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Lo primero que hicimos fue acercarnos a un veterinario de urgencia, y lo segundo, llamar al inspector García, que acudió a vernos enseguida. Era feo y estúpido, pero servicial. Yo estaba tan aterrorizada que me dieron ganas de besarle cuando llegó.

– Lo peor es que para llevarse a la perra han tenido que entrar en casa. Y no parece que la puerta esté forzada -dije, tras explicarle nuestro desagradable encuentro de esa noche.

García revisó con plúmbea laboriosidad todas las ventanas y cerraduras de la casa.

– Todo en orden. Nada forzado. Trabajo de profesionales. Pero no se preocupe. No volverán. Por ahora. Era un aviso. ¿Qué hacía usted en el paseo de la Cuesta del Río?

Porque yo no le había contado toda la verdad. No había hablado de Van Hoog, ni de Manuel Blanco, ni de Li-Chao. Ahora estuve tentada de decírselo todo. Abrir mi corazón al inspector y abandonar la búsqueda. Acabar con las preguntas, como dijo el abominable pelirrojo, y con el miedo. Pero no, no podía porque también me daba miedo Li-Chao. Estaba segura de que al chino no le haría ninguna gracia que habláramos de él con la policía. Habíamos ido ya demasiado lejos. Lo clandestino debía de seguir siendo clandestino.

–  Habíamos ido a… A un taller mecánico de la zona para… Nos habían dicho que vendían una moto de segunda mano en buen estado y Adrián quería comprarla.

– ¿Qué taller?

– No… No lo encontramos. Nos perdimos. Taller Sánchez, era. Pero no lo encontramos. Por eso dimos un montón de vueltas por ahí. Y luego se nos hizo de noche y no había manera de pillar un taxi.

La cara de García se crispó en un gesto de melancólico disgusto.

– Soy un profesional. Usted miente. Yo callo. Usted cree que me ha engañado. Yo callo. Usted cree que soy idiota. Y yo callo. Pero si sigue usted husmeando por ahí, le pasará algo muy feo. Quédese quieta. No juegue a detectives. Deje que los profesionales trabajemos.

García tenía razón. Sí, por primera vez pensé que García tenía razón. Todo había sido una locura, una estupidez. Me había dejado llevar por las fantasías de Félix, por sus viejerías, porque los viejos, ya se sabe, cometen viejerías del mismo modo que los niños cometen niñerías. Y ahora Félix estaba en el hospital, grave, muy grave; y yo tenía miedo y estaba decidida a no volver a plantear ni una sola pregunta. Sí, se acabó el jugar a los detectives, como decía el inspector. Si la policía no podía devolverme a Ramón, era una insensatez creer que yo lograría mejores resultados.

Esa madrugada, después de que se fuera el inspector; de habernos tomado todos, Perra-Foca incluida, una ronda de tranquilizantes; de haber hecho el amor desesperadamente e intentado comer sin hambre alguna, me marché al hospital para ver a Félix. De noche, los hospitales tienen una atmósfera reverberante y umbría, el eco submarino de los grandes espacios sigilosos. Recorrí los pasillos medio apagados y entré de puntillas en el cuarto. Félix dormitaba, aparentemente tranquilo, en la suave penumbra de la lámpara nocturna. Un viejo en una cama de hospital, de madrugada. Como en aquella Nochebuena con aquel anciano desconocido. Pero esta vez el viejo era mío y yo era yo.

Me senté a su lado. Hay momentos en la vida en que todo es muerte. En los que la cotidianidad se hace pedazos y el horror se convierte en un destino inevitable. Sádicos pelirrojos que sacan ojos, niñas violadas y estranguladas, muchachitos que torturan y asesinan a bebés, mendigos quemados vivos por neonazis. Hay momentos en los que la atrocidad te anega de tal modo que te asombra haber llegado relativamente indemne hasta ese día. Es tan impensable el horror cuando se piensa. No cabe en la cabeza y te vuelve loco.

– Lucía…

Me sobresalté. Hice un esfuerzo por regresar al mundo. Estaba lejos, muy lejos, en el abismo.

– Lucía, ¿qué te pasa?

Era Félix. Se había despertado y me miraba. Tenía un rostro hermoso, pulcro, inteligente.

– Nada. Bueno, sí. Estaba un poco angustiada. Pero no es nada. Ya se me está pasando. ¿Qué tal estás?

– ¿Cómo dices? -se esforzó, enroscando una mano sobre la oreja.

– Que qué tal estás -repetí, modulando con cuidado las palabras.

– Bien. Creo que no tengo fiebre. Le toqué la frente. Parecía fresca.

– Estás temblando -dijo Félix.

– No me siento muy bien -respondí, intentando no llorar. Félix me palmeó el dorso de la mano.

– Lucía, cariño, yo no tengo ganas de dormir. ¿Quieres que te cuente una de mis historias?

Desde la ejecución del traidor Moreno todo empezó a desmoronarse -dijo Félix Roble- Yo bebía demasiado, y no era el único. Los anarquistas originales, la gente con la que me crié, eran de una sobriedad rayana en lo maniático: incluso el café les parecía una droga peligrosa. Pero ahora algunos bebíamos, y otros empezaban a mostrar demasiado apego a sus armas y al dinero conseguido con ellas. Las discusiones eran constantes: cada uno de nosotros tenía un criterio diferente sobre la estrategia a seguir. Empecé a alejarme del grupo y de mi hermano. No es que lo hiciera de manera voluntaria y consciente, es que no disponía de sujeciones suficientes, estaba a la deriva. Me sentía como hueco. Un papel arrugado que la brisa arrastra.

