– ¿Y qué tiene que ver todo eso con Joan? -preguntó Aledis.
– Él sabía que yo amaba a Arnau… y que él me correspondía.
Aledis golpeó la mesa cuando terminó de escuchar la historia. La noche se les había echado encima y el golpe retumbó en el hostal.
– ¿Piensas denunciarlos?
– Arnau siempre ha protegido a ese fraile. Es su hermano y lo quiere. -Aledis recordó a los dos muchachos que dormían en los bajos de la casa de Pere y Mariona: Arnau transportando piedras, Joan estudiando-. No quisiera hacerle daño a Arnau y, sin embargo, ahora…, ahora no puedo verlo ni sé si él sabe que estoy aquí y que lo sigo amando… Van a juzgarlo. Quizá, quizá lo condenen a…
Mar volvió a estallar en llanto.
– No creas que voy a romper el juramento que te hice, pero tengo que hablar con él -le dijo cuando ya se despedía. Francesca intentó escrutar su rostro en la penumbra-. Confía en mí -añadió Aledis.
Arnau se había levantado en el momento en que Aledis volvió a entrar en las mazmorras, pero no la llamó. Se limitó a observar en silencio cómo cuchicheaban las dos mujeres. ¿Dónde estaba Joan? Hacía dos días que no iba a visitarlo y tenía que preguntarle muchísimas cosas. Quería que averiguase quién era aquella anciana. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué le había dicho el alguacil que era su madre? ¿Qué sucedía con su proceso? ¿Y con sus negocios?
¿Y Mar? ¿Qué era de Mar? Algo iba mal. Desde la última vez que Joan lo había visitado, el alguacil había vuelto a tratarle como a uno más; la comida consistía de nuevo en un mendrugo y agua podrida y el cubo había desaparecido.
Arnau vio cómo la mujer se separaba de la anciana. Con la espalda apoyada en la pared empezó a dejarse caer, pero…, pero se dirigía hacia él.
En la oscuridad, Arnau vio que se acercaba y se irguió. La mujer se detuvo a algunos pasos de él, apartada de los escasos y tenues rayos de luz que alumbraban la mazmorra.
Arnau entrecerró los párpados para intentar verla con mayor claridad.
– Han prohibido tus visitas -oyó que le decía la mujer.
– ¿Quién eres? -preguntó él-. ¿Cómo lo sabes?
– No tenemos tiempo, Arn…, Arnau. -¡Lo había llamado Arnau!-. Si viniese el alguacil…
– ¿Quién eres?
¿Por qué no decírselo? ¿Por qué no abrazarlo y consolarlo? No lo soportaría. Las palabras de Francesca resonaron en sus oídos. Aledis se volvió hacia ella y miró de nuevo a Arnau. La brisa del mar, la playa, su juventud, el largo viaje hasta Figueras…
– ¿Quién eres? -oyó de nuevo.
– Eso no importa. Sólo quiero decirte que Mar está en Barcelona, esperándote. Te ama. Sigue amándote.
Aledis observó cómo Arnau se apoyaba en la pared. Esperó unos segundos. Ruidos en el pasillo. El alguacil le había concedido sólo unos instantes. Más ruidos. La llave en la cerradura. Arnau también la oyó y se volvió hacia la puerta.
– ¿Quieres que le dé algún recado?
La puerta se abrió y la luz de las antorchas del pasillo iluminó a Aledis.
– Dile que yo también… -El alguacil entro en la mazmorra-. La amo. Aunque no pueda…
Aledis giró sobre sí misma y se encaminó hacia la puerta. -¿Qué hacías hablando con el cambista? -le preguntó el obeso alguacil tras cerrar la puerta.
– Me llamó cuando iba a salir.
– Está prohibido hablar con él.
– No lo sabía.Tampoco sabía que ése es el cambista. No le he contestado. Ni siquiera me he acercado.
– El inquisidor ha prohibido…
Aledis extrajo la bolsa e hizo tintinear las monedas.
– Pero no quiero volver a verte por aquí -dijo el alguacil tomando el dinero-; si lo haces, no saldrás de la mazmorra.
Mientras, en el tenebroso interior, Arnau seguía intentando aprehender las palabras de aquella mujer: «Te ama. Te sigue amando». Sin embargo, el recuerdo de Mar se veía enturbiado por el fugitivo reflejo de las antorchas sobre unos enormes ojos castaños. Conocía aquellos ojos. ¿Dónde los había visto antes?
Le había dicho que ella le daría el recado.
– No te preocupes -había insistido-; Arnau sabrá que estás aquí, esperándolo.
– Dile también que lo quiero -gritó Mar cuando Aledis ya se adentraba en la plaza de la Llana.
Desde la puerta del hostal, Mar vio cómo la viuda volvía el rostro hacia ella y sonreía. Cuando Aledis se perdió de vista, Mar abandonó el hostal. Lo pensó durante el trayecto desde Mataró; lo pensó cuando les impidieron ver a Arnau; lo pensó aquella misma noche. Desde la plaza de la Llana, anduvo unos pasos por la calle de Bòria, pasó por delante de la Capilla d'en Marcus y giró a la derecha. Se detuvo en el inicio de la calle Monteada y durante unos instantes estuvo observando los nobles palacios que la flanqueaban.
– ¡Señora! -exclamó Pere, el viejo criado de Elionor, cuando le franqueó el paso de uno de los grandes portalones del palacio de Arnau-. Qué alegría volver a veros. Cuánto hacía que… -Pere calló y con gestos nerviosos la invitó a pasar al patio empedrado de la entrada-. ¿Qué os trae por aquí?
