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– ¡Alto! ¡Alto, en nombre del rey!

– Muévete, Joan. -Arnau se volvió hacia los soldados, que ya corrían hacia él-. ¡Muévete! ¡Te abrasarás!

No podía dejar a Joan allí. El aceite derramado por el suelo se acercaba a la temblorosa figura de su hermano. Arnau iba a sacarlo de allí cuando la mujer que antes lo había visto se interpuso entre los dos.

– Corre -lo apremió.

Arnau tuvo que zafarse de la mano del primer soldado y salió huyendo. Corrió por la calle Bòria hacia el portal Nou con los gritos de los soldados tras él. Cuanto más lo persiguieran, más tardarían en volver junto a su padre y apagar el fuego, pensó mientras corría. Los soldados, veteranos y cargados con su equipo, nunca podrían alcanzar a un muchacho cuyas piernas movía el mismo fuego.

– ¡En nombre del rey! -oyó a sus espaldas.

Un silbido rozó su oído derecho. Arnau pudo oír cómo la lanza se estrellaba contra el suelo, por delante de él. Atravesó como una exhalación la plaza de la Llana mientras varias lanzas fallaban su objetivo, corrió por delante de la capilla de Bernat Marcús y llegó a la calle Carders. Los gritos de los soldados empezaban a perderse en la distancia. No podía seguir corriendo hasta el portal Nou, donde con seguridad habría más soldados apostados. Hacia abajo, en dirección al mar, podía llegar hasta Santa María; hacia arriba, en dirección a la montaña, podía hacerlo hasta Sant Pere de les Puelles, pero luego volvería a encontrarse con las murallas.

Apostó por el mar y se dirigió hacia él. Rodeó el convento de San Agustín y se perdió en el laberinto de calles que se abrían más allá del barrio del Mercadal; saltaba tapias, pisaba huertas y buscaba siempre las sombras. Cuando estuvo seguro de que sólo lo perseguía el eco de sus pisadas, aminoró el ritmo. Siguiendo el curso del Rec Comtal, llegó al Pla d'en Llull, junto al convento de Santa Clara, y desde allí, sin dificultad, a la plaza del Born y a la calle del Born, a su iglesia, su refugio. Sin embargo, cuando iba a meterse bajo la escalera de madera de la puerta, observó algo que le llamó la atención: un candil tirado en el suelo cuya llama, exigua, luchaba por no apagarse. Escrutó los alrededores de la tenue lucecita y no tardó en vislumbrar la figura del alguacil, también en el suelo, inmóvil, con un hilillo de sangre que corría por la comisura de sus labios.

Su corazón se aceleró. ¿Por qué? La tarea de aquel alguacil era vigilar Santa María. ¿Qué interés podía tener…? ¡LaVirgen! ¡La capilla del Santísimo! ¡La caja de los bastaixos l

Arnau no lo pensó. Habían ejecutado a su padre; no podía permitir que además deshonraran a su madre. Entró con sigilo en Santa María por el hueco de la puerta y se dirigió hacia el deambulatorio. A su izquierda, separada por el espacio que restaba entre dos contrafuertes, quedaba la capilla del Santísimo. Cruzó la iglesia y se parapetó tras una de las columnas del altar mayor. Desde allí oyó ruidos procedentes de la capilla del Santísimo, pero todavía no la tenía a la vista. Se deslizó hasta la siguiente columna y, entonces sí, a través del intercolumnio pudo ver la capilla, iluminada como siempre por numerosos cirios encendidos.

Desde la capilla, un hombre se encaramaba al enrejado. Arnau miró a su Virgen. Todo parecía estar en orden. ¿Entonces? Paseó rápidamente la mirada por el interior de la capilla del Altísimo; la caja de los bastaixos había sido forzada. Mientras el ladrón seguía escalando, Arnau creyó oír el tintineo de las monedas que los bastaixos ingresaban en aquella caja para sus huérfanos y para sus viudas.

