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– Así es más fácil -sonrieron los tipos.

Eran muy parecidos a los policías judiciales de María Martina. La misma edad, la misma corpulencia, una guapeza anodina similar, idénticas mandíbulas cuadradas de sanos comedores de chicle que jamás se han fumado un cigarrillo. La única diferencia perceptible estribaba en que éstos vestían mejor. Los trajes eran también grises, pero de firma. Al parecer, los gorilas privados tenían sueldos más elevados que los gorilas funcionarios.

– Venimos en su busca. Nuestro jefe le ha concedido una entrevista. Ahora mismo.

– ¿Y cómo sé yo que ustedes son lo que dicen ser?

– Me parece que tendrá que confiar en nosotros. Ese diálogo me sonaba repetido.

– Ellos vienen conmigo -dije, señalando a mis amigos.

El gorila me miró dubitativo. Me apresuré a hablar antes de que nos soltara una negativa y luego se viera forzado a mantenerla por puro desplante.

– Supongo que sabrán ustedes quién es el señor Van Hoog. Pues bien, el amigo de Van Hoog es este hombre -dije, señalando a Félix-. Y tenemos una carta del holandés para su jefe que se refiere a nosotros tres.

El tipo cabeceó parsimonioso:

– Está bien. Ya sabíamos que andaba usted con alguien.

De modo que volví a meterme en la trasera de un coche, esta vez encajada entre Félix y Adrián, y de nuevo me crucé la ciudad camino de un destino desconocido. Que luego resultó ser no tan desconocido: el coche se detuvo con suavidad frente al Paraíso.

Uno de los matones se bajó con nosotros y nos guió por el atestado salón del café hasta depositarnos delante de un hombre de unos cincuenta y cinco años que estaba solo en una mesa. En el velador de al lado, cuatro energúmenos vestidos de gris intentaban disimular su clamorosa condición de guardaespaldas. El hombre maduro nos hizo una seña con la mano para que nos sentáramos. Lucía un ostentoso pelo plateado que peinaba hacia atrás con brillantina, dejando una espumilla de rizos sobre el cogote. Blazi e r negro, pantalón rojo oscuro, un pañuelo de seda anudado al cuello y en conjunto un repugnante aspecto de play-boy carroza y marbellí.

– ¿Y qué se cuenta mi querido amigo Van Hoog? -dijo el tipo a modo de saludo.

– Nada de particular. Ejem. Está muy bien -contesté.

– ¿Qué ha decidido hacer por fin con Ludmila?

– Pues la verdad es que no lo sé. Ejem, ejem. No llegué a preguntárselo -improvisé.

– La última vez que estuvimos con él se pasó toda la mañana contándonos batallitas de juventud, de cuando colaboraba con la Resistencia contra los nazis. En fin, ya sabe usted cómo es él -añadió Félix con toque maestro.

– ¡Un fantasioso! Eso es lo que es. Porque eso de que luchó en la Resistencia… Bah, no me lo creo. Ahora puede decir lo que quiera, pero Van Hoog siempre estuvo en donde había que estar, naturalmente.

El tipo sonreía, ufano y seguro de sí, enseñando unos dientes magníficos que debían de costar unas 300.000 pesetas la pieza, más o menos. De modo que este era el Mayor Vendedor de Calabazas: pues no parecía tan peligroso. De hecho, lo encontré tan común y corriente que cometí la torpeza de discutir sus palabras.

– ¿Qué quiere decir con eso? ¿Que apoyar a los nazis era lo adecuado?

Félix me dio un rodillazo y yo misma me arrepentí al instante de haber hablado. Pero la cosa ya no tenía arreglo. El hombre me lanzó una ojeada fina como un punzón. Me estremecí bajo aquella mirada. Después de todo, tal vez aquel patrón de yate sin yate no fuera tan común y corriente. Tal vez no.

