Quiero decir que yo temía a Adrián, de la misma manera que el borracho que va derecho al hoyo teme partirse la crisma con el golpe. Pero la caída ya era irremediable. Crepitaba el fuego en la chimenea y estábamos solos en el mundo, separados o unidos por la cama. Le miré. Me miró. Tantas escenas románticas comienzan así. En las novelas, en las películas, pero también en la propia vida personal. Hay tantas puertas, sobre todo puertas, en las que se han producido esas miradas expectantes, transidas de anticipación y de riesgo amoroso. Puertas de cuartos de hotel, de habitaciones, de tu casa, de coches. Puertas abiertas para una despedida que se demora un minuto, y dos, y diez. Y siempre esas miradas: de petición, de entrega, sometidas a la duda deliciosa de no saber si al fin os besaréis o no. Golosas miradas que acarician. Así le debe de mirar el pájaro a la pájara cuando bailotea frente a ella sus danzas nupciales; así deben de mirarse las vacas y los toros, y las jirafas entre sí, y las escolopendras. Es una mirada básica, elemental, tan antigua como la certidumbre de la muerte.
Así es que le miré y me miró, pero pasaba el tiempo y no sucedía nada más. La primera fase del amor es como un juego de ajedrez: hay que mover peón y arriesgarse a que te coman una pieza. Pero ¿cuál sería el movimiento más adecuado? Pensé y pensé furiosamente, con el corazón y la cabeza echando humo. Entonces me acordé de Lawrence Durrell. En El cuarteto de Alejandría, la madre de alguien seducía al amigo de su hijo. Apenas si recordaba la novela, pero ella era una madre, desde luego, y él era el amigo de su hijo. Era el único ejemplo cultural apropiado que se me venía a la cabeza en ese momento. Pues bien, ella le decía: «Tienes algo en la comisura de la boca. Déjame que te limpie.» Y se inclinaba sobre él y pasaba la punta de una lengua muy poco maternal por los labios del chico. Y daba la casualidad de que Adrián tenía una miguita de tostada en la barbilla.
– Déjame que te quite… -comencé a decir, inclinándome hacia Adrián con una mano extendida, mano que esperaba utilizar como avanzadilla del ataque: la pondría sobre la mejilla del muchacho y así podría apuntalar mi boca.
– Vente más cerca… -exclamó Adrián al mismo tiempo, incorporándose bruscamente en la cama y metiendo su ojo derecho en el dedo índice de mi mano extendida.
Bien, por lo menos nos juntamos un poco. Empezó a bufar el chico de dolor, agarrándose el ojo, y yo me aproximé, espantada y solícita, palmeándole la espalda con energía.
– ¿Te he hecho daño? ¿Te he hecho mucho daño? ¿Muchísimo daño?
Alzó Adrián un ojo congestionado y lagrimeante, aunque no parecía que fuera a quedarse tuerto.
– No es nada. Creo que será mejor que vaya a lavarme.
