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– ¿Sí?

– Li-Chao. Te espera en el El Cielo Feliz. Dentro de media hora. Lleva la carta del amigo holandés.

Eso dijo Manuel Blanco, porque era él, sin duda, antes de colgar abruptamente.

– ¡Pero qué estúpido! ¿Es que no se imagina que tenemos el teléfono intervenido? -bufé-. Y además dentro de media hora. ¿Qué es eso de El Cielo Feliz?

– Un restaurante chino, claro -dijo Adrián.

Por supuesto: tuvimos que mirar en la guía de teléfonos para encontrar la dirección. Paseo de la Cuesta del Río, 11. Nos vestimos a una velocidad inverosímil y tuvimos la suerte de encontrar un taxi nada más salir del portal, pero tanto el taxista como nosotros ignorábamos dónde se encontraba la calle y nos perdimos. Llegamos al restaurante casi una hora más tarde. Había caído la noche y el solitario paseo de la Cuesta del Río tenía un aspecto bastante siniestro, delimitado en toda su extensión por muros de fábricas abandonadas, talleres mecánicos cerrados y solares atestados de basuras. En medio de la negrura, un pequeño restaurante chino hacía parpadear tantas bombillas rojas como un carricoche de verbena. Nos detuvimos ante la puerta, amedrentados, mientras el taxi se perdía a nuestras espaldas. Cómo echaba de menos a Félix; aunque no era más que un anciano, su aplomo me hacía sentirme más segura. Tomamos aliento y empujamos el pomo, que era un dragón de plástico enroscado. Entramos en el local: rectangular, pequeño, con siete mesas preparadas para la cena pero aún vacías. Farolillos chinos de papel, paredes bastante sucias. Olor a pescado hervido.

– ¿Hola? -aventuré-. ¿Hay alguien?

Salió una chica por una puerta. China, naturalmente. Muy joven, despeinada, simpática.

– Hola. Lestaulante celado todavía. Media hola después.

– No venimos a cenar. Tenemos una cita con… Con el señor Li-Chao.

La chinita dejó de ser simpática.

– Un momento.

Desapareció por la puerta interior y yo pensé una vez más en salir corriendo. Pero no me dio tiempo. La joven asomó la cabeza:

– Pasen.

Y pasamos. A la cocina, pringosa y llena de perolos humeantes que un par de tipos removían; a un pasillo oscuro; y a un cuarto de estar. La chinita cerró la puerta detrás de nosotros.

– Siéntense, por favor.

Obedecimos. Li-Chao era un hombre más bien grueso, con un rostro carnoso, liso y blando que recordaba a una ciruela madura. Podía tener unos cuarenta años y vestía de occidental, con una chaqueta gris y una camisa negra, sin corbata y abrochada con primor hasta el gaznate. Estaba sentado ante una mesa camilla, y frente a él tenía una bandeja de laca con una tetera y varias minúsculas tacitas de porcelana.

– ¿Un poco de té?

Aceptamos los dos, Adrián y yo, supongo que para poder tener algo entre las manos. Estábamos en un cuartito pequeño, casi ocupado por completo por la mesa camilla y media docena de sillas baratas de respaldo alto y recto. Detrás de Li-Chao había un aparador estrecho, y sobre el aparador una talla de jade representando a un viejo pescador y una caja abierta de corn-flakes de Kellog's. Lo único extraordinario era la luz: un farolillo de papel la teñía de color rosa, de un rosa denso, pegajoso, tan dulce como un caramelo desleído, un rosa atosigante que te hacía sentir dentro de una burbuja, en la boca de un pez, entre membranas. Asfixiaba ese aire.

Nos sirvió el té con parsimonia y colocó las tazas frente a nosotros. Por supuesto que no nos ofreció azúcar, y el té, además de estar hirviendo, era tan amargo que resultaba corrosivo. Volví a dejar la taza sobre la mesa y sonreí educadamente a Li-Chao con mis labios abrasados. He estado en China, y sé que los prolegómenos corteses se llevan cierto tiempo.

– De manera que son ustedes amigos de mi amigo Van Hoog…

Hablaba un español perfecto. Cabeceé para mostrar mi asentimiento: el gesto me pareció menos comprometedor que decir que sí de viva voz. Saqué la carta y se la tendí sobre la mesa.

– Tenemos una nota suya.

Li-Chao cogió el papel y se enfrascó en su lectura durante un tiempo inconcebiblemente largo, teniendo en cuenta que el escrito sólo constaba de una línea. Luego levantó la mirada y también él cabeceó. Yo le imité con mi mejor sonrisa de cortesía, y advertí que Adrián también hacía lo mismo a nuestro lado. Ahí estábamos los tres, en ese aire confitado de casa de muñecas, sonriendo estúpidamente y basculando arriba y abajo las cabezas como si fuéramos tentempiés. En ese meneo nos pasamos otros dos minutos.

– Dice mi amigo Van Hoog en su carta que ustedes sólo quieren hablar -dijo al fin Li-Chao-. Pero en realidad ustedes lo que quieren es escuchar. Ustedes quieren que hable yo.

Cerró los ojos y se quedó quieto como un buda. O como un hombre dormido. Sus ojos estaban rodeados de una infinidad de arrugas muy menudas. No debía de tener cuarenta años, sino bastantes más. Cincuenta, quizá incluso sesenta.

– Ustedes quieren saber, y eso, la búsqueda del conocimiento, es una ambición muy noble. Pero yo no quiero hablar, porque la discreción es una virtud también muy loable. «El silencio es un amigo que jamás traiciona», como dice el…

– Confucio -interrumpió Adrián. Le miramos los dos con cierta sorpresa.

– Es una frase de Confucio -repitió Adrián, un poco turbado.