– Tengo entendido que busca usted información -empezó a decir con voz perezosa-. Y sí, la verdad es que la veo un poco despistada. Verán, yo también les voy a contar una batallita, lo mismo que hizo mi amigo Van Hoog. Pero en esta ocasión la batalla no es mía, sino de mi abuelo. Mi abuelo era militar y en 1921 participó en lo que se conoce como el desastre de Annual, que en realidad no sucedió sólo en Annual, sino en diversos puntos del norte de África. En el verano de 1921, y durante veinte días, los rebeldes rifeños destrozaron al ejército colonial español. No eran más que unos cuantos desharrapados armados de machetes y gumías, pero masacraron a un número indeterminado de soldados españoles, tal vez doce mil o quizá más. No se sabe muy bien cuántos soldados había en el Rif, porque los números estaban hinchados: algunos mandos se debían de estar quedando con las pagas sobrantes. La corrupción, la cobardía y la ineptitud de gran parte de los oficiales fueron la verdadera causa del desastre. Yo lo sé porque mi abuelo fue uno de los cobardes y me lo contó. Por entonces él era coronel y estaba sirviendo con el general Navarro. Por lo que decía mi abuelo, la catástrofe del Rif fue algo dantesco. El ejército se colapso, los soldados huían pisoteando a los heridos, los oficiales de baja graduación se arrancaban las insignias para no ser reconocidos como oficiales y los de alta graduación escapaban en los vehículos a motor, los llamados coches rápidos, pasando a veces por encima de los cuerpos de sus propios soldados. Los rifeños mataban a pedradas a los españoles que huían y torturaban hasta la muerte a los heridos: les clavaban a las paredes, les abrasaban los genitales, les ataban las manos con sus propios intestinos. Por supuesto que en medio de este horror hubo también innumerables casos de increíble heroísmo. Como los 690 jinetes del regimiento de Alcántara, por ejemplo, que cargaron una y otra vez contra el enemigo para proteger la retirada de las tropas. La última carga la hicieron al paso, porque ya ni caballos ni jinetes tenían fuerzas para nada más. Cayó el 90 por 100 del regimiento, el mayor porcentaje de bajas que jamás ha tenido una unidad de Caballería europea; cuando el ejército español reconquistó el Rif encontraron los cadáveres del regimiento de Alcántara tal y como murieron, aún en formación de combate. De manera que en el desastre de Annual hubo de todo, proezas y vilezas. Por ejemplo, el general Navarro fue un héroe y el coronel Morales un ruin. ¿Qué les parece esto?

Me encogí de hombros, sorprendida. Estaba fascinada por el relato, pero no tenía la menor idea de adonde iba a parar.

– No sé. ¿Qué me tiene que parecer?

– ¡Pues mentira! Le tendría que parecer mentira, porque sucedió justo al revés: el general Navarro se comportó de modo miserable y el coronel Morales murió como un caballero, combatiendo pistola en mano hasta el final mientras a su alrededor todos huían. Morales luchaba codo con codo con unos pocos oficiales; se habían juramentado para matarse entre sí y evitar de este modo que los rifeños les torturaran. Al fin, Morales cayó herido; pidió a sus compañeros que cumplieran su palabra, pero éstos, dos tenientes, no se atrevieron a rematarle. Probablemente se echaron atrás por pura cobardía personal, pensando que, si ejecutaban a su superior, después podrían ser sometidos a un consejo de guerra. El caso es que huyeron, dejando solo al coronel, herido e indefenso, en las laderas del Izzumar; y allí mismo, en efecto, Morales fue torturado hasta la muerte por los rifeños. En cuanto al general Navarro, decidió rendirse con sus 2.300 hombres en Monte Arruit, aunque sabía que los rebeldes mataban a los vencidos. Y así fue: mientras Navarro se refugiaba en casa de un moro principal junto a nueve oficiales, un intérprete y siete de tropa, los rifeños acabaron con los 2.300 soldados. Tampoco en ese caso todos los oficiales se comportaron del mismo modo. Por ejemplo, Navarro invitó al comandante Alfredo Marqueríe, padre del que luego sería el famoso crítico teatral, a que se quedara con ellos. Pero el comandante prefirió morir con sus soldados. ¿Qué les parece?