– He venido a ver a doña Elionor.
Pere asintió y desapareció.
Mientras, Mar se perdió en el recuerdo. Todo seguía igual; el patio, fresco y limpio, con sus pulidas piedras reluciendo; las cuadras, enfrente, y a la derecha la impresionante escalera que daba acceso a la zona noble, por la que acababa de subir Pere.
Volvió compungido.
– La señora no desea recibiros.
Mar levantó la mirada hacia las plantas nobles. Una sombra desapareció tras una de las ventanas. ¿Cuándo había vivido ella aquella misma situación? ¿Cuándo…? Volvió a mirar hacia las ventanas.
– Una vez -murmuró a las ventanas ante Pere, que no se atrevía a consolarla por el desplante-, viví esta misma escena. Arnau salió victorioso, Elionor. Te lo advierto: se cobró su deuda… entera.
Las armas y correajes de los soldados que lo acompañaban resonaron a lo largo de los interminables y altos pasillos del palacio episcopal. La comitiva marchaba marcialmente; el oficial abría el paso, dos soldados iban delante de él y otros dos a sus espaldas. Al llegar al final de la escalera que subía de las mazmorras, Arnau se detuvo para intentar acostumbrarse a la luz que inundaba el palacio; un fuerte golpe en la espalda lo obligó a seguir el ritmo de los soldados.
Arnau desfiló frente a frailes, sacerdotes y escribanos, pegados a las paredes para permitir el paso. Nadie le había querido contestar. El alguacil entró en la mazmorra y le liberó de las cadenas. «¿Dónde me llevas?» Un dominico de negro se santiguó a su paso, otro alzó un crucifijo. Los soldados seguían marchando impasibles, apartando a la gente con su sola presencia. Hacía días que no tenía noticias de Joan ni de la mujer de los ojos castaños; ¿dónde había visto aquellos ojos? Se lo preguntó a la anciana pero no obtuvo respuesta. «¿Quién era esa mujer?», le gritó en cuatro ocasiones. Algunas de las sombras atadas a las paredes gruñeron, otras permanecieron impasibles, igual que la anciana, que ni siquiera se movió, y, sin embargo, cuando el alguacil lo sacó a empujones de la mazmorra, le pareció ver que se removía, inquieta.
Arnau se topó de bruces con uno de los soldados que lo precedían. Se habían detenido frente a unas imponentes puertas de madera de doble hoja. El soldado lo empujó hasta hacerle retroceder. El oficial aporreó las puertas, las abrió y la comitiva accedió a una inmensa sala con ricos tapices en las paredes. Los soldados acompañaron a Arnau hasta el centro de la estancia y luego fueron a hacer guardia junto a la puerta.
Tras una larga mesa de madera profusamente labrada, siete hombres lo miraban. Nicolau Eimeric, el inquisidor general, y Berenguer d'Erill, obispo de Barcelona, ocupaban el centro de la mesa, ricamente vestidos con trajes bordados en oro. Arnau los conocía a ambos. A la izquierda del inquisidor, el notario del Santo Oficio; Arnau había coincidido con él en alguna ocasión, pero no lo había tratado. A la izquierda del notario y a la derecha del obispo, dos desconocidos dominicos de negro por cada lado completaban el tribunal.
Arnau les sostuvo la mirada en silencio, hasta que uno de los frailes hizo una mueca de desprecio. Arnau se llevó una mano al rostro y palpó la pringosa barba que le había crecido en las mazmorras; en sus vestiduras no había rastro de su color original y estaban rotas; sus pies, descalzos, negros, y las largas uñas de sus manos estaban tan sucias como éstas. Olía mal. Él mismo se asqueó de su olor.
Eimeric sonrió ante la mueca de aversión de Arnau.
– Primero le harán jurar sobre los cuatro evangelios -explicó Joan a Mar y Aledis, sentados alrededor de una mesa del hostal-. El juicio puede durar días e incluso meses -les dijo cuando ellas lo instaron a ir a las puertas del palacio del obispo-, mejor esperar en el hostal.
– ¿Lo defenderá alguien? -preguntó Mar.
Joan negó cansinamente con la cabeza.
– Le asignarán un abogado… que tiene prohibido defenderlo.
– ¿Cómo? -exclamaron las dos mujeres al unísono.
– Prohibimos a abogados y notarios -recitó Joan- que ayuden a los herejes, que les aconsejen o los apoyen, así como que crean en ellos o los defiendan. -Mar y Aledis interrogaron a Joan con la mirada-.Así reza una bula del papa Inocencio III.
– ¿Entonces? -preguntó Mar.
– La labor del abogado es lograr la confesión voluntaria del hereje; si defendiera al hereje, estaría defendiendo la herejía.
– No tengo nada que confesar -contestó Arnau al joven sacerdote que le habían asignado como abogado.
– Es experto en derecho civil y canónico -dijo Nicolau Eimeric-, y un entusiasta de la fe -añadió sonriendo.
El sacerdote abrió los brazos en señal de impotencia, igual que había hecho ante el alguacil en la mazmorra, cuando instó a Arnau a confesar su herejía. «Debes hacerlo -se limitó a aconsejarle-; debes confiar en la benevolencia del tribunal.» Repitió exactamente el mismo gesto -¿cuántas veces lo habría hecho como abogado de los herejes?- y, tras una señal de Eimeric, se retiró de la sala.
– Después -continuó Joan a instancias de Aledis-, le pedirán que nombre a sus enemigos.
– ¿Para qué?
– Si nombrase a alguno de los testigos que lo han denunciado, el tribunal podría considerar que la denuncia está viciada por esa enemistad.