Estiró la mano para coger la vieja camisa de franela que estaba sobre la silla, pero no se la puso. Es decir, no se vistió con ella. Lo que hizo fue sentarse en el borde de la cama, colocarse la camisa en torno a la cintura y abandonar entonces el refugio de las sábanas. Comprendí que aparte de la camiseta de manga eorta no llevaba nada. Me quedé de pie junto a la cama, torpe, quieta, estúpida. Adrián pasó a mi lado camino del baño, sujetándose la camisa sobre el ombligo. Pero no, espera, no llegó a pasar. Al llegar a mi altura se detuvo. Se volvió y me atrajo hacia él con su brazo libre. Caí en su mullido pecho como quien cae en un montón de heno. Caí en sus labios secos y calientes, en su olor a sudor y a turbación animal y a fiebre y a deseo. Nos separamos un segundo a mirarnos después del primer beso, de la primera humedad, del primer choque. La camisa de franela estaba en el suelo y la breve camiseta blanca apenas si le tapaba las caderas. Adrián se ofrecía a mi vista sonriente y confiado, los brazos relajados junto al tronco, las desnudas y fuertes piernas bien plantadas. Joven, hermoso y mío hasta hacer daño. No es verdad que las mujeres nos pudramos al cumplir los cuarenta. No es verdad que nos desvanezcamos en el pozo de la invisibilidad. Al contrario: la mujer madura, incluso muy madura, posee un atractivo propio, un momento de gloria. Estamos acostumbrados a reconocer el atractivo que los hombres mayores pueden ejercer en las jovencitas; y el mundo está lleno de felices parejas de este tipo. Lo que ignoramos es que la atracción que ejercen las mujeres mayores sobre los chicos jóvenes es igual de fuerte. De hecho, es un fenómeno tan común en los humanos que probablemente se trate de una etapa natural dentro del proceso de maduración amorosa. Y así, en algún momento de sus vidas, a la mayoría de los chicos y las chicas les atraen las mujeres y los hombres mayores. Puede que se trate de un impulso edípico, como diría un freudiano; o de una predisposición ancestral hacia el aprendizaje: en algunos pueblos de los llamados primitivos, son los mayores de la tribu, mujeres y hombres, quienes inician sexualmente a los adolescentes. No sé de qué manera vuelan los aviones, por qué brota la luz cuando pulso un interruptor, para qué sirve bostezar ni cómo soy capaz de recordar mi propio nombre, de modo que no aspiro a poder entender algo tan vasto y turbio como el amor, algo tan indescifrable como el deseo. No sé por qué sucede todo esto. Pero sucede.
Pese a las prohibiciones sociales y los prejuicios, a lo largo de la historia infinidad de mujeres mayores han mantenido relaciones con hombres más jóvenes: lo natural se abre paso a través de la convencionalidad y la hipocresía como el agua a través de las fisuras mal selladas de una presa. No hay más que acercarse un poco a la vida de las mujeres célebres y empiezan a salir historias de este tipo. Con sesenta años, George Sand enamoraba a hombres de treinta; Agatha Christie se casó, a los cuarenta, con un chico de veinticinco; Simone de Beauvoir vivió pasiones con muchachos jóvenes; Eleanor Roosevelt, la primera dama americana, amó y fue amada durante toda su vida por un hombre doce años menor que ella. La lista es interminable: Madame Curie, George Eliot, Edith Piaf, Alma Mahler… Entiéndeme, estas historias no son excepcionales, no son consecuencia de la celebridad de sus protagonistas: por el contrario, es su celebridad lo que ha hecho que estas historias se conocieran, que emergieran del espeso silencio de lo clandestino. ¡Pero si incluso un hombre tan gris, convencional y aburrido como el primer ministro británico John Major tuvo una fogosa historia de juventud con una mujer madura! No hay más que aplicar la lupa sobre las vidas cotidianas para apreciar que vivimos en lo prohibido. Lo que públicamente se entiende por normal no es lo más habitual, sino lo normativo, lo convencionalmente obligatorio. Pero dentro del secreto de nuestra intimidad, todos nos desviamos de la regla, todos somos de algún modo heterodoxos.
Todo esto aprendí en brazos de Adrián: fue una revelación inmediata, luminosa. Aprendí que él no notaba que yo tuviera celulitis ni que mis dientes fueran de resina; que le gustaban las arrugas de la comisura de mis ojos y que le importaba un carajo que mis antebrazos estuvieran un poco pendulones. Aprendí que la mirada implacable con la que nos fileteamos y descuartizamos y despreciamos las mujeres es una mirada nuestra, una mirada interna, una exigencia loca con la que nosotras mismas nos esclavizamos; y que el deseo real, el aprecio del hombre, se asienta en otras cosas: en la carne caliente y la saliva fría, en el sudor mezclado entre penumbras, en el olor secreto de la piel, en la plena lasitud de un cuerpo conquistado.
