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Cuando, ya de vuelta en Madrid, telefoneé al tal Manuel Blanco (desde una cabina, por si acaso) y le dije que llamaba de parte de Van Hoog, al otro lado de la línea se hizo un incómodo silencio. Ahora, conociendo al personaje, me imagino que empleó ese tiempo en cuadrarse servilmente ante el nombre del viejo, pero entonces yo no sabía nada y creí por un momento que el tipo había colgado.

– ¿Oiga? ¿Oiga?

– Sí. Estoy aquí -carraspeó el otro-. Dice que llama de parte de, ejem, del señor Van Hoog…

– Sí. Tengo una carta de él.

– ¿Una carta de Van Hoog? -casi chilló Blanco-. ¿Para mí?

– Bueno, no para usted… Es una cartita de… de presentación, de recomendación…

Me sentí como una estúpida al decir esto. Se suponía que estaba hablando con un mafioso o algo parecido, con un hombre que nos pondría en contacto con el submundo de la delincuencia, y, sin embargo, ahí estaba yo, mencionando cartitas de recomendación como si estuviera intentando conseguir empleo en una empresa de embutidos. Lo mismo estaba metiendo la pata, pero, claro, a saber cuáles eran las normas de urbanidad en el ámbito canalla.

– O sea, el señor Van Hoog explica que somos sus… Sus amigos.

El otro suspiró:

– ¿Y en qué puedo ayudarles?

– Sólo queríamos hablar un rato con usted. ¿Qué le parece si nos tomamos un café esta tarde en el Paraíso?

Le parecía bien, de modo que a las cuatro y media en punto nos encontramos frente a la pesada barra del local. Con la primera ojeada comprendí que Manuel Blanco no era exactamente un mafioso, sino como mucho algo parecido. Era un tipo menudo e insignificante, seguramente menor de treinta años, con el pelo engominado y cara de conejo. Vestía una ropa de buena calidad pero que le sentaba fatal, un traje de consejero-delegado que parecía heredado de alguien más corpulento, porque las mangas le llegaban a mitad de la mano y los pantalones se le desplomaban sobre los impecables mocasines de pij o . Daba la sensación de estar disfrazado, de ser un pobre hombre que ha alquilado un traje fino para acudir al funeral de un pariente rico. Nos dedicó una imitación de sonrisa mundana y dejó resbalar su mirada por las mejillas. Se ve que quería contemplarnos con altivo donaire y desde arriba, pero para ello, como era muy bajito, tenía que tronchar el cogote y echar la cabeza hacia atrás de un modo exagerado.

Nos sentamos en uno de los ruinosos sofás de terciopelo del local, en una esquina lo suficientemente lejana y recoleta como para no ser escuchados por nadie, y le explicamos la situación. Vi cómo se iba relajando y encontrándose más a gusto, incluso feliz, a medida que se enteraba de lo que queríamos. Creo que le encantó sentirse requerido como experto. O tal vez le encantara sentirse simplemente requerido.

–  Bien. Bien -dijo al final, con gesto vanidoso-. Creo que habéis dado con el hombre apropiado, ¿me permitís que os tutee, verdad?, con el hombre apropiado. Ejem. Tengo, ejem, muchos contactos. Y al más alto nivel. Es por mi trabajo. Porque yo soy un killer, ¿sabéis? Lo que pasa es que últimamente he estado haciendo otras cosas, pero mi verdadera profesión es la de killer.

–  ¿Quiere decir un asesino? -pregunté con total incredulidad: ni aunque me lo jurara por su madre podría creer que ese tipo fuera capaz de enfrentarse a una mosca.

– No un asesino de verdad, claro, no de puñal y sangre y esas cosas, por supuesto. Killer significa asesino en inglés, pero no es lo mismo. Yo soy un killer económico. En fin, ya veo que no, conocéis el término -risita petulante, subidón de barbilla-. En el mundo de las altas financias y de los negocios internacionales en el que me muevo, ejem, el killer es el especialista en reconversiones empresariales. ¿Que hay que modernizar una firma, hacerla rentable en un tiempo récord y echar a la mitad de los empleados? Pues contratan a un killer. Por ejemplo, la multinacional noruega Nilsen-Olsen. ¿Os acordáis del plan de reconversión de Nilsen-Olsen, que cerró todas las plantas depuradoras que tenía en España? Pues ese trabajo lo hice yo.

– ¿Pero eso no fue cosa de un tal Sarda? -respondí, recordando el tremendo lío organizado cuando el cierre de las plantas y las fotos de los manifestantes ahorcando un pelele con el nombre de Sarda cosido al pecho.

