Nicolau Eimeric lo pensó. Llamó al escribano para que pusiera por escrito las denuncias del noble de Bellera y de Genis Puig, hizo llamar a Margarida Puig y ordenó el encarcelamiento de Francesca.
– ¿Y la otra? -preguntó el inquisidor al señor de Bellera-. ¿Se la acusa de algo? -Los dos hombres titubearon-. En ese caso quedará en libertad.
Francesca fue encadenada lejos de Arnau, en el extremo opuesto de la inmensa mazmorra, y Aledis arrojada a la calle.
Después de organizado todo, Nicolau se dejó caer en el sillón de su mesa. Blasfemar en el templo del Señor, mantener relaciones carnales con una judía, amigo de los judíos, asesino, prácticas diabólicas, actuar en contra de los preceptos de la Iglesia…Y todo ello sostenido por sacerdotes, nobles, caballeros… y por la pupila del rey. El inquisidor general se arrellanó en el sillón y sonrió.
«¿Tan rico es tu hermano, fra Joan? ¡Estúpido! ¿De qué multa me hablas cuando todo ese dinero pasará a manos de la Inquisición en el mismo momento en que condene a tu hermano?»
Aledis dio varios traspiés cuando los soldados la empujaron fuera del palacio del obispo. Tras recuperar el equilibrio se encontró con que varias personas la miraban. ¿Qué habían gritado los soldados? ¿Bruja? Estaba casi en el centro de la calle y la gente seguía atenta a ella. Se miró la ropa, sucia. Se mesó los cabellos, ásperos y despeinados. Un hombre bien vestido pasó por su lado mirándola con descaro. Aledis dio un zapatazo en el suelo y se lanzó sobre él gruñendo, enseñando los dientes como los perros cuando atacan. El hombre dio un salto y se alejó corriendo hasta que advirtió que Aledis no se había movido. Entonces fue la mujer quien miró a los presentes; uno a uno bajaron la vista y siguieron su camino, aunque no faltó quien de reojo se volvió hacia la bruja y vio cómo observaba a los curiosos.
¿Qué había sucedido? Los hombres del noble de Bellera irrumpieron en su casa y detuvieron a Francesca mientras la anciana descansaba sentada en una silla. Nadie dio la menor explicación. Apartaron con violencia a las muchachas cuando se revolvieron contra los soldados; todas buscaron el apoyo de Aledis, que estaba paralizada por la sorpresa. Algún cliente salió corriendo medio desnudo. Aledis se enfrentó al que parecía el oficial:
– ¿Qué significa esto? ¿Por qué detenéis a esta mujer?
– Por orden del señor de Bellera -contestó.
¡El señor de Bellera! Aledis desvió la mirada hacia Francesca, encogida entre dos soldados que la sostenían por las axilas. La anciana había empezado a temblar. ¡Bellera! Desde que Arnau derogó los malos usos en el castillo de Montbui y Francesca desveló su secreto a Aledis, las dos mujeres superaron la única barrera que hasta entonces había existido entre ellas. ¿Cuántas veces había oído de labios de Francesca la historia de Llorenç de Bellera? ¿Cuántas veces la había visto llorar al recordar aquellos instantes? Y ahora… otra vez Bellera; otra vez se la llevaban al castillo, como cuando…
Francesca seguía temblando entre los soldados.
– Dejadla -gritó Aledis a los soldados-, ¿no veis que le estáis haciendo daño? -Éstos se volvieron hacia el oficial-. Iremos voluntariamente -añadió Aledis mirándolo.
El oficial se encogió de hombros y los soldados cedieron la anciana a Aledis.
Las llevaron al castillo de Navarcles, donde las encerraron en las mazmorras. Sin embargo, no las maltrataron. Al contrario, les proporcionaron comida, agua e incluso algunos haces de paja para dormir. Ahora entendía la razón: el señor de Bellera quería que Francesca llegara en condiciones a Barcelona, donde las trasladaron al cabo de dos días, en un carro, en el más absoluto silencio. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Cuál era el significado de todo aquello?
El vocerío la devolvió a la realidad. Absorta en sus pensamientos había bajado por la calle del Bisbe y había girado por la calle Sederes para llegar a la plaza del Blat. El claro y soleado día de primavera había congregado en la plaza a más gente de lo habitual y junto a los compradores de grano se movían decenas de curiosos. Se encontraba bajo la antigua puerta de la ciudad y se volvió cuando sintió el olor del pan del puesto que quedaba a su izquierda. El panadero la miró con recelo y Aledis recordó su aspecto. No llevaba un solo sueldo encima. Tragó la saliva que se había formado en su boca y se marchó evitando cruzar la mirada con el panadero.
Veinticinco años; veinticinco años hacía que no pisaba aquellas calles, que no miraba a sus gentes y que no respiraba los olores de la gran ciudad condal. ¿Estaría abierta todavía la Pia Almoina? Esa mañana no les habían dado de comer en el castillo y su estómago así se lo recordaba. Desanduvo el camino hecho, de nuevo hacia la catedral, junto al palacio del obispo. Su boca empezó a segregar otra vez saliva cuando se acercó a la fila de menesterosos que se apiñaban ante las puertas de la Pia Almoina. ¿Cuántas veces en su juventud había pasado por el mismo lugar sintiendo lástima por aquellos hambrientos que se veían obligados a exponerse a la ciudadanía en busca de la caridad pública?
Se sumó a ellos. Aledis bajó la cabeza para que el cabello le tapase el rostro y arrastró los pies siguiendo la fila que avanzaba hacia la comida; lo escondió todavía más cuando llegó hasta el novicio, y alargó las manos. ¿Por qué tenía que pedir limosna? Poseía una buena casa y había ahorrado dinero para vivir cómodamente toda la vida. Los hombres la seguían deseando y… pan duro de harina de haba, vino y una escudilla de sopa. Comió. Lo hizo con la misma fruición con que lo hacían todos los miserables que la rodeaban.
