El tipo enrojeció violentamente desde el mentón birrioso hasta el comienzo de la brillantina:
– Sí, señor. Creo que puedo -dijo con tono de dignidad ofendida.
– Estupendo. Estamos esperando.
Hubo algunos segundos de silencio. Manuel Blanco sorbió su café, se arregló el nudo de la corbata, carraspeó dos veces. Cuando volvió a hablar ya había reconstruido nuevamente sus aires de hombre duro y mundano.
– Mi trabajo de… ejem, de correo, me pone en contacto con todos los mundos no oficiales. Quiero decir que un correo atraviesa fronteras, y yo me conozco todas las fronteras que existen. No hablo de las fronteras horizontales, esas que van entre países, tan aburridas y llenas de pasaportes y sellos y visados, sino de las fronteras verticales, que están aquí mismo.
Y dibujó con su mano varias líneas paralelas en el aire, unas debajo de otras.
– No sé quienes son esos de Orgullo Obrero, pero sí sé que están detrás de alguna de esas fronteras. La cuestión, ejem, es encontrarlos. Ahora bien, así como en las fronteras horizontales hay ciertas agrupaciones, ahí están los países de la Unión Europea, por ejemplo, o los Estados árabes, pues también en las fronteras verticales hay un orden. La división fundamental, aunque luego haya subclases, es entre organizaciones Diurnas y Nocturnas. Las Nocturnas son las más llamativas. Son lo que la gente común conoce como mafias. Se ocupan en general del sector de Ocio y Servicios: drogas al por menor, prostitución, juego, trata de blancas, redes ilegales de pornografía y pederastia, en fin, esas cosas. Hay suministradores fijos, departamentos específicos, líneas de comercio internacional. Está todo muy bien organizado. Hoy mismo las dos corporaciones mundiales más importantes del sector Nocturno son las Tríadas Chinas y la Jakuza japonesa, que han hecho un acuerdo para repartirse el planeta; pero luego está la nueva Mafia Rusa, que está apretando mucho y mejorando su rendimiento a ojos vistas. En cuanto a los italianos, se han quedado los pobres muy anticuados; y los colombianos, aunque aún muy potentes, andan necesitados de una reconversión. Tal vez les conviniera, ejem, contratar a un buen killer…
Perdió el tipo la mirada en lontananza, como rumiando la luminosa posibilidad de que la mafia colombiana le contratara para mejorar su balance económico. Es un imbécil, pensé, casi admirada por la dimensión de su estupidez.
– Luego están las organizaciones Diurnas, que son, en conjunto, las más poderosas. En el sector Diurno entran todos los grupos políticos: terroristas, guerrillas urbanas, movimientos de liberación, el IRA, la ETA, la Internacional Neonazi. Y las cloacas administrativas: el terrorismo de Estado, la parte más secreta de los servicios secretos… Luego están también los magos financieros capaces de hacer cualquier pirueta con el dinero: limpiarlo o borrarlo. Y más arriba aún, las mafias gubernamentales de economía negra: sobornos, corrupciones a gran escala, desviación de fondos públicos. Por último, y arriba del todo en la cadena del mando, hay que citar a los traficantes de armas, que son los grandes jefes del sector Diurno y que también son respetados por el sector Nocturno. Esos tipos son los reyes del mundo, prohombres de la patria que presiden fundaciones internacionales de caridad y que terminan convertidos en estatuas. ¿Os habéis fijado que en cuanto que hay un pequeño resquemor entre dos tribus remotas al día siguiente están armados todos hasta las cejas? Pues de ese negocio viven los reyes del planeta.
– ¿Y dónde cae Orgullo Obrero entre todo este lío? – pregunté.
– Pues, ejem, todavía no lo sé. Pero lo sabremos. Son mundos muy organizados. Aquí nadie se mueve sin que sus superiores respectivos sepan algo. No sé si Orgullo Obrero será una mafia nocturna, unos simples chorizos que se hacen pasar por un grupo político, o si pertenecerán al mundo diurno. Lo primero que haré será enterarme. Preguntaré. Hablaré con alguna gente. El nombre de Van Hoog abre muchas puertas. Habéis tenido suerte al conseguir su ayuda.
Suspiró, yo creo que con envidia ante la calidad de nuestros contactos. Luego se levantó y asumió de nuevo sus aires de grandeza para despedirse, aunque sus pretensiones quedaran algo empañadas por el hecho de que, al darnos la mano, sus dedos apenas si sobresalieran de las mangas, y porque sus pies pisoteaban de manera inclemente el largo y sucio bajo de los pantalones.
– Sabréis de mí. Saludad al señor Van Hoog de mi parte y decidle que Manuel Blanco, ejem, estará siempre encantado de poder atenderle.
– Se lo diremos -mentí plácidamente: para qué contarle que no íbamos a volver a ver al holandés en toda nuestra vida. No hice más que disfrazar la verdad, como lo hubiera hecho un k il ler.
Nuestro encuentro con Manuel Blanco me dejó algo desconcertada. Era un tipo tan estrambótico, y aparentaba ser tan poca cosa, que no resultaba muy creíble que pudiera ponernos en contacto con el mundo subterráneo. O con el más allá de las fronteras verticales, como decía él.
– ¿Qué os parece? -pregunté a mis compañeros cuando Blanco abandonó el café.
– Un loco, un tío ridículo -dijo Adrián.