– Sí, claro, ejem, Sarda, claro. Pero yo era uno de sus ayudantes. Bueno, ejem, podríamos decir que yo fui su mano derecha. Fue un placer trabajar con Sarda. Es un killer buenísimo. Con él se aprende mucho. Recuerdo la primera asamblea con los trabajadores de la planta principal, que estaba en Cádiz. Fue en una nave y había por lo menos mil empleados. Y llega Sarda y les empieza a decir que el mundo ha cambiado y que sigue cambiando vertiginosamente. Que a finales de siglo y de milenio ya no cabe esperar que las cosas sean como antes. Tiene un pico de oro, Sarda. Y les dijo que ya no servían para nada los conocimientos de antaño. Que la antigüedad en la empresa era un concepto absurdo, y que la lealtad a la empresa era también una idea tonta y trasnochada. Que ahora lo único importante era cumplir los objetivos comerciales, las necesidades de la firma, eso era lo único real, porque en el mundo de hoy, revolucionariamente competitivo, o cumples los objetivos o no existes, así de claro. ¿Qué preferían ellos, que siguiera existiendo una Nilsen-Olsen rentable y saneada, capaz de dar empleo a trescientas personas, o que no existiera absolutamente nada? De manera que había que echar a mucha gente. A los viejos incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos. Y a los vagos, que había muchos. Y por añadidura a todos los que siguieran sobrando, aunque no fueran ni viejos ni vagos. El mundo era así. El mundo había dejado de ser un campo de batalla entre ricos y pobres. La cuestión ya no era si uno podía ganar más o menos dinero y si la empresa podía tener más o menos beneficios, sino si había lugar para sobrevivir. El mundo se nos había quedado súbitamente muy pequeño y ahora ya no había espacio para todos. No lo había para los trabajadores, pero tampoco para las empresas. El poder de decisión ya no se debatía en las mesas de negociación entre la patronal y los sindicatos. Ahora eran la realidad tecnológica y el mercado implacable quienes establecían el orden del cotarro. Eso les decía Sarda, eso les contó aquel día a los trabajadores de Nilsen-Olsen. Y cuando terminó su exposición, añadió: «Y ahora permitidme un consejo: sonreíd. Sonreír más es muy sano, se rinde más en el trabajo, se siente uno mucho mejor. Hacedme caso: sonreíd, por favor.» Yo era muy joven entonces y he de confesar que pensé que nos iban a cortar el cuello; de este lado éramos sólo tres y delante había mil y pico personas. Pero no. No dijeron nada. Se mantuvieron todos muy callados y muy atentos. Fue un momento cumbre. Para que veáis lo bueno que es un killer bueno. Para que veáis la fuerza que tiene la verdad, cuando se dice bien.

– ¿Pero qué verdad? -me indigné ante la mentecatez del tipejo, imaginando el despavorido silencio con el que los empleados debieron de escuchar las burradas de Sarda-. Al final, Nilsen-Olsen cerró todas sus plantas en España. Ni trescientos puestos de trabajo en una empresa saneada ni nada. Lo que hizo Sarda fue aterrorizarlos y engañarlos para quitárselos de en medio sin problemas.

– Bueno, sí, bien, ejem, un killer tiene que saber… ejem, disfrazar la verdad en un momento determinado. Es una cuestión de táctica y de estrategia. Como por ejemplo el trabajo que estuve haciendo yo después. Verás, tú vas a las empresas subsidiarias de una gran firma. En mi caso, a las de Nilsen-Olsen; y entonces llegas por ejemplo a una fábrica que hace unas válvulas para los cierres herméticos, esas válvulas son su única producción y toda la producción la adquiere Nilsen-Olsen. Y les explicas que vienes de parte de la multinacional noruega, y que les vas a hacer un estudio de rentabilidad de la fábrica completamente gratis, un regalo de Nilsen-Olsen a su proveedor. Todos se quedan encantados y te abren sus puertas, te dan los libros, contestan todas tus preguntas. Al cabo de dos o tres semanas ya te sabes la fabriquita de memoria, cuáles son sus fallos de organización, sus costes, sus derroches. Y entonces vas al dueño y le dices: «Nosotros te hemos estado pagando 3.000 pesetas por cada válvula. A partir de ahora te pagaremos sólo 1.500.» El dueño se queda lívido: «¿Cómo? ¿Pero por qué?» Y ese es el momento de gloria del killer, donde entra en funcionamiento su poder, que es el poder del conocimiento. «Porque la fábrica está fatal gestionada. Toma estos papeles, este estudio, este plan de rentabilidad. Echa a la mitad de los obreros y haz las cosas como es debido, y las válvulas te costarán la mitad.» Eso le dices, y te marchas. Si el dueño es un triunfador, hace la reconversión. Si es un perdedor, no la hace, o la hace mal, y se lo lleva el viento al infierno de los fabricantes incompetentes. Así es la vida, pequeña.

Y diciendo esto, alzó una ceja en plan chico duro y me lanzó una mirada seductora y tan tórrida como el aliento de un mosquito.

– Qué interesante. Y dime, después de haber desempeñado trabajos tan importantes como el de hundir la fábrica de las válvulas, ¿cómo es que ahora no sigues trabajando de killer?

Su cara de conejo se crispó un poco.

– Bueno… Ejem… Esas cosas pasan.

– ¿Pero fuiste tú el que hiciste lo de la fábrica de válvulas, no?

– Sí, ejem… O sea, casi sí. Sarda delegó en un ayudante suyo y yo era el ayudante del ayudante. Bueno, se puede decir que yo era su mano derecha. Ejem…

– Y ahora estás en paro.

– Bueno, no… Ahora… Ahora trabajo también para las altas finanzas, y para la gente importante, como los de Holanda.

Sarda me recomendó a… Y entonces yo… Bueno, cuando hay un dinero que hay que mover rápidamente sin que deje huellas, yo me ocupo de eso.

– Me parece que nuestro amigo es un correo. Vamos, que este tipo no es más que un transportista. Es el que lleva de acá para allá las maletas con el dinero negro -intervino Félix.

Manuel Blanco apretó los labios, fastidiado:

– Bueno, sí, ejem, hago eso también, además de otras cosas.

– Cosas que, a decir verdad, no nos importan demasiado -atajó Félix-. Estamos aquí para saber algo de Orgullo Obrero y del secuestro de Ramón Iruña. Van Hoog pensó que podrías ayudarnos. ¿Puedes facilitarnos alguna información o no?

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