– Como dice el gran Kung-Fu-Tsé, a quien, en efecto, ustedes llaman Confucio -prosiguió el hombre, imperturbable-. Celebro que nuestro joven amigo tenga tan buen conocimiento de nuestros clásicos, cosa que, por desgracia, no se puede decir de la juventud china de hoy. Enhorabuena. Sin embargo, ninguno de nuestros jóvenes, pobres incultos como son, se hubiera atrevido jamás a interrumpir las palabras de una persona mayor y de respeto, y menos aún si dicha interrupción sólo tuviera como objeto la vanagloria del muchacho, puesto que su comentario no añadía a la conversación nada que no supiera de antemano su interlocutor y no era sino un alarde necio de conocimientos. No obstante, y teniendo en cuenta su condición de joven y de occidental, y por consiguiente de doble ignorante, no tendremos en cuenta por esta vez la evidente falta de educación de nuestro invitado. A decir verdad, este humilde servidor vuestro ya ha olvidado por completo el incidente.

Sentí, más que vi, cómo Adrián enrojecía con violencia a mi lado: despedía verdadero calor y emitía un ruidito sordo y entrecortado, como un pequeño motor a punto de pararse.

– Perdón -farfulló.

– ¿Más té? -ofreció Li-Chao con amabilidad exquisita. Adrián y yo cabeceamos frenéticamente nuestro asentimiento. El hombre nos sirvió. Observé que sólo utilizaba la mano izquierda. La derecha había permanecido sumida en las profundidades de la mesa desde el comienzo de nuestro encuentro. Tal vez fuera manco, pensé. O tal estuviera escondiendo una pistola. Por otra parte, esa mano izquierda con la que desempeñaba todos los movimientos estaba cubierta de manchas, seca y arrugada, con los nudillos deformados por la artrosis. Setenta. Li-Chao debía de tener lo menos setenta años. O quizá incluso ochenta. Era la mano de un anciano.

– Yo soy un buen amigo de mis amigos y ustedes son amigos de mi amigo -prosiguió Li-Chao tras la pausada ceremonia de las tazas-. Me gustaría ayudarles. Pero tenemos un conflicto, puesto que deseamos cosas contrapuestas. Escuchar y callar. Saber y silenciar. Ahora bien, la vida es siempre así, ¿no es cierto? Llamamos vida al complejo equilibrio que nace del choque entre contrarios. La realidad es siempre paradójica. Las cosas se definen por lo que son, pero también por lo que no son; sin el otro, sin lo otro, no existiría nada. La luz no se entiende sin la oscuridad, lo masculino sin lo femenino, el yin sin el yang. El Bien sin el Mal.

Inclinó la barbilla sobre el pecho y volvió a cerrar los ojos. Transcurrió un minuto interminable. Quizá Félix hubiera sabido qué hacer en una situación tan rara y desconcertante como esta, quizá Félix hubiera sabido encontrar la palabra exacta para que el chino saliera de su pasmo y nos contara algo aprovechable. Pero en esos momentos Félix se encontraba enfermo en el hospital, tal vez incluso agonizando. La vida sin la muerte.

– Mis hermanos y yo sabemos que el Mal forma parte del Bien y el Bien forma parte del Mal. El hombre virtuoso entenderá esto y contribuirá a la armonía universal, a la concordancia de los contrarios. Mis hermanos y yo llevamos milenios siendo piezas humildes dentro de la gran rueda de la vida. Administramos el Mal, y gracias a nosotros el Bien existe. Es un trabajo altamente moral y muy difícil. Se lo voy a decir de otra manera, para que incluso ustedes, con sus pequeñas mentes occidentales, puedan entenderlo. Les daré un ejemplo: España en el año 1992. La Exposición Universal, los Juegos Olímpicos… ¿No les extrañó que no hubiera ningún percance terrorista durante las celebraciones? Tanto la Exposición de Sevilla como los Juegos de Barcelona eran acontecimientos gigantescos, imposibles de vigilar en su totalidad. Con la tecnología actual, cualquiera puede dejar una bolsa explosiva en una papelera. La seguridad de un evento semejante es algo por completo inalcanzable. Y, sin embargo, no sucedió nada. ¿Se han preguntado ustedes alguna vez por qué?

Tuve que admitir que no, que no me lo había preguntado.

– Porque donde hay tradición y organización, el orden impera. Ustedes tienen la ETA, que es un poderoso interlocutor del mundo subterráneo. El Gobierno sólo tuvo que pagar secretamente a ETA el precio de una tregua para conseguir la paz en esos meses; y por su parte, ETA se encargó de que no hubiera advenedizos que rompieran el pacto. Eso es orden. Eso es armonía. Los barrios chinos de las grandes ciudades occidentales están limpios de delincuencia. Usted y este humilde servidor se podrían pasear por las calles del Chinatown de Nueva York a cualquier hora de la noche sin que nos sucediera nada malo. Porque mis hermanos y yo cuidamos de ello. Eso es orden. Eso es armonía. Sin embargo…

Detuvo su exposición Li-Chao y suspiró tenuemente. Su mejillas frutales, blandas y amarillas, retemblaron un poco.

– Sin embargo el caos avanza y el desorden nos devora. Y no se trata de ese desorden cósmico del que el orden nace, sino de la confusión, de la imprecisión, de la falta de lugar y contenido. La tradición se pierde, la memoria se rompe. La Nada nos acecha.

Diciendo esto, Li-Chao sacó su brazo derecho de las profundidades y lo apoyó sobre la mesa. Tuve que hacer un considerable esfuerzo para no demostrar mi sobresalto. La mano era un muñón abrasado, una garra cerrada sobre sí misma, un despojo encarnado y derretido que parecía haber sido asado a fuego lento.

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