– Pero recordad que su nombre nos lo dio Van Hoog. Así es que, aunque parezca mentira, sí que está de algún modo relacionado con las mafias -dijo Félix con voz apagada-. Es un correveidile, un hurón, como les llamábamos nosotros: tipos inciertos que rondan por los confines de la marginalidad, haciendo recados, escuchando cosas, abriendo puertas a los poderosos y sonriendo mucho. Tendremos noticias de él, estoy seguro.
De manera que nos fuimos a casa y nos pusimos otra vez a esperar, aunque en esta ocasión la guardia estuvo endulzada por los brazos de Adrián, por el vientre cálido de Adrián, por la saliva de Adrián resbalando dentro de mi boca. Transcurrieron dos días que en mi memoria se confunden en una sola noche, hasta que al fin una mañana, a eso de las nueve, alguien se apoyó sañudamente en el timbre de la puerta y no volvió a levantar el dedo del botón.
– ¡Ya va! ¡Ya va! -grité mientras salía de debajo del cuerpo de Adrián, a medias furiosa por la insistencia y a medias asustada, porque ni siquiera mi relación con el muchacho había conseguido borrar el miedo continuo que experimentaba desde el secuestro de Ramón. Me eché encima la bata y atisbé por la mirilla: era Félix. Abrí a toda prisa.
– ¿Qué sucede?
Félix estaba apoyado en el quicio, pálido y tembloroso, con grandes círculos malvas rodeando sus ojos.
– No te preocupes, no pasa nada raro, es algo de lo más natural -jadeó-. Es que me estoy muriendo. Y se desplomó encima de mí.
Hubiera debido imaginarlo. Hubiera debido saber desentrañar el porqué de la enfermedad de Félix, qué había sucedido para que, de repente, se colapsara así. Pero a la sazón yo estaba sumida en ese arrebato de puro egocentrismo que es el primer momento de un romance, cuando el resplandor del amor te deja ciega y la felicidad te deja tonta, cuando todo es excitación y borrachera y sólo eres capaz de sentirte la piel y de mirar al otro. Así es que cuando Félix se derrumbó en mis brazos preferí pensar en lo más fácil: que era viejo y que a los viejos les suceden esas cosas. Que un día se ponen malos y a lo peor se mueren.
Cuando lo ingresamos en el hospital estaba sin sentido. Él también ardía de fiebre, lo mismo que había sucedido con Adrián apenas una semana antes. Pero a diferencia del muchacho, cuya fiebre olía a anginas escolares, a pan tierno y tarde lluviosa de domingo, la fiebre de Félix evocaba agitados susurros de enfermeras, cuerpos emaciados, pasillos interminables atravesados por corrientes de aire frío. Félix, nos lo dijeron los médicos enseguida, tenía una neumonía. Un diagnóstico preocupante para su edad y para el estado de sus pulmones. Le empezaron a suministrar antibióticos, pero su organismo no respondía al tratamiento. En la ardiente penumbra de la habitación, con la calefacción a toda potencia, yo me desembarazaba del abrigo y luego de la chaqueta y después me remangaba la camiseta y le observaba dormitar durante horas, angustiada por el calor y por la proximidad de la muerte. Antes, vestido con sus amplias chaquetas de tweed, Félix había mantenido su prestancia, pero ahora, envuelto en el camisón hospitalario, se le veía huesudo, pingajoso de piel y diminuto, viejo como una gárgola, más pálido que las sábanas, extremadamente delicado y frágil. Le imaginé una semana atrás, paseando solo por Amsterdam bajo vientos polares, con las cejas escarchadas y los pies helados. No era de extrañar que se hubiera cogido una neumonía. Era una cosa más a añadir a la larga lista de mis culpas, junto con el hundimiento del Titanic y la desaparición de los dinosaurios. Qué increíble fragilidad la de los humanos: aquí estaba Félix, con toda su larga vida detrás y sus recuerdos, a punto de desaparecer en un solo instante como el humo que se desvanece en el aire. Recordé, no sé por qué, a Compay Segundo, el anciano artista cubano que cantaba canciones arrastradas de viejo cabaret, músicas sensuales y ceñidas, cálidos sones para noches del trópico. Compay era más o menos de la edad de Félix: y él también, como Félix, debió de ser joven y voraz en el pasado. «Yo vivo enamorado, Clarabella de mi vida, prenda adorada que jamás olvidaré; por eso yo, cuando te miro y te considero como buena, yo nunca pienso que me tengo que morir», cantaba ahora Compay, desde la altura de sus ochenta años: y cada vez que le oía me lo imaginaba preso de la nostalgia de sí mismo, de aquel Compay que antaño tuvo que ser, con el pecho fuerte, los ojos seductores y el hambre de las hembras aún en los labios. En los hombres llenos de vitalidad, como Compay o Félix, la melancolía del tiempo fugitivo era más aguda, más conmovedora. A mí, por lo menos, me conmovía. La intensidad de mi preocupación por Félix Roble me tenía sorprendida: hacía apenas mes y medio que le conocía y ya formaba parte de mi vida. Pasé muchas horas en aquel cuarto seco y tórrido del hospital, vigilando al enfermo y sintiendo oscuramente que estábamos llegando a un punto final, que algo se acababa.
Al tercer día, cuando los médicos se disponían a probar con Félix el cuarto antibiótico distinto, Adrián y yo nos pasamos un rato por casa para cambiarnos de ropa, cosa que, curiosamente, terminamos haciendo dentro de la cama y con gran entusiasmo. Cuando sonó el teléfono estábamos medio dormidos. Pegué un respingo y miré el despertador. Eran las siete de la tarde.