– ¡Ladrón! -gritó lanzándose contra la reja de la capilla.

De un salto se encaramó al enrejado y golpeó al hombre en el pecho. El ladrón, sorprendido, cayó estrepitosamente. No tuvo tiempo para pensar. El hombre se levantó con rapidez y descargó un tremendo puñetazo en el rostro del muchacho. Arnau cayó de espaldas sobre el suelo de Santa María.

17

– Debió de caer al tratar de escapar después de robar la caja de los bastaixos -sentenció uno de los oficiales reales, en pie, al lado de Arnau, que todavía estaba inconsciente.

El padre Albert negó con la cabeza. ¿Cómo podía Arnau haber cometido semejante atrocidad? ¡La caja de los bastaixos , en la capilla del Santísimo, junto a su Virgen! Los soldados lo habían avisado un par de horas antes del amanecer.

– No puede ser -musitó para sí mismo.

– Sí, padre -insistió el oficial-. El muchacho llevaba esta bolsa -añadió mostrándole la bolsa de los dineros de Grau para el alcaide y sus presos-. ¿Qué iba a hacer un muchacho con tanto dinero?

– ¿Y su rostro? -intervino otro soldado-. ¿Para qué iba alguien a embadurnarse el rostro con barro si no es para robar?

El padre Albert volvió a negar con la cabeza, con la mirada fija en la bolsa que tenía alzada el oficial. ¿Qué hacía allí a aquellas horas de la noche? ¿De dónde había sacado la bolsa?

– ¿Qué hacéis? -preguntó a los oficiales al ver que levantaban a Arnau del suelo.

– Nos lo llevamos a la prisión.

– De ninguna manera -se oyó decir a sí mismo.

Quizá…, quizá todo aquello tuviera una explicación. No podía ser que Arnau hubiera intentado robar la caja de los bastaixos . Arnau, no.

– Es un ladrón, padre.

– Eso lo tendrá que decidir un tribunal.

– Y así será -confirmó el oficial mientras sus soldados aguantaban a Arnau por las axilas-, pero esperará la sentencia en la cárcel.

– Si tiene que ir a alguna cárcel, será a la del obispo -dijo el cura-. El crimen se ha cometido en lugar santo y por lo tanto es jurisdicción de la iglesia, no del veguer.

El oficial miró a los soldados y a Arnau y, con gesto de impotencia, les ordenó que dejasen al chico en el suelo, cosa que cumplieron dejándolo caer. Una cínica sonrisa asomó a sus labios al ver cómo el rostro del muchacho golpeaba violentamente el suelo. El padre Albert los miró con ira.

– Despabiladlo -exigió el padre Albert mientras sacaba las llaves de la capilla, abría la reja y entraba en ella-. Quiero escuchar qué tiene que decir el muchacho.

Se acercó a la caja de los bastaixos , cuyas tres cerraduras habían sido forzadas, y comprobó que estaba vacía; en el interior de la capilla no faltaba nada más ni había habido ningún destrozo. «¿Qué ha sucedido, Señora? -le preguntó en silencio a la Virgen -; ¿cómo has permitido que Arnau cometiera este delito?» Oyó cómo los soldados echaban agua sobre el rostro del muchacho y salió de la capilla en el momento en que varios bastaixos , advertidos del robo de su caja, entraban en Santa María.

Arnau despertó al sentir el agua helada y vio que estaba rodeado de soldados. El sonido de la lanza en la calle Bòria volvió a silbar junto a su oído. Corría delante de ellos. ¿Cómo habían logrado alcanzarlo? ¿Habría tropezado? Los rostros de los soldados se inclinaron sobre él. ¡Su padre! ¡Ardía! ¡Tenía que escapar! Arnau se levantó y trató de empujar a uno de los soldados, pero éstos lo inmovilizaron sin dificultad.

