como si fuera un pelotari: mis doloridos nudillos gimieron. «Me llamo Amalia Gayo. A lo mejor me conoces. Soy artista. Trabajo en el teatro», continuó, señalando con un movimiento de barbilla al Barcelona. En aquellos tiempos las mujeres llevaban las cejas depiladas y pintadas muy finas, pero Amalia llevaba sus cejas naturales, muy negras, medianamente anchas y maravillosamente dibujadas sobre la amplia frente, como gruesos trazos de tinta china; y ya sólo por eso llamaba la atención, sólo por eso parecía extraña y un poco salvaje. Tenía el pelo suelto y ondulado sobre los hombros y sus ojos grises destacaban contra la piel morena.

«Me tengo que ir», añadió la mujer. «Está bien», contesté. Ella se echó a reír; luego me diría que le intrigó mi displicencia, que estaba acostumbrada a que los hombres se pegaran a ella como moscas. «Es un buen chico, pero ya ve usted que está un poco loco», explicó, refiriéndose al actor. «Son cosas que pasan», contesté. «Muchas gracias de nuevo», dijo ella, dándome otra vez la mano; y la retuvo un poco, añadiendo con coquetería: «Se lo digo de corazón; y le advierto que no suelo dar las gracias a los hombres muy a menudo.» «Ha debido de tener usted una suerte muy mala con los hombres», respondí. Volvió a reír: «Al contrario: buenísima», dijo, y se alejó de mí con taconeo garboso. Me la quedé mirando. A los pocos metros se volvió: «¿Quiere usted verme?», preguntó desde lejos. «La invitaría a un café con mucho gusto», contesté. «¡Me refiero al teatro!», rió ella maliciosamente, satisfecha de haberme atrapado. «Que si quiere venir a ver la función. Empieza en media hora.» Y sí, quise. Algo tan simple como eso, decir un sí en vez de un no, desencadenó la catástrofe y cambió mi vida para siempre.

Tal vez te suene el nombre de Amalia Gayo. Fue también conocida como Mani t as de Plata. Llegó a ser muy famosa durante un par de temporadas: era la más directa competidora de Concha Piquer. Amalia cantaba tan bien como la Piquer, y además bailaba maravillosamente. Pero lo que mejor hacía era tocar la guitarra española; en esto era muy original, porque por entonces no había mujeres guitarristas. Por eso la llamaban Mani t as de Plata. Ella decía que era hija de un francés y de una gitana española, y que Gayo era el apellido de su primer marido. Tal vez fuera cierto o tal vez no: era una mujer enigmática, secreta. Nunca he conocido a nadie como ella; todo cuanto hacía, todo cuanto era, tenía una intensidad extraordinaria. Cuando reía, cuando actuaba, cuando se enfadaba, cuando amaba, lo hacía con tanta determinación y tanta fuerza que parecía estar inventando la risa, el arte, la furia, el amor. Hubo noches gloriosas en las que sentí que ella me quería como nadie jamás me había querido antes: era el paraíso, la abundancia. Pero al día siguiente se te escapaba de las manos, volvía a convertirse en una criatura inasible y misteriosa. Era como una llama, abrasadora e imposible de apresar. Volvía locos a los hombres. A mí me volvió loco.

A partir de aquel domingo de mayo empezaron unos meses de éxtasis y de martirio. Empezó la desgracia. No hay hombre en la tierra que no conozca o no intuya el daño de la mujer, el dolor que la otra puede infligirte, cómo a través del amor llega la peste. Y no me estoy refiriendo sólo al desamor, a que ella no te ame bien, o te deje, o te engañe con otro. Estos son dolores simples de corazón, aunque sean lacerantes como un cuchillo al rojo. No, a lo que me refiero, el verdadero peligro de la mujer en su sustancia, es todo lo indecible que engloba al otro sexo, es el espejo oscuro, esa perversión que nos refleja. La mujer, una mujer, puede sacar a la luz toda la locura y la destrucción que tenías dentro ti, adormecidas. Porque todos llevamos dentro nuestro propio infierno, una posibilidad de perdición que es sólo nuestra, un dibujo personal de la catástrofe. Pues bien, Amalia desencadenó para mí las tempestades.

Nunca había sentido algo semejante por una mujer. Mi historia con Dorita, la novia que la guerra me hizo perder, y a quien yo creía haber amado profundamente, me parecía ahora una relación superficial, casi infantil, poco más que un cariño rudimentario y fraternal. No lo digo por alardear, pero siempre me fue bien con las mujeres e intimé con bastantes. Pero todas ellas tuvieron que competir en desventaja contra mis prioridades: el anarquismo y mi pasión por los toros. Amalia, en cambio, se adueñó de mí por completo. Ella era como un sol, derretía y fulminaba el entorno con su presencia. Y así, todo desapareció, incluso mi propia identidad. Aunque, ahora que lo pienso, tal vez Amalia pudo brillar tanto para mí en aquel momento precisamente porque toda mi vida anterior había empezado ya a desmoronarse. Porque los toros se habían acabado, los fascistas nos habían vencido, el anarquismo se desintegraba. Con ella, con Amalia, cuando todo iba bien, cuando nos amábamos como desesperados, me sentía tan vivo y tan invulnerable que todas las pérdidas anteriores desaparecían como por ensalmo de mi memoria. Este tipo de amor es como una droga. Te ofrece el paraíso, pero te mata.

Al principio el placer fue mayor que el dolor. Poco después el dolor empezó a superar al placer; y al final, eso fue lo peor, el dolor se convirtió en placer, o al menos uno y otro comenzaron a ser indistinguibles. Amalia seguía viendo al actor que la había zarandeado y yo enfermaba de celos asesinos. Empecé a perseguirla, me escondía en portales malolientes para espiarla, le monté grandes broncas, chillé, lloré, me humillé, la zarandeé yo también, le pedí perdón, soñé con matarla. ¿Lo estoy contando demasiado deprisa? Créeme que no sé hacerlo de otro modo: el recuerdo de aquellos meses es un borrón confuso en mi memoria, como el recuerdo de una pesadilla. Dejé mi trabajo en el puerto, descuidé por completo mi labor clandestina, no pagué la pensión y un día me pusieron la maleta en la calle. Pero ella me llevó a su piso y me dio dinero para poder vivir. Siempre fue generosa en eso. Era un verdugo tierno y cuidadoso.

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