Tras pasar por los brazos de Adrián, en fin, comencé a mirar alrededor y a descubrir que había otros muchachos que me miraban. Soy bajita, ya lo sabes, poca cosa; por lo demás, no me quejo de mi aspecto ni de mi cara, y creo que en conjunto no estoy del todo mal. Pero nunca he resultado llamativa, nunca he ido dejando tras de mí una estela de atención entre los hombres. Ahora, en cambio, me parecía que me miraban más que nunca. Los jóvenes en los autobuses, el chico de la panadería, el muchacho del coche utilitario que se paraba en el paso cebra y me sonreía para dejarme pasar, los estudiantes de la cafetería de la esquina. Este descubrimiento fue un jolgorio, una fiesta, un regalo inesperado de la existencia; no porque pensara dedicarme a partir de entonces a pervertir menores, sino porque el coqueteo inocente y el modo en que mi presencia chisporroteaba en los ojos ajenos me hacían sentirme viva y hermosa y apreciable. Qué desperdicio el de tantas mujeres de mi edad que se han dejado secar de tristeza y derrota sin ver que las miraban, sin darse cuenta del atractivo que ejercían en los jóvenes, sin disfrutar con naturalidad de su tiempo de gloria.
El cielo, si es que existe, debe de ser un instante de sexo congelado. Hablo del sexo con amor, del apasionado encuentro con el otro. Si el sexo fuera una cuestión puramente carnal, no necesitaríamos a nadie: quién nos iba a atender mejor en nuestras necesidades que nuestra propia mano, quiénes nos iban a conocer y querer más que esos cinco deditos aplicados. Si el onanismo no nos es suficiente es porque el sexo es otra cosa. Es salir de ti mismo. Es detener el tiempo. El sexo es un acto sobrehumano: la única ocasión en la que vencemos a la muerte. Fundidos con el otro y con el Todo, somos por un instante eternos e infinitos, polvo de estrellas y pata de cangrejo, magma incandescente y grano de azúcar. El cielo, si es que existe, sólo puede ser eso.
El cielo estuvo en Amsterdam una tarde lluviosa. Crepitaba el fuego en la chimenea, mucho más frío que el sólido pecho de Adrián. Su olor, su carne muelle y tensa, su vientre tan liso, el rizado pubis, las ingles algo húmedas.
– ¿Te acuerdas del acertijo de la torre? -dijo Adrián. Yo tenía mi oreja sobre su pecho y su voz resonaba por ahí dentro, un sordo retumbar de caverna marina.
– Creo que sí.
– Lo del hombre que se tira de una torre medio derruida y que a mitad del vuelo grita: ¡Noooooo!…
– Sí.
– Ya sé la solución: es que es el fin del mundo. El mundo se ha acabado, quizá por una guerra nuclear, o por lo que sea; por eso la torre está en tan mal estado. Y el hombre es el último hombre de la tierra. Por eso se suicida. Pero mientras que desciende por el aire…
– … escucha el timbre de un teléfono.
– Exacto. O sea, que no está solo. No tenía que haberse suicidado.
– A saber. Lo mismo el que llamaba era un pelmazo.
– Mira que eres bichejo…
Cuando dos amantes recientes están en la cama y uno le dice al otro «mira que eres bichejo», las palabras suelen ir acompañadas de un achuchón carnal, un abrazo por aquí, un pellizco por allá, un estrujar estas o aquellas redondeces; y los tocamientos enardecen, y los enardecimientos exasperan, y se dispara entonces el dolor hambriento del deseo, cada vez más agudo hasta que se sacia. Eso empezó a suceder también aquella tarde en Amsterdam, mientras yo pensaba en el suicida de la torre. Pobre hombre, tan infinitamente solo. Me había burlado de él, pero le entendía. Le comprendía a la perfección porque ahora Adrián y yo éramos también los únicos seres vivos de la tierra. Los supervivientes del apocalipsis. Y así, enredados nuestros brazos y nuestras piernas, engastados el uno en el otro, náufragos de la carne en el mar del tiempo, aquella tarde en Amsterdam Adrián y yo nos pusimos a ser eternos otra vez durante un rato.