– Estremecedor.

– Pues a mí me parece una estupidez. Mi abuelo, en cambio, fue de los oficiales que se quedaron con Navarro. Y salvó la vida. Tras el desastre de Annual se hicieron las pertinentes investigaciones, por supuesto, y hubo unos expedientes instruidos por unos cuantos militares picajosos en los que consta claramente la culpabilidad de los altos mandos, empezando por el general Berenguer, que era la cabeza del ejército en África. Pero por fortuna el general Primo de Rivera proclamó la dictadura en 1923 y evitó que se depuraran las responsabilidades. Ya ve, los cobardes que salvaron la vida acabaron salvando también todo lo demás, hasta el honor, porque la memoria de las personas es muy débil. Mi abuelo, que ya tenía dinero por su casa, hizo después buenos negocios, aumentó el patrimonio y terminó sus días como un honorable patriarca, un verdadero padre de la Patria: una importante avenida de Madrid lleva su nombre. Mi padre continuó su estela y supo multiplicar el alcance de nuestro apellido en los azarosos años de la posguerra. Y luego he llegado yo y he seguido trabajando en la misma línea. Hoy somos una de las familias más influyentes de este país. No salgo en los periódicos y mi rostro no es popular, pero no hay palacio que no abra sus puertas de par en par cuando yo llamo. El verdadero poder siempre está en la sombra.

El hombre detuvo su perorata y se bebió de un trago la media copa de fino que tenía delante. A nosotros ni siquiera nos había preguntado si queríamos tomar algo. Estábamos escuchándole a palo seco.

– Voy a contarles cómo lo veo yo. Cómo es el mundo. A veces, entre la heroicidad y la ruindad apenas si hay distancia. Quiero decir que, para muchos de los hombres que se vieron de pronto atrapados en el Rif, esa fue la primera vez en toda su existencia que tuvieron que decidir entre el Bien y el Mal, o entre el honor y la vida. En cuestión de horas o incluso de minutos se lo jugaban todo: podían ser fieles a unos ideales y caer en manos de los torturadores, o bien podían traicionarse y sobrevivir. Había que escoger, y todos escogieron. Unos, los heroicos, fallecieron, a menudo sometidos a muertes atroces. Otros, los cobardes, regresaron a España, vieron crecer a sus hijos, hicieron negocios, acabaron en ocasiones convertidos en prohombres de la sociedad, como mi abuelo. ¿De qué sirvió soportar las torturas, de qué sirvió el sacrificio de los hombres de Alcántara? Se lo voy a decir yo: de nada. No salvaron vidas, porque de todas formas los rifeños hicieron una degollina. No salvaron la posición, porque el territorio cayó en poder de los rebeldes. Y lo peor es que España, incapaz de mantener por más tiempo su desfasado imperio colonial, terminó devolviendo el Rif a sus pobladores. Por otra parte, ni siquiera recordamos a los héroes: ya han visto ustedes que les puedo engañar con facilidad y decir que el valiente fue un gallina o viceversa sin que a nadie le importe lo más mínimo. No, los héroes son simplemente inútiles. Mientras que los constructores de países son siempre los otros. Los que huyen y traicionan. Los que saben guardar la ropa mientras nadan. Los supervivientes, porque ellos son, en definitiva, quienes escriben la Historia. Lo digo con orgullo, porque no es fácil ser el vencedor. He usado las palabras cobardía y heroísmo para entendernos, pero en el mundo real tienen otro significado que el que generalmente se les atribuye. En el mundo real, la cobardía es sabiduría y el heroísmo es una estupidez. Pertenezco a una larga estirpe de triunfadores que siempre hemos sabido hacer lo que había que hacer para ganar. ¿Que para ello hay que internarse en la ilegalidad? Bueno, es que la ilegalidad también ha de ser gestionada para que la máquina funcione. Que no me hablen de los héroes muertos y olvidados: no son más que unos pobres perdedores. Mientras que a nosotros nos levantan estatuas y nos dedican calles. Así son las cosas, este es el verdadero orden del mundo.

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