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– Son ustedes amigos de mi amigo y yo soy buen amigo de mis amigos, así es que de todas maneras les diré algo. Dos pequeñas cosas. Dos menudencias. Primero, que Orgullo Obrero es uno de los nombres del desorden. Y segundo: tenga usted cuidado de con quién habla. Porque una de las personas de su entorno está implicada.

– ¿Quién?

Li-Chao sonrió e ignoró mi pregunta.

– Les ofrecería más té, pero está frío. Servir el té frío es una descortesía imperdonable. Pero, claro, el tiempo transcurre sin que nos demos cuenta. Espero que sepan disculpar este descuido de su humilde servidor.

– Somos nosotros quienes le pedimos disculpas -dije inmediatamente, entendiendo el mensaje-. Creo que le hemos entretenido demasiado. Gracias por recibirnos.

Mientras hablaba, no pude evitar que mis ojos se desviaran de nuevo hacia la mano herida, hacia ese horrible amasijo de tendones al aire y carne atormentada. Li-Chao atrapó mi mirada y yo advertí que me había visto. Enrojecí.

– Observo que le llama la atención el estado de mi mano. Esto también es una consecuencia del desorden.

Levantó el muñón en el aire: los dedos, o lo que quedaba de los dedos, parecían estar fundidos entre sí.

– Sin embargo, el dolor puede formar parte del equilibrio universal. Lo mismo que la violencia. Y la venganza.

Y, diciendo esto, abrió dificultosamente su garra descarnada: allí, en lo que una vez había sido la palma de la mano, había un pequeño pomo de vidrio transparente relleno de un líquido que parecía agua; y flotando dentro, como un pez diminuto en su pecera ínfima, había un ojo humano. Blando, redondo, absorto. Salí de El Cielo Feliz aguantando las náuseas a duras penas. Crucé como una exhalación el todavía vacío restaurante, abrí la puerta de un empellón y me precipité a la calle, aspirando con ansiedad el aire frío. Apoyada en el muro de una fábrica, fui recuperando el resuello poco a poco. Adrián, a mi lado, estaba verborreico. Los nervios le producían a veces ese efecto.

– Joder, qué tío, qué cosa tan siniestra; cuando me dijo lo de Confucio creí por un momento que me iba a cortar el gaznate allí mismo, y eso que no nos había enseñado todavía el ojo, qué asco, y la mano, qué horror, y esa luz rosada, que era una pesadilla, y…

– ¿Cómo vamos a salir ahora de aquí? -le corté.

Porque estaba empezando a percatarme de la situación a medida que el juicio volvía a mi cabeza. Adrián miró alrededor: una calle extrema de un barrio extremo, desolada, desierta, amedrentante. Ni una persona a la vista, ni un maldito coche. Por no haber, no había ni una sola ventana encendida. En toda la calle no se apreciaban más luces que las mortecinas farolas del alumbrado público y el centelleo barato del restaurante chino.

– Podríamos regresar a El Cielo Feliz y llamar un taxi por teléfono -sugirió Adrián.

– ¿Volver a entrar ahí? Ni pensarlo.

– Pues entonces habrá que caminar.

De manera que echamos a andar hacia uno de los extremos de la calle, aunque no sabíamos muy bien por cuál de los dos lados saldríamos antes de ese barrio horrible: el taxi había dado mil vueltas para llegar.

– ¡Tranquila, Lucía! Vas casi corriendo. Con lo pequeñita que eres y me cuesta seguirte -dijo Adrián con una sonrisa, mientras encendía un cigarrillo como para darle una apariencia de naturalidad a la noche antinatural y tenebrosa.

– Tengo miedo. No me gusta este sitio. Estoy deseando llegar a algún lugar civilizado.

– Yo tengo un truco estupendo para atravesar con tranquilidad los lugares siniestros. Cuando voy caminando por algún sitio un poco sobrecogedor, lo que hago es imaginarme que el asesino soy yo. Si yo soy el atacante, no puedo ser el atacado. Funciona muy bien.

Le miré, atónita. Nunca acabaría de entender a los hombres. A nuestra espalda, un coche encendió los faros y arrancó. Me sentí vagamente aliviada: por lo menos había alguien más en la calle, además de nosotros. Tal vez fuera cosa de la imposibilidad de asumir su propio miedo, seguí reflexionando; quizá los hombres preferían imaginarse asesinos antes que reconocerse cobardes. El coche que había arrancado poco antes no nos había sobrepasado todavía. Una inquietud pequeña como un garbanzo empezó a endurecerse en la boca de mi estómago. Eché un vistazo hacia atrás por encima de mi hombro. El coche venía detrás de nosotros, casi a nuestra altura, manteniendo la velocidad de nuestros pasos. La inquietud se convirtió instantáneamente en una gran piedra encajada en mi pecho que apenas si me dejaba respirar.

– Adrián… -susurré.

– Ya lo he visto.

La calle se extendía delante de nosotros negra y larga, sin portales en los que guarecerse, sin posibilidades de esconderse, sin que la velocidad de nuestras piernas pudiera librarnos de la persecución.

– ¿Qué hacemos? -dije.

– Sigamos caminando. Deprisa, pero sin correr. Haz como si no los hubieras visto.

Nuestros pasos repiqueteaban en las baldosas rotas de la calle: una zancada de Adrián, dos saltitos míos. Y el ronroneo del coche que nos seguía. Con el rabillo del ojo, atisbé el morro del vehículo. El resplandor de los faros impedía ver nada con precisión, pero a través de los cristales me pareció advertir al menos dos siluetas.

– Tranquila, hay gente ahí delante.

– ¿Cómo?