Fue entonces, en ese tiempo hosco y aturdido, cuando conocí a Mani t as de Plata. Siempre recordaré la fecha: era el 7 de mayo de 1949. Tras lo de Moreno, la organización de Barcelona había quedado gravemente dañada. Entonces a Víctor se le ocurrió volver a poner en marcha a los Solidarios. La idea consistía en crear una guerrilla urbana totalmente independiente del sindicato clandestino. El grupo de activistas estaría compuesto por personas venidas del exterior, gentes limpias para los archivos policiales de las que los cenetistas locales no sabrían nada.

«Así, si vuelve a caer la dirección del sindicato, que tal como están las cosas es muy posible, no podrán delatar a los Solidarios», dijo Víctor.

«Muy bien, montamos otra vez un grupo de pistoleros en España. ¿Y qué? ¿Qué crees que vamos a conseguir con esto?», le discutí. Últimamente le discutía todo.

«¿Que qué vamos a conseguir? Parece mentira que seas hijo de tu padre. Pelear, cojones, eso es lo que vamos a conseguir. Pelear contra los oligarcas y los fascistas. Como siempre, hermano. Como siempre.»

Víctor tenía razón y al mismo tiempo se equivocaba. La lucha no nos llevaba a ningún lado, pero, por otra parte, luchar era lo único que nos quedaba. De manera que acabé plegándome a su voluntad, como casi siempre.

Yo fui el primero en irme a España, de cabeza de puente, para organizar la infraestructura. A decir verdad, agradecí la misión: me obligaba a disciplinarme de nuevo y me sacaba de la abulia. Además, siempre podía morir en el empeño. Y no es que por entonces quisiera de verdad morirme, todavía no, eso vendría después; pero en aquella época la vida ya había perdido para mí su brillo y su razón, eso sí era cierto; y ponerte en peligro tenía por lo menos el atractivo de otorgarle cierto sentido a tu existencia: el de sobrevivir hasta el día siguiente.

Así es que llegué a Barcelona a finales de abril de 1949 tras cruzar clandestinamente la frontera. Llevaba conmigo unos papeles falsos magníficos que en realidad eran legales. Pertenecían al novio de una cenetista, un chico que se había matado al caer de un tejado; era huérfano y carecía de familia, y los compañeros habían tenido presencia de ánimo suficiente como para enterrar el cadáver en secreto, de manera que sus papeles se quedaron limpios. Yo era ahora ese muchacho: me llamaba Miguel Peláez, era albañil y tenía treinta años. En realidad, había cumplido treinta y cinco y no sabía manejar la llana, así es que me instalé en una pensión de las Ramblas y encontré un trabajo en el puerto, de estibador. Tenía que dar el 30 por 100 de mi paga al capataz que me contrató, y aun así estaba de suerte. Según mis papeles, es decir, según los papeles de Miguel, yo estaba clasificado como indiferente. Después de la guerra civil, todos los españoles fuimos clasificados por nuestra ideología en afectos al Régimen, desafectos e indiferentes. Los desafectos, como puedes imaginar, tenían una vida negra: o estaban en la cárcel o depurados, sus bienes habían sido generalmente confiscados y no podían encontrar trabajo. Los indiferentes lo tenían mejor; pero en la práctica no podían ser maestros ni profesores, ni trabajar como funcionarios, ni recibir ayudas estatales; y tampoco les era sencillo encontrar un buen empleo. Así es que yo me sentí bastante satisfecho de poder romperme el lomo trabajando como estibador, aunque tuviera que entregar una parte de mi sueldo al mafioso de turno.

Aquel mes de mayo la primavera estalló de un día para otro. Yo vivía en una pensión de las Ramblas registrado como Miguel Peláez y además había alquilado una casa pobrísima en el cinturón fabril, con nombre falso, para que nos sirviera de centro de operaciones. Ahora me doy cuenta de que he dicho que esa casa la alquilé con nombre falso, como si el de Miguel hubiera sido auténtico. He vivido durante tantos años una vida doble y clandestina que a veces me cuesta descubrir cuál es mi verdadera identidad. En aquel entonces yo era Félix Roble en la memoria privada de mi infancia, Fortuna para los compañeros de clandestinidad, Arturo Pérez para el carnicero que me realquiló la casita del extrarradio y Miguel Peláez para todo el mundo con quien me trataba en mi vida cotidiana en Barcelona. Sobre todo fui Miguel Peláez para Manitas de Plata; y por eso aún hoy me parece que esa era mi identidad auténtica. Porque con ese nombre fui amado.

Pero te decía que aquella primavera el calor llegó de un día para otro. Era un domingo por la tarde y no tenía nada que hacer. Salí de la pensión y bajé por las Ramblas. El cielo estaba de un color azul sólido, como si fuera esmalte, y el aire olía a flores, a verano y a polvo, ese polvo festivo que levantan los pies de las familias al pasear por las avenidas en domingo. Los primeros días de calor de primavera son extraordinarios: se te meten debajo de la piel, te hacen bullir la sangre lo mismo que bulle la savia en un arbusto. Te hacen sentirte renovado y joven, incluso ahora me sucede, que ya estoy casi muerto; incluso ahora, los primeros calores me hacen sentir como si pudieran brotarme hojas de los dedos. Así es que bajé por la calle un poco aturdido ante tanta vida, recordando otros tiempos, mi juventud primera, cuando me llamaban Fortunita y paseaba por las Ramblas junto a mis compadres, la gente de bronce, antes o después de una corrida, mirando a las chicas y sintiendo las piernas ágiles y fuertes; y la espalda, recta y sin pesadumbres; y todo mi cuerpo, el cuerpo de la juventud, hambriento de placeres, ese cuerpo que contoneaba ligeramente Ramblas abajo con paso achulapado de torero para impresionar a las muchachas.

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