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Como fascinado por una repentina coincidencia de imágenes, detuvo el paso demorándose en contemplar aquella pintura que mostraba el tormento de un asaeteado y pensó en aquellas otras saetas -crueles y deleitosas saetas- que, desde los tiempos mitológicos, fatídicamente hieren a sus electos, dejándolos en la inefable agonía de quienes son arrojados al “huracán infernal” que por siempre arrastrará a los Paolo y Francesca de ayer, de hoy y del futuro, (“Cuando me culparon de amancebamiento por no haber llevado al altar a mi Beatriz, a quien tanto quise, dejando mi simiente en su propicia aradura, no entendían esos feroces observantes del canon reunidos para condenarme, clérigos helados, vaticanos de prebenda y poltrona, puestos ante mí como si estuviesen sentados a la derecha de Dios para juzgar a los hombres, que yo, como los magnánimos varones de la Andante Caballería [(¿y que fui yo, sino un Andante Caballero del Mar?)], tuve por Dama a quien jamás traicioné en espíritu, sí bien permanecía unido por la carne a la que hizo perdurar mi prosapia. Y, en esos momentos en que, de lo alto de un estrado que mucho tenía de buen escenario para alguna jurídica farándula, discutían mi caso esos Investidos, ceñudos y ergotantes, entendí, más que nunca, que tiene el corazón -¿quién dijo eso?- razones que la razón ignora. Y de súbito pensé en la reclinada y dolorosa figura del Doncel de Sigüenza, que también tuvo de Dama, guía y faro de sus destinos, a la Alta Señora de Madrigal de las Altas Torres… Entronizando en su alma -como Amadís a la sin par Oriana- a quien hubiese visto por vez primera en el campamento de Moclín, tras de la toma de Illora, la amó con muy distinto sentimiento del que durante algún tiempo lo tuviese goloso de su novia seguntina. Y, con su imagen en la mente, movido por el mismo empeño que alentaba en su Dama el glorioso afán de la Recon quista, acaso por acrecerse en fama y bizarría ante Sus Ojos, se arrojó a temerarias acometidas, cayendo en la cruzada contra los moros, para descansar, finalmente, en la catedral de Sigüenza, inmovilizado en estatua de piedra mármol, envuelto en su capa castrense, recortada la melena al itálico modo -roja la cruz de Santiago pintada en el pecho, como perenne retoño de su sangrante alma. [5] ¡Gomo te envidio Doncel, más batallador que yo, aunque se te figurase en la tapa de tu enterramiento leyendo un libro -un libro que acaso fuese de Séneca el Viejo, mientras yo, buscando las claras profecías que se encerraban en su Medea, traducía reveladoras estrofas del otro Séneca!… ¡Tú y yo -¿y a qué negar que alguna vez tuve celos de ti?- amamos a la misma mujer, aunque tú no conociste, como yo [(¿y tal vez?, ¿quién podría asegurarlo?, ¿cómo calar en tan resguardado misterio?…)] el gozo impar de tener una reina en tus brazos. La de Madrigal de las Altas Torres fue nuestra incomparable Oriana, aunque esos, que me juzgaron, pulverulentos magistrados, empachados de derecho canónico, no entendieran la constancia de un desvelo tenido en secreto, porque forzoso era que fuese ignorado por todos, teniendo ambos que callar lo que acaso te llevó a inmolarte en meritorios alardes de hombría, mientras yo consecuente con el sentimiento que fue, a partir de cierta época, brújula y norte de mis actos, no desposé a Beatriz, a mi sin embargo amada Beatriz, Y es que hay normas de la fidelidad caballeresca que jamás entenderán esos mediocres leguleyos que ahora me culparon de amancebado fornicador y no sé cuántas cosas más… Si no hubiese alentado el ideal que en mí llevaba, me habría ayuntado con indias -que bien apetecibles eran, a veces, en su edénica desnudez- como hicieron tantos y tantos que me acompañaron en mis descubrimientos… Y eso. Eso, jamás podrán decirlo de mí, por más que revuelvan papeles viejos, escudriñen en archivos, o presten oídos a las infamias sobre mí propaladas por los Martín Pinzón, Juan de la Cosa, Rodrigo de Triana, y otros bellacos encarnizados en mancillar mi memoria… Y es que hubo en mi vida un instante prodigioso en que, por mirar a lo alto, lo muy alto, desapareció la lujuria de mi cuerpo, fue ennoblecida mi mente por una comunión total de carne y espíritu, y una luz nueva disipó las nieblas de mis desvarios y lucubraciones…)

