Arnau trataba de seguir las explicaciones del moro.
– ¿Y esos valores?
– Se fijan periódicamente en la lonja de Barcelona, en el Consulado de la Mar. Hay que acudir allí para ver cuál es el cambio oficial.
– ¿Varía? -Arnau negó con la cabeza. No conocía aquellas monedas, ignoraba cómo se efectuaban los cambios y, además, ¡resultaba que el cambio variaba!
– Constantemente -le contestó Guillem-Y hay que dominar los cambios; ahí está el mayor beneficio de un cambista.Ya lo comprobarás. Uno de los mayores negocios es el de la compraventa de dinero…
– ¿Comprar dinero?
– Sí. Comprar… o vender dinero. Comprar plata con oro u oro con plata, jugando con las muchas monedas que existen; aquí, en Barcelona, si el cambio es bueno o en el extranjero si resulta que allí es mejor.
Arnau gesticuló con ambas manos en señal de impotencia.
– En realidad es bastante sencillo -insistió Guillem-.Verás, en Cataluña es el rey quien fija la paridad entre el florín de oro y el croat de plata, y el rey ha dicho que es de trece a uno; un florín de oro vale trece croats de plata. Pero en Florencia, en Venècia o en Alejandría, lo que diga el rey no les importa y el oro que contiene un florín no vale trece veces la plata que contiene un croat. Aquí el rey fija la paridad por motivos políticos; allí, pesan el oro y la plata que contienen las monedas y fijan su valor. O sea, que si uno atesora croats de plata y los vende fuera, obtendrá más oro del que le darían en Cataluña por esos mismos croats. Y si vuelve aquí con ese oro, volverán a darle trece croats por cada florín de oro.
– Pero eso lo podría hacer todo el mundo -objetó Arnau.
– Y lo hace…, todo el que puede. El que tiene diez o cien croats no lo hace. Lo hace quien cuenta con mucha gente dispuesta a entregarle esos diez o cien croats. -Se miraron-. Ésos somos nosotros -finalizó el moro abriendo las manos.
Algún tiempo después, cuando Arnau dominaba ya las monedas y controlaba sus cambios, Guillem empezó a hablarle de las rutas y las mercaderías.
– Hoy en día, la principal -le dijo- es la que va por Candía a Chipre, desde allí hasta Beirut y de allí hasta Damasco o Alejandría…, aunque el Papa ha prohibido comerciar con Alejandría.
– Entonces, ¿cómo se hace? -preguntó Arnau, que jugueteaba con el abaco.
– Con dinero, por supuesto. Se compra el perdón.
Arnau recordó entonces las explicaciones que le dieron en la cantera real sobre los dineros con los que se pagaba la construcción de las atarazanas reales.
– ¿Y sólo comerciamos a través del Mediterráneo?
– No. Comerciamos con todo el mundo. Con Castilla, con Francia y Flandes, pero principalmente lo hacemos a través del Mediterráneo. La diferencia estriba en el tipo de mercaderías; en Francia, Inglaterra y Flandes compramos tejidos, sobre todo de lujo: paños de Tolosa, de Brujas, de Malinas, Dieste o Vilages, aunque también les vendemos lino catalán. También compramos artículos de cobre y latón. En Oriente, en Siria y Egipto, compramos especias…
– Pimienta -lo interrumpió Arnau.
– Sí, pimienta. Pero no te confundas. Cuando alguien te hable del comercio de especias, incluirá la cera, el azúcar y hasta los colmillos de elefante. Si te habla de especias menudas, entonces sí se estará refiriendo a lo que se entiende comúnmente por especias: canela, clavo de especie, pimienta, nuez moscada…
– ¿Has dicho cera? ¿Importamos cera? ¿Cómo es posible que importemos cera si el otro día me dijiste que exportábamos miel?
– Pues sí -lo interrumpió el moro-. Exportamos miel pero importamos cera. La miel nos sobra, pero las iglesias consumen mucha cera. -Arnau recordó la principal obligación de los bas-taixos: mantener siempre encendidos los cirios a la Virgen de la Mar -. La cera viene de Dacia a través de Bizancio. Otros de los principales productos con que se comercia -continuó Guillem- son los alimentos. Antes, hace bastante años, exportábamos trigo, ahora tenemos que importar todo tipo de cereales (trigo, arroz, mijo y cebada) y exportamos aceite, vino, frutos secos, azafrán, tocino y miel.También se comercia con salazón…
En aquel momento entró un cliente, y Arnau y Guillem interrumpieron su conversación. El hombre se sentó frente a los cambistas y, tras un intercambio de saludos, depositó una considerable suma de dinero. Guillem se felicitó: no conocía a aquel cliente, lo cual era buena señal; empezaban a no depender de los antiguos clientes de Hasdai. Arnau lo atendió con seriedad; contó las monedas y comprobó su autenticidad aunque, por si acaso, se las fue pasando una a una a Guillem. Luego anotó el depósito en los libros. Guillem lo observó mientras escribía. Había mejorado; había hecho un esfuerzo considerable en ese sentido. El preceptor de los Puig le enseñó las letras, pero había pasado años sin usar la escritura.
En espera del inicio de la época de navegación, Arnau y Guillem se limitaban a preparar los contratos de comanda. Compraban productos para exportar, concurrían con otros mercaderes para fletar naves o los contrataban y discutían qué productos importarían en el tornaviaje de cada uno de los barcos.
– ¿Qué ganan los mercaderes que contratamos? -le preguntó un día Arnau.