– Hay gente ahí delante -repitió Adrián. En efecto, unos metros más allá se veía a dos o tres personas junto a una farola amarillenta. Apretamos un poco más el paso:

me dolía el costado, una punzada aguda al respirar. Eran tres, ahora ya se podían ver con claridad, tres hombres jóvenes de aspecto muy común, dos con vaqueros, uno con traje. El coche seguía deslizándose muy cerca de nosotros, junto al bordillo.

– Adrián…

No me gustaba lo que veía, no me gustaba nada. Los tres hombres nos estaban mirando, no hablaban entre sí, sólo nos contemplaban fijamente y se extendían en una línea a todo lo ancho de la acera. A su lado había aparcado otro vehículo, un automóvil grande, caro.

– ¡Adrián!

Nos habían cortado el paso. Me sentí como una oveja hábilmente pastoreada que entra por sí sola al matadero. Redujimos la marcha hasta detenernos. A nuestra espalda se abrieron y cerraron las puertas del coche que nos seguía: alguien se bajaba. Pero no miramos para atrás, o al menos yo no lo hice. Toda mi atención estaba concentrada en los tres hombres que teníamos delante. Los dos que vestían pantalones vaqueros estaban situados en los extremos. Llevaban unas pistolas negras y relucientes con las que nos apuntaban. El individuo del centro era pelirrojo, alto y musculoso, con aspecto de galán de culebrón televisivo. Era uno de esos tipos tan pagados de sí mismos que convierten su guapeza en una agresión a los demás. Sentí cómo alguien me arrimaba desde detrás algo frío y metálico a la oreja. Debía de ser el cañón de un arma, porque Adrián tenía un pistolón pegado a la garganta.

– Pero qué sorpresa -dijo el pelirrojo con voz pituda-. Mira quién está aquí: la pobre y desconsolada esposa.

– ¿Qui… quiénes son ustedes? -dije, con una voz tan tenue y temblorosa que creí que no me oirían. Pero el Caralindo debió de escuchar algo.

– Preguntas mucho, querida, ese es el problema. Para vivir tranquilo hay que cerrar la boca.

Hizo un gesto con la mano y volví a escuchar cómo se abría una puerta de coche a mis espaldas. Al instante entró en mi radio de visión un hombre nuevo que arrastraba algo enganchado por una cadena. Reconocí el gemido aun antes de verla: era la Perra-Foca. El animal intentó venirse conmigo, pero el tipo la tenía sujeta por el collar y no se lo permitió.

– ¿Qué hace ella aquí? -farfullé.

– ¿Lo ves? Eres incorregible: no paras de preguntar -dijo el pelirrojo.

Se agachó y comenzó a acariciar a la Perra-Foca.

– No es de buena educación ir de acá para allá preguntando cosas y molestando a tanta gente. No señor, no lo es.

En vista de que la cosa se prolongaba, la Perra-Foca suspiró y optó por tumbarse, a la espera de que los extravagantes humanos tuviéramos a bien acabar con esa situación para ella incomprensible. El pelirrojo se puso en cuclillas junto a ella.

– Qué perra tan bonita.

No era bonita. Era gorda y despeluchada y vieja y estaba desparramada sobre el suelo. Se me encogió el corazón.

– Tengo amigos, amigos muy importantes, a los que no les gusta la gente preguntona -dijo el Caralindo.

Y se sacó una navaja del bolsillo. Era de resorte, con una hoja muy puntiaguda, fina y estrecha.

– Mis amigos me han dicho: Vete y adviértele a esa chica que preguntar es muy malo para la salud.

Comenzó a pasar la punta de la navaja por encima de la Perra-Foca. Sin apretar, como si fuera una caricia, el pico de metal marcando un camino por las ingles del animal, por el lomo, por el cuello.

– Vete y adviértele a esa chica que preguntar demasiado es más perjudicial para la salud que ser yonqui, o que caerse de un décimo piso.

El puñal merodeó perezosamente por el vientre de la Perra-Foca.

– Preguntar puede terminar convirtiéndose en algo muy doloroso, mutilador, violento…

La afilada punta recorrió las peludas patas delanteras y empezó a subir por la línea del cuello hacia la cabeza; la Perra-Foca dio un lametón a la mano del pelirrojo y se lo quedó mirando, miope y plácida. El ojo, pensé alucinada. Como el ojo de Li-Chao. Le va a sacar un ojo al animal y no seré capaz de soportarlo. En ese momento el matón sujetó la cabeza de la perra contra el suelo con su mano derecha. Era zurdo. Debí de hacer algún tipo de movimiento, no lo recuerdo, porque sentí que me retorcían los brazos y que el cañón del arma se me clavaba en la cara con más fuerza.

– Algo muy desagradable, te lo aseguro.

Todo fue muy rápido: era habilidoso el Caralindo. Con un solo movimiento de muñeca, el hombre alzó la mano y rebanó de raíz una de las orejas de la Perra-Foca, que empezó a chillar como si la estuvieran matando y a sacudir la cabeza, salpicándolo todo con su sangre. Entonces la soltaron y el animal se vino hacia mí en busca de cobijo. Adrián y yo nos inclinamos para cogerla y calmarla; estábamos libres, los hombres habían guardado sus pistolas y se estaban metiendo a toda velocidad en sus grandes vehículos. El pelirrojo fue el último en retirarse:

– Ya lo sabes, querida, no sigas preguntando. No vuelvas a enfadar a mis amigos.

Hubo un estruendo de portezuelas al cerrarse y los dos coches desaparecieron con gran rugido de motores por la calle vacía. La Perra-Foca gimoteaba y se daba cabezazos contra mis rodillas: la herida debía de dolerle, pero podría haber sido mucho más grave. Me temblaban tanto las piernas que apenas si era capaz de caminar. Tardamos cerca de veinte minutos en llegar hasta una cabina de teléfonos y conseguir un taxi.

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