Y el Invisible se encuentra nuevamente, agobiado por una enorme congoja, en la Plaza de San Pedro… (A su lado pasa, apresurado y cazurro, e! seminarista de la Lipsonoteca, murmurando: “Aquí no hay un día de descanso. No bien acaban de tumbar a Colón, y ya se piensa en la beatificación de Juana de Arco, que tampoco tiene huesos que guardar, ya que sus cenizas fueron aventadas en Rouen… Y tener que convencer de ello al Protonotario, que cree que Juana de Arco fue estrangulada en la Torre de Londres… ¡Qué oficio, Dios mío! ¡Qué oficio!…) De pronto, un nuevo Invisible se empareja con el anterior- visible para él-, desnudo el torso, cargando con un tridente como Poseidón, tal como aparece, para la posteridad, en un famosísimo retrato del Bronzino. Asi, el Gran Almirante de Isabel y Fernando se topa, por vez primera, con su coterráneo y casi contemporáneo -años más, anos menos- Andrea Doria, el Gran Almirante de Venecia y de Genova. Almirantes ambos y genovcses ambos, se hablan cordialmente en su peculiar dialecto. -”Me aburría en mi sepulcro de la Iglesia de San Mateo, y vine a tomar el fresco en esta plaza” -dice Andrea: “De paso me conseguí una tableta de andullo. ¿Quieres una mascada? ¿No?… Raro, puesto que eres bastante responsable de que tanta gente estornude el rape, fume en pipa o encienda habanos, en nuestro país. Sin ti, no sabríamos lo que es el tabaco.” -”Se hubieran enterado de todos modos por Améríco Vespucci” -dijo Cristóbal, amargo: “¿Y cómo viniste de Genova?” -'“En tren. Por el expreso de Ventimiglia.” -”¿Y te dejaron subir al vagón así, asi, casi en cueros, hecho un Neptuno de alegoría mitológica?” -”No olvides que tú y yo pertenecemos a la categoría de los Invisibles. Somos los Transparentes. Y como nosotros hay muchos que, por su fama, porque se sigue hablando de ellos, no pueden perderse en el infinito de su propia transparencia alejándose de este mundo cabrón donde se les levanta estatuas y los historiadores de nuevo cuño se encarnizan en revolver los peores trasfondos de sus vidas privadas.” -”¡Dímelo a mi!” -”Asi, muchos ignoran que a menudo viajan, en ferrocarril o en barco, en compañía de la griega Aspasia, el paladín Roldan, Fray Angélico o el Marqués de Santillana.” -”Invisible se vuelve todo aquel que ha muerto.” -”Pero si se le menciona y se le habla de lo que hizo y de lo que fue, el Invisible 'se hace gente' -como se dice- y empieza a conversar con quien evoca su nombre. Pero en eso, como en todo, hay categorías debidas a la mayor o menor demanda. Hay invisible Clase A, como Carlomagno o Felipe II; Clase B, como la princesa de Éboli o el caballero Bayardo; y hay los ocasionales, mucho menos solicitados, como aquel infeliz rey visigodo, Favila, mencionado en la Cróni ca de Alfonso III, de quien sólo se sabe que reinó dos años y murió comido por un oso, o, para hablar de tu mundo, aquel Bartolomé Cornejo que en San Juan de Puerto Rico abrió, y con la anuencia de tres obispos, la Primera Casa de Putas del Continente, el día 4 de agosto de 1526 -fecha memorable, aquélla, que algo tuvo ya de 'Día de la Raza', puesto que allí laboraban mozas traídas de la Península, porque las indias, que nunca habian practicado el tal oficio, ignoraban las mañas que tú y yo bien conocemos… ¿eh marino?” -”En la historia de América -y por mía la tengo, aunque lleve el nombre de otro… – hubo varones de méritos más señalados que ese Bartolomé Cornejo” -dijo el Invisible-Descubridor, picado: “Porque, en fin, Sahagún, Motolinía, Fray Pedro de Gante…” -”¡Quién lo duda! Y también existió un Simón Bolívar!” El invisible semblante del Invisible Christo-phoros se crispó en su invisibilidad: -”Prefiero que no menciones a Simón Bolívar.” -”Perdón” -dijo Doria: “Comprendo que su nombre te sea poco grato. Él deshizo lo que tú hiciste.” -”Por eso: no mientes la soga en casa del ahorcado.” -”Aunque, pensándolo bien: si el descubrimiento de América hubiese interesado a un rey Enrique de Inglaterra, Simón Bolívar se llamaría Smith o Brown… Igualmente, si Ana de Bretaña hubiese aceptado tu oferta, donde hoy se habla el castellano, se hablaría algún bárbaro dialecto del Morbihan.” -”Quiero recordarte” -dijo Christo-phoros, picado- “que