Afortunadamente aquella prodigiosa trabazón de músculos permitió que Carvalho tirara de la jabalina desde atrás y la extrajera. Aunque Vera se desplomó momentáneamente, pronto se recuperó y trató de fingir una normalidad total. Carvalho depositó la jabalina ensangrentada en el jardín. Sin duda la habían arrojado desde el bosque, con una implacable precisión, mas no era momento de correr tras el agresor sino de detener la sangre que salía, más sólida que otras sangres, por los orificios de la herida de entrada y salida. Las taponaron como pudieron y subieron al coche en busca del primer hospital, pero al tomar la carretera de descenso hacia Barcelona, sobre el skay line de la ciudad vieron emerger extraños objetos, como si toda la Barcelona olímpica estuviera tirando la casa por la ventana. Por el camino fue recogiendo Carvalho muestras de los objetos voladores: martillos de competición, discos, jabalinas, pértigas, pelotas de fútbol, de tenis, de baloncesto, de ping pong… ¿Qué estaba pasando? Todo lo que en Carvalho era sorpresa, se trocaba en muda reserva en la culturista serbia. Ni siquiera apostillaba los comentarios de Carvalho.
– Sin objetos voladores, el skay line de las ciudades no tendría sentido. Todo eso que vuela debe formar parte de la fiesta.
Los hospitales tenían los servicios de urgencias llenos a causa de los contusionados por la lluvia de objetos fugitivos de los estadios olímpicos, fueran de entrenamiento o de competición. El gobernador civil dudaba entre declarar la ley de emergencia, la de arrendamientos urbanos o la ley seca y todas las policías de la ciudad habían recibido la orden de recoger los objetos a medida que iban cayendo, restando importancia a lo que ocurría para que no cundiera el pánico entre la ciudadanía autóctona y la de paso. Policías colorados, verdes, fucsias, ametralladores, ametrallados, calzados, descalzos, amables, poliglotas, truculentos, paralelos, convergentes, oblicuos fueron deteniendo sucesivamente el coche de Carvalho y dudando de la veracidad de sus explicaciones sobre la herida de la culturista serbia. Finalmente fue un policía aficionado, que había aprendido el oficio por correspondencia en los Cursos Clint Eastwood de la Carmel University, quien se atrevió a detenerlos y llevarlos como trofeos de caza en presencia del comité de seguridad que presidía, a título excepcional, el ministro de la Violencia Estructural, también llamado del Interior, Corcuera. El individuo era de difícil descripción, sobre todo para los ajenos a la cultura taurina incapaces de llegar a una conclusión descriptiva si alguien les dijera que Corcuera tenía aspecto de picador de toros de mala leche porque el público le tiene muy abucheado con sus excesos con la pica. De ceño terco, cara de piedra amontonada y ojillos detectores de los otros como presuntos culpables, tampoco el tono de voz era tranquilizador, al contrario, la voz humana adquiría en sus labios la condición de orden de detención, cuando no de rendición. Y fue esa voz la que ordenó lo más liviano que le inspiraba la presencia de Carvalho.
– ¡Que le registren!
Registrado Carvalho, estaba dotado de suficientes documentos como para salir respetado de la prueba, pero la serbia debajo de la gabardina sólo llevaba músculos y la herida de jabalina.
– ¡Qué tía tan rara!
Comentó Corcuera, que como había sido electricista, le gustaba exagerar el número de primitivo.
– Le advierto que esta mujer ha perdido mucha sangre y necesita cuanto antes una transfusión.
El ministro miró asesinadoramente a Carvalho.
– Aquí el mando lo tengo yo… ¿Acaso usted piensa que por ser socialista soy tonto o un revolucionario sin escrúpulos que detesta el orden público y ama las invasiones de los bárbaros? Aquí donde me ve, yo hubiera sido incapaz de ordenar que le cortaran la cabeza a María Antonieta, y con respecto a la de Luis XVI depende del momento.
Buscó el ministro con la mirada la presencia del rey sentado ante una mesa, con los codos apoyados en ella, enfrascado en el repaso del Manual de Formación Profesional Permanente de Reyes y Príncipes en Ejercicio.
– Majestad, dígale a este huelebraguetas que yo no soy un regicida.
El rey se dio cuenta entonces de la presencia de Carvalho y se levantó para tenderle una mano.
– Hombre, Carvalho… no me llene esto de cadáveres. ¿Cómo van las cosas? Ya me enteré de lo de Charo. Las mujeres son muy suyas, pero la salida de irse a Andorra reconozco que es materia de análisis… ¿Cómo están las cosas en el partido?
– ¿En qué partido?
– Parece mentira, Carvalho… En el comunista. Aunque ya no sea lo que había sido, sigue siendo «el partido»… un referente semántico primario, según me explicó un polaco muy simpático que se llama Adam Schaff.
– Mi militancia terminó hace treinta años…
– No sea desafecto ni rencoroso, Carvalho… Un comunista es como un cura… lo será hasta que se muera. Igual que un rey.
Estrechó la mano al detective y volvió a su mesa y a su manual. Corcuera estaba al quite.
– ¿Qué le parece el tío? Lo que no sepa éste… ¡Catedrático en lo suyo! ¡Eso es lo que es! A lo que iba. Yo no soy un exterminador pero sé distinguir a mis enemigos. Demasiadas contemplaciones con el enemigo. Nuestros muchachos están en el Adriático vigilando a esta gentuza y nosotros abriéndoles la puerta trasera de España para que penetren con sus ponzoñosas posiciones. ¿Qué posiciones ideológicas tienen los serbios? ¿No seguirán siendo rojeras?