Cuando terminó, levantó la mirada por primera vez. Estaba rodeada de pordioseros, tullidos y ancianos que comían sin perder de vista a sus compañeros de desgracia, agarrando con fuerza el mendrugo y la escudilla. ¿Qué razón la había podido llevar hasta allí? ¿Por qué habían detenido a Francesca en el palacio del obispo? Aledis se levantó. Una mujer rubia, vestida de rojo brillante, que caminaba hacia la catedral, llamó su atención. Una noble… ¿sola? Pero si no era una noble, con ese vestido sólo podía ser una… ¡Teresa! Aledis corrió hacia la muchacha.
– Nos turnamos frente al castillo para saber qué os sucedía -le dijo Teresa una vez que se hubieron abrazado-. No nos fue difícil convencer a los soldados de la puerta para que nos tuvieran al tanto.-La muchacha guiñó uno de sus preciosos ojos azules-. Cuando se os llevaron y los soldados nos dijeron que os traían a Barcelona, tuvimos que encontrar un medio para venir; por eso hemos tardado tanto… ¿Y Francesca?
– Detenida en el palacio del obispo.
– ¿Por qué?
Aledis se encogió de hombros. Cuando las separaron y le ordenaron que se marchara, intentó que soldados o sacerdotes le dieran un motivo. «A las mazmorras con la vieja», había logrado oír. Pero nadie le contestó y la apartaron de su camino a empujones. La insistencia por conocer las razones de la detención de Francesca le costó que un joven fraile a quien había agarrado del hábito llamase a la guardia. La echaron a la calle al grito de bruja.
– ¿Cuántas habéis venido?
– Eulàlia y yo.
Un brillante traje verde corría hacia ellas.
– ¿Habéis traído dinero?
– Sí, claro…
– ¿Y Francesca? -preguntó Eulàlia al llegar junto a Aledis.
– Detenida -repitió ésta. Eulàlia hizo amago de preguntar pero Aledis la hizo callar con un gesto-. No sé por qué. -Aledis miró a las jóvenes… ¿Qué no podrían conseguir ellas?-. No sé por qué está detenida -repitió-, pero lo sabremos; ¿no es cierto, chicas?
Ambas le contestaron con una picara sonrisa.
Joan arrastró el barro de los bajos de su hábito negro por toda Barcelona. Su hermano le había pedido que fuese en busca de Mar. ¿Cómo iba a presentarse ante ella? Después había intentado llegar a un pacto con Eimeric y en lugar de ello, como uno de aquellos vulgares villanos a los que él condenaba, había caído en sus engaños y le había proporcionado mayores indicios de culpabilidad. ¿Qué podía haber denunciado Elionor? Por un momento pensó en visitar a su cuñada, pero el solo recuerdo de la sonrisa que le dirigió en casa de Felip de Ponts lo hizo desistir. Si había denunciado a su propio esposo, ¿qué iba a decirle a él?
Bajó por la calle de la Mar hasta Santa María. El templo de Arnau. Joan se detuvo y lo contempló. Todavía rodeada de anda-mios de madera, por los que los albañiles se movían sin descanso, Santa María ya mostraba lo que sería su orgullosa fábrica. Todos los muros exteriores, con sus contrafuertes, estaban terminados, al igual que el ábside y dos de las cuatro bóvedas de la nave central; las nervaduras de la tercera bóveda, cuya piedra de clave había sido pagada por el rey para que se cincelase en ella la figura ecuestre de su padre, el rey Alfonso, se empezaban a elevar en un arco perfecto, soportadas por complicados andamiajes, a la espera de que la piedra de clave equilibrase los esfuerzos y el arco se mantuviese por sí solo. Únicamente faltaban las dos últimas bóvedas principales y Santa María estaría cubierta del todo.
¿Cómo no enamorarse de aquella iglesia? Joan recordó al padre Albert y la primera vez que Arnau y él habían pisado Santa María. ¡Ni siquiera sabía rezar! Años más tarde, mientras él aprendía a rezar, a leer y a escribir, su hermano acarreaba piedras hasta allí mismo. Joan recordó las sangrantes llagas con las que Arnau apareció durante los primeros días, y sin embargo… sonreía. Observó a los maestros de obras de los diferentes oficios que se afanaban en las jambas y arquivoltas de la fachada principal, en su estatuaria, en sus puertas remachadas, en la tracería, distinta en cada una de sus puertas, en las verjas de hierro forjado y en las gárgolas con todo tipo de figuras alegóricas, en los capiteles de las columnas y en las vidrieras, sobre todo en las vidrieras, esas obras de arte llamadas a filtrar la mágica luz del Mediterráneo para juguetear, hora a hora, casi minuto a minuto, con las formas y los colores del interior del templo.
En el imponente rosetón de la fachada principal ya podía vislumbrarse su futura composición: en su centro, un pequeño rosetón polibulado desde cuyo diámetro partían, como flechas caprichosas, como un sol de piedra concienzudamente labrado, los maineles destinados a dividir el rosetón principal; tras éstos, las narices de tracería daban paso a una fila de trilóbulos en forma ojival y, después de ello, otra fila de cuatrilóbulos, éstos redondeados, que cerraban definitivamente el gran rosetón. Entre toda esa tracería, igual a la que decoraba los estrechos ventanales de la fachada, se irían incrustando las vidrieras emplomadas; de momento, sin embargo, el rosetón aparecía como una inmensa tela de araña, de piedra finamente labrada, a la espera de que los maestros vidrieros acudieran a rellenar los huecos.