tú, antes de combatir a favor de Carlos V, serviste, tan feliz, al Rey Francisco I de Francia, que era su adversario. Los genoveses nos conocemos todos”. -”Tanto, tanto, tanto, que todos sabemos aquí quién es Almirante de combates y quién es Almirante de paseos. ¿Dónde fueron tus guerras?” -”Allá”, dijo el marino de Isabel la Católica, señalando hacia el Oeste. -”Las mías fueron aquí, en el Mediterráneo. Con la diferencia de que, mientras tú aterrorizabas con tus lombardas a unos pobres indios en cueros, sin más armas que azagayas que hubiesen sido suficientes, siquiera, para azuzar una yunta boyera de las nuestras, yo fui, durante años, el azote mayor de los bajeles del Turco”. La conversación se iba agriando. Andrea Doria cambió de tema: “¿Y qué tal tu asunto allá dentro?” (señalando hacía la puerta mayor de la basílica) -”Me tumbaron”. -”Tenia que ser: marinero y genovés.” Y, engolando el tono, recitó los versos de la Divina Come dia: “¡Ah¡ genoveses! Hombres ajenos a toda buena costumbre y repletos de vicios… ¿por qué no sois arrojados de la tierra?” -”Me tumbaron” -repetía el Christo-phoros, con muy triste voz: “Tú, Andrea, fuiste un Gran Almirante y sólo se quiso honrar tu memoria como la memoria de un gran Gran Almirante… Yo también fui un Gran Almirante pero, por el empeño de hacerme demasiado grande, rebajaron mí talla de gran almirante” -”Consuélate pensando que muchas estatuas tuyas se erigirán en el mundo” -”Y ninguna se parecerá a mí, porque salido del misterio volví al misterio sin dejar huella pintada o dibujada de mi humana figura.” “Además, de estatuas sólo no vive el hombre. Hoy, por demasiado admirarme, algunos amigos míos me jodieron.” -”Tenía que ser: marinero y genovés” -”Me jodieron” -repetía el otro, casi sollozante. Andrea Doria le puso una invisible mano sobre el invisible hombro, y, para consolarlo: -”¿A quién, carajo, se le ocurrió eso de que un marinero pudiese ser canonizado alguna vez? ¡ Si no hay santo marino en todo el santoral! Y es porque ningún marinero nació para santo. Hubo una larga pausa. Ya los dos Invisibles nada tenían que decirse: -”Ciao, Colombo.” -”Ciao, Doria”… Y quedó el Hombre-condenado-a-ser-un-hombre-como-los-demás, en el lugar preciso de la plaza donde, cuando se mira hacia las columnatas de Bernini, la columna frontal oculta tan perfectamente las otras tres, que cuatro parecen una sola. -”Juego de apariencias” -pensó: “Juegos de apariencias, como fueron, para mí, las Indias Occidentales. Un día, frente a un cabo de la costa de Cuba al cual había llamado yo Alfa-Omega, dije que allí terminaba un mundo y empezaba otro: otro Algo, otra cosa, que yo mismo no acierto a vislumbrar… Había rasgado el velo arcano para penetrar en una nueva realidad que rebasaba mi entendimiento porque hay descubrimientos tan enormes -y sin embargo posibles- que, por su misma inmensidad, aniquilan al mortal que a tanto se atrevió.” Y recordó el Invisible a Séneca, cuya Medea fuese durante largo tiempo su libro de cabecera, identificándose con Tifis, timonel de Argonautas, en las estrofas, muy sabidas, que se le cargaban, ahora, de un sentido premonitorio: “Tifis tuvo la audacia de desplegar sus velas sobre el vasto mar/ dictando nuevas leyes a los vientos…/ Hoy, vencidas las aguas, sometidas a la ley de todos/ el esquife mas endeble puede transponer sus horizontes/ y fueron rotos los linderos conocidos/ y las murallas de nuevas ciudades son edificadas/ sobre tierras recién descubiertas./ Nada ha quedado como antes/ en un universo accesible en su totalidad”… Y mientras empezaban a sonar claras campanas en aquel mediodía romano, se recitó los versos que parecían aludir a su propio destino: “Tifis, que había domado las ondas/ tuvo que entregar el gobernalle a un piloto de menos experiencia/ que, lejos de los predios paternos/ no recibiendo sino una humilde sepultura/ bajó al reino de las sombras oscuras”… Y, en el preciso lugar de la plaza desde donde, mirándose hacia loa peristilos circulares, cuatro columnas parecen una sola, el Invisible se diluyó en el aire que lo envolvía y traspasaba, haciéndose uno con la transparencia del éter.

[5] “La más bella estatua del mundo” dijo Ortega y Gasset.


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