– Depende de la comanda. En las comandas normales, por lo general, un cuarto de los beneficios. En las comandas de dinero, oro o plata, no juega el cuarto. Nosotros marcamos el cambio que queremos y el mercader obtiene sus beneficios del sobrecambio que pueda conseguir.
– ¿Qué hacen esos hombres en tierras tan lejanas? -volvió a preguntar Arnau tratando de imaginar cómo eran aquellos lugares-. Son tierras extranjeras, allí se hablan otras lenguas… Todo debe de ser diferente.
– Sí, pero piensa que en todas esas ciudades -le contestó Guillem- existen consulados catalanes. Son como el Consulado de la Mar de Barcelona -aclaró-. En cada uno de esos puertos existe un cónsul, nombrado por la ciudad de Barcelona, que imparte justicia en materia comercial y que media en los conflictos que puedan surgir entre los mercaderes catalanes y las gentes o las autoridades del lugar. Todos los consulados tienen una alhóndiga. Son recintos amurallados en los que se hospedan los mercaderes catalanes y que están provistos de almacenes para guardar las mercaderías hasta que son vendidas o embarcadas de nuevo. Cada alhóndiga es como una parte de Cataluña en tierras extranjeras. Son extraterritoriales; quien manda en ellas es el cónsul, no las autoridades del país en que se encuentran.
– ¿Y eso?
– A todos los gobiernos les interesa el comercio. Cobran impuestos y llenan sus arcas. El comercio es un mundo aparte, Arnau. Podemos estar en guerra con los sarracenos, pero ya desde el siglo pasado, por ejemplo, tenemos consulados en Túnez o Bugía, y pierde cuidado: ningún cabecilla moro violará las alhóndigas catalanas.
La mesa de cambio de Arnau Estanyol funcionaba. La peste había diezmado a los cambistas catalanes, la presencia de Guillem era una garantía para los inversores y la gente, a medida que remitía la epidemia, sacaba a la luz aquellos dineros que había guardado en sus casas. Sin embargo, Guillem no podía dormir. «Véndelos en Mallorca», le aconsejó Hasdai refiriéndose a los esclavos, para que Arnau no se enterase de la operación.Y Guillem así lo ordenó. ¡En mala hora!, maldijo dando la enésima vuelta en la cama. Recurrió a uno de los últimos barcos que partían de Barcelona en época de navegación, casi a primeros de octubre. Bizancio, Palestina, Rodas y Chipre: ésos eran los destinos de los cuatro mercaderes que embarcaron en nombre del cambista de Barcelona, Arnau Estanyol, mediante letras de cambio que Guillem le hizo firmar a Arnau. Este ni siquiera las miró. Aquellos mercaderes debían comprar esclavos y llevarlos a Mallorca. Guillem volvió a cambiar de postura.
Sin embargo, las circunstancias políticas conspiraban en su contra: pese a la mediación del Sumo Pontífice, el rey Pedro conquistó definitivamente la Cerdaña y el Rosellón un año después de su primer intento, cuando finalizó la prórroga que entonces había concedido. El 15 de julio de 1344, Jaime III, tras la rendición de la mayor parte de sus villas y ciudades, se arrodilló ante su cuñado con la cabeza descubierta, solicitando misericordia y entregando sus territorios al conde de Barcelona. El rey Pedro le concedió el señorío de Montpellier y los vizcondados de Ome-lades y Carladés, pero recuperó las tierras catalanas de sus antepasados: Mallorca, el Rosellón y la Cerdaña.
Sin embargo, después de haberse rendido, Jaime de Mallorca reunió un pequeño ejército de sesenta caballeros y trescientos hombres a pie, y volvió a entrar en la Cerdaña para guerrear contra su cuñado. El rey Pedro ni siquiera acudió a presentar batalla. Se limitó a mandar a sus lugartenientes. Cansado, hastiado y derrotado, el rey Jaime buscó refugio junto al papa Clemente VI, que seguía favoreciendo sus intereses y allí, en manos de la Iglesia, se tramó la última de las estrategias: Jaime III vendió al rey Felipe VI de Francia el señorío de Montpellier por doce mil escudos de oro; con esa cantidad, más los préstamos de la Iglesia, armó una flota que le proporcionó la reina Juana de Ñapóles, y en 1349 volvió a desembarcar en Mallorca.
Estaba previsto que los esclavos llegaran en los primeros viajes del año 1349. Había una gran cantidad de dinero enjuego,y si algo fallaba, el nombre de Arnau -por mucho que Hasdai respondiera por él- quedaría mancillado frente a los corresponsales con quienes tendría que trabajar en el futuro. Las letras de cambio las había firmado él y, aunque Hasdai pagase como avalista, el mercado no permitía que una letra se impagase. Las relaciones con los corresponsales dé países lejanos se basaban en la confianza, en la confianza ciega. ¿Cómo iba a triunfar un cambista que fallaba en su primera operación?
– Hasta él me ha dicho que evitemos cualquier ruta que pase por Mallorca -le confesó un día a Hasdai, la única persona con quien podía explayarse, en el huerto de la casa del judío.
Evitaban mirarse y, sin embargo, sabían que los dos estaban pensando lo mismo. ¡Cuatro barcos de esclavos! Aquella operación podía arruinar incluso a Hasdai.
– Si el rey Jaime no ha sido capaz de mantener la palabra dada el día que se rindió -dijo Guillem buscando la mirada de Hasdai-, ¿qué será del comercio y los bienes de los catalanes? Hasdai no contestó. ¿Qué podía decirle?
– Quizá tus mercaderes elijan otro puerto -apuntó al fin.
– ¿Barcelona? -preguntó Guillem meneando la cabeza.