El padre Albert, abatido, vio la lucha del muchacho por zafarse de las manos de los soldados.

– ¿Queréis escuchar algo más, padre? -le espetó irónicamente el oficial-. ¿Os parece suficiente confesión? -insistió señalando a Arnau, enloquecido.

El padre Albert se llevó las manos al rostro y suspiró. Después se dirigió cansinamente hasta donde los soldados tenían retenido a Arnau.

– ¿Por qué lo has hecho? -le preguntó una vez que lo tuvo enfrente-. Sabes que esa caja es la de tus amigos los bastaixos . Que con ella satisfacen las necesidades de las viudas y los huérfanos de sus cofrades, entierran a sus muertos, hacen obras de caridad, engalanan a la Virgen, tu madre, y mantienen siempre encendidas las velas que la iluminan. ¿Por qué lo has hecho, Arnau?

Arnau se tranquilizó ante la presencia del sacerdote, pero ¿qué hacía allí? ¡La caja de los bastaixos , el ladrón! Lo había golpeado pero ¿qué más había sucedido? Con los ojos abiertos de par en par miró a su alrededor. Tras los soldados, un sinfín de rostros conocidos lo observaban esperando su respuesta. Reconoció a Ramon y a Ramon el Chico, a Pere, a Jaume, a Joan, que intentaba ver la escena poniéndose de puntillas, a Sebastià y a su hijo, Bastianet, y a muchos otros a los que había dado de beber y con los que había compartido inolvidables momentos en la salida de la host a Creixell. ¡Lo acusaban a él! ¡Era eso!

– Yo no…-balbuceó.

El oficial alzó ante sus ojos la bolsa de dinero de Grau, y Arnau se llevó la mano a donde debería haber estado. No había querido dejarla bajo el jergón por si la baronesa los denunciaba y culpaban a Joan, y ahora… ¡Maldito Grau! ¡Maldita bolsa!

– ¿Buscas esto? -le espetó el oficial.

Un rumor se levantó entre los bastaixos .

– Yo no he sido, padre -se defendió Arnau.

El oficial lanzó una carcajada, a la que pronto se sumaron los soldados.

– Ramon, yo no he sido. Os lo juro -repitió Arnau mirando directamente al bastaix .

– Entonces, ¿qué hacías aquí por la noche? ¿De dónde has sacado esta bolsa? ¿Por qué tratabas de huir? ¿Por qué llevas la cara embadurnada con barro?

Arnau se llevó una mano a la cara. El barro estaba reseco.

¡La bolsa! El oficial no hacía más que balancearla frente a sus ojos. Mientras tanto, iban llegando más y más bastaixos y unos a › otros, en voz baja, se contaban lo sucedido. Arnau observó el balanceo de la bolsa. ¡Maldita bolsa! Después se dirigió directamente al padre:

– Había un hombre -le dijo-. Intenté detenerlo pero no pude. Era muy fuerte.

La carcajada incrédula del oficial volvió a resonar en el deambulatorio.

– Arnau -lo instó el padre Albert-, contesta a las preguntas del oficial.

– No…, no puedo -reconoció, provocando aspavientos en oficiales y soldados y alboroto entre los bastaixos .

El padre Albert guardó silencio, con la mirada fija en Arnau. ¿Cuántas veces había escuchado aquellas palabras? ¿Cuántos feligreses se negaban a contarle sus pecados? «No puedo -le decían con el miedo en el rostro-; si se enterasen…» Ciertamente, pensaba entonces el sacerdote, si se enterasen del robo, del adulterio o de la blasfemia podrían detenerlos, y entonces él tenía que insistir, jurándoles secreto eterno, hasta que sus conciencias se abrían a Dios y al perdón.

– ¿Me lo contarías a mí a solas? -le preguntó. Arnau asintió y el clérigo le señaló la capilla del Santísimo. -Esperad aquí -les dijo a los demás.

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