Todos se temían lo peor, pero nadie las conocía, como no fuera las de un anexionismo orteguiano, dispuestos a convertir a Serbia en el palo de pajar de una nueva Yugoslavia, cual había hecho Castilla a la hora de vertebrar España.
– Quieren vertebrar Yugoslavia. Es discutible, pero no desdeñable. Ya dijo Ortega que en toda auténtica incorporación, la fuerza tiene un carácter adjetivo. La potencia realmente sustantiva que impulsa y nutre el proceso es siempre un dogma nacional, lo que Ortega llama «un proyecto sugestivo de vida en común».
Informó el ayuda de cámara sociólogo guaperas de la Universidad de Madrid que suele llevar jerséis Benetton.
– Somos orteguianos.
Afirmó la serbia.
– ¡Me lo temía! -espetó Corcuera-. Ortega fue uno de los armadores intelectuales de la derecha española. ¡Que le apliquen la ley de extranjería a esta tía tan rara!
– Ojo, ministro, que a Felipe le gusta Ortega y Gasset.
Informó el sociólogo, pluriempleado ayudante de jardinería del presidente del Gobierno en su afanoso reducir de árboles, también llamados bonsais . Corcuera miró ceñudamente a cuantos le rodeaban.
– ¿Están ustedes seguros?
Le tendieron un teléfono directamente comunicado con el jefe del Gobierno.
– Felipe… soy Corcuera… el de la Ley Corcuera… Tu ministro… Oye… A ti… Ortega y Gasset, ¿qué tal?
El ministro asentía ante las informaciones recibidas.
– Pues yo creía que era… un facha… Lo confieso… Ya veo, ya veo…
Colgó el ministro y puso su cara más chula y desafiante para dejar clara su toma de conciencia orteguiana.
– Felipe me ha dicho que Ortega y Gasset fue un modernizador y si él lo dice va a misa… Que me traigan inmediatamente un libro de Ortega y Gasset.
El pelota olímpico sociólogo se acercó blandamente al granítico ministro y le pegó el tejido celular viscoso de su adoración.
– Casualmente yo siempre llevo encima algo de Ortega desde que me he enterado lo mucho que le gusta al señor presidente. Mire. Hoy le toca a Origen y epilogo de la filosofía.
Corcuera cerró los ojillos satisfecho.
– Léame algo.
El pelota olímpico sociólogo sacó los ojos, los labios y la nuez de Adán y leyó:
Imaginemos una pirámide y que nos instalamos en un punto de ella situado en una de sus aristas. Luego damos un paso, esto es, pasamos a uno de los puntos contiguos a derecha o izquierda de la pirámide. Con estos dos puntos hemos engendrado una dirección rectilínea. Seguimos pasando de punto a punto, con lo cual nuestro andar habrá dibujado una recta de esa cara de la pirámide. De pronto, por motivos cualesquiera de arbitrio, conveniencia u oportunidad, nos detenemos. En principio podíamos seguir mucho más adelante en la misma dirección. Esta recta es símbolo estricto de nuestra primera serie dialéctica, que llamamos Serie A…
– Joder…
Interrumpió el ministro, pero se corrigió.
– Yo he leído manuales de electricidad más difíciles. Pero vamos a dejarlo y ya volveremos al asunto. Deme el libro y ya se lo pagarán mis…
– Es un regalo excelencia…
– Nada de regalos. Luego me vienen pidiendo tráficos de influencias… ¿Quién puede responderme de que esta mujer sea orteguiana?
Carvalho había prestado avales peores, así que dio un paso adelante: El ministro le examinó:
– A ver… qué sabe este huelebraguetas de don José Ortega y Gasset.
– Que tenía el apellido compuesto.
– ¿Eso es todo? ¿A qué colegio has ido tú, talento?
Carvalho sacrificó su voluntad de réplica en pos de la salvación de la muchacha y monologó sobre Ortega:
– Ortega y Gasset, José (1883-1955). Nace en el seno de una familia de la burguesía madrileña, hijo por más señas del periodista Ortega Munilla -a esta familia siempre le han ido los apellidos compuestos-. Se educa en un colegio de jesuitas y estudia filosofía y letras en la Universidad de Madrid. Tras su doctorado amplía estudios en Leipzig, Berlín y Marburgo. De su estancia en esta última ciudad alemana, donde escucha a los neokantianos Cohen y Natorp, procede su inicial admiración por la ciencia, admiración no exenta de tonos líricos.
El ministro Corcuera afrontó al sociólogo:
– Oye, tú, sabio, que eres un sabio… ¿Es verdad todo lo que ha dicho este huelebraguetas sobre Pepe Ortega y Gasset?
– No está mal… pero tal vez Julián Marías, el representante de Ortega en la tierra, pueda precisar…
– A ver… ¿Dónde está ese Marías? Cuando más lo necesito menos le encuentro.
Le trajeron al ilustre catedrático orteguiano amordazado porque los policías no habían podido soportar sus disquisiciones sobre raciovitalismo, considerador de la vida como una realidad radical. Una vez presentado en el templo del olimpismo, Marías escuchó concentradamente los motivos de la consulta y miró de hito en hito a Carvalho.