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No. Lo ideal, lo perfecto, para compactar la fe cristiana en el viejo y nuevo mundo, hallándose en ello un antídoto contra las venenosas ideas filosóficas que demasiados adeptos tenían en América, sería un santo de ecuménico culto, un santo de renombre ilimitado, un santo de una envergadura planetaria, incontrovertible, tan enorme que, mucho más gigante que el legendario Coloso de Rodas, tuviese un pie asentado en esta orilla del Continente y el otro en los finisterres europeos, abarcando con la mirada, por sobre el Atlántico, la extensión de ambos hemisferios. Un San Cristóbal, Christophoros, Porteador de Cristo, conocido por todos, admirado por los pueblos, universal en sus obras, universal en su prestigio. Y, de repente, como alumbrado por una iluminación interior, pensó Mastaï en el Gran Almirante de Fernando e Isabel. Con los ojos fijos en el cielo prodigiosamente estregado, esperó una respuesta a la pregunta que de sus labios se había alzado. Y creyó oír el verso de Dante:

“Nada te digo, para que busques en ti mismo.”

Pero al punto se sintió agobiado por la conciencia de su propia pequeñez: para promover la canonización del Gran Almirante, para presentar su postulación a la Sacra Congregación de Ritos, hubiese sido necesario tener la autoridad de un Sumo Pontífice, o, al menos, de un Príncipe de la Iglesia -pues mucho tiempo había transcurrido desde la muerte del Descubridor de América, y su caso, francamente, no era de los más ordinarios…- y él, modestísimo subordinado de la Curia, sólo era el oscuro canónigo Mastaí, integrante derrotado de una fracasada misión apostólica. Se cubrió el rostro con las manos, en esa noche tendida sobre la inmensidad del Cabo de Hornos, para ahuyentar de su mente una idea que, por lo enorme, rebasaba sus posibilidades de acción… Sí. Aquella noche memorable, se cubrió el rostro con las manos, pero esas manos eran las mismas que ahora vacilaban entre el tintero y una pluma, manos estas que eran hoy las de Su Santidad el Papa Pío Nono. ¿Por qué esperar más? Llevaba años acariciando ese sueño, sueño que en el momento se haría realidad, mostrándose al mundo la canonización de Cristóbal Colón como una de las obras máximas de su ya largo pontificado. Releyó lentamente un párrafo del texto propuesto a su atención por el Primado de Burdeos: “ Eminentissimus quippe Princeps Cardinalis Donnel, Archiepiscopus Burdigalensis, quatuor ab hinc annis exposuit sanctitati tuae venerationem fidelium erga servum Dei Christophorum Columbum, enixe deprecans pro introductione illius causae exceptionali ordine.” [1]

Y, pasando a la hoja que acompañaba la solicitud, su mano rubricó firmemente el decreto por el cual se autorizaba la apertura de la instrucción y proceso. Y Su Santidad cerró el cartapacio encarnado de los documentos, con un suspiro de alivio y la impresión de haber culminado una gran tarea. Abriendo quedamente la puerta, Sor Crescencia trajo la lámpara de suave luz, atemperada por una pantalla verde, que cada tarde le anunciaba un próximo crepúsculo. Entregó el legajo a la monja, rogándole que lo hiciese llegar, mañana, por la vía reglamentaria, a manos del jefe de la Sacra Congregación de Ritos. El Papa quedó solo. Desde hacía muchos años, a causa de su viaje, era considerado, en el ámbito vaticano, como el máximo conocedor de los problemas de América y, por ello, había sido consultado en cada caso espinoso, escuchándosele con la mayor atención. Él mismo se había jactado más de una vez [2] de ser el “Primer Papa Americano y hasta chileno” (-”Porque nada de lo que puede ocurrir en los países de allende el mar puede serme ya indiferente” -decía). Y sin embargo, ahora que echaba a andar el intricado mecanismo de una beatificación, teniendo, él mismo, desde ahora, que nombrar un Postulador, un Cardenal Ponente, un Promotor General de la Fe, un Protonotario, un Canciller, que hubiesen de actuar en el proceso -paso previo para la canonización de Christo-phoros- le preocupaba, una vez más, que para ello fuese indispensable solicitar un procedimiento por vía excepcional: “pro introductione illius causae exceptionali ordine”. Roma prefería siempre que los procesos de beatificación se iniciaran lo más pronto posible, después de la muerte del postulado. Cuando transcurría demasiado tiempo, había siempre el peligro de que una devoción local hubiese magnificado en demasía lo que no pasaba de ser una piadosa trayectoria humana, obteniéndose tan sólo, de la Congregación de Ritos, una beatificación equipolente -menguada en alcance y relumbre-, lo cual, en el caso de Colón, hubiese contrariado los designios del Sumo Pontífice que la quería universal y muy sonada y pregonada. La cuestión de tiempo, desde luego, justificaba la “vía excepcional”. Pero… ¿por lo demás? No había dudas. Trece años antes había pedido al Conde Roselly de Lorgues, escritor católico francés, que escribiese una verídica historia de Cristóbal Colón, a la luz de los más modernos documentos e investigaciones hechas acerca de su vida. Y en esa historia -la había leído y releído veinte veces- aparecía claramente que el Descubridor de América era merecedor, en todo, de un lugar entre los santos mayores. El Conde Roselly de Lorgues no podía haberse equivocado. Era un historiador acucioso, riguroso, ferviente, digno de todo crédito, para quien el gran marino había vivido siempre con una invisible aureola sobre la cabeza. Era tiempo ya de hacerla visible ad majorem Dei gloriara. Recordó el Papa que Colón había pertenecido, como él, a la orden tercera de San Francisco, y que franciscano era el confesor que, cierta tarde, en Valladolid… ¡ Oh, haber sido Él, ese oscuro fraile que, aquella tarde, en Valladolid, tuvo la inmensa ventura de recibir la confesión general del Revelador del Planeta! ¡Qué deslumbramiento! ¡Y cómo debió poblarse de imágenes cósmicas, la tarde aquella, una pobre estancia de posada vallisoletana, transformada, por el verbo de Quien hablaba, en un prodigioso Palacio de Maravillas!… Jamás relato de Ulises en la corte de los feacios debió aproximarse, siquiera de lejos, en esplendor y peripecias, al que hubiese salido, aquella tarde, de la boca de Quien, al caer la noche, conocería los misterios de la muerte, como había conocido, en vida, los misterios de un más allá geográfico, ignorado aunque presentido por los hombres desde “la dichosa edad y siglos dichosos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados” -dichosa edad y siglos dichosos, evocados por Don Quijote en su discurso a los cabreros…

[1] "El Muy Eminente Principe Cardenal Donnet, arzobispo de Burdeos, hizo conocer, hace cuatro años, a Vuestra Santidad, la veneración de los fieles hacia el ¡trvidor de Dios Cristóbal Colón, solicitando insistentemente la introducción de la causa del ilustre personaje por vía extraordinaria." (Apéndice "C" del Postulatum, publicado al final de Le Révélateur du Clobe de Léon Bloy.)


[2] Según documento publicado por la Nunciatura Apostólica de Chile (1952).


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