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– La otra mitad se la daré cuando termine su trabajo.

A pesar de todos los desastres de la razón desde la restauración francesa de 1815 hasta la subida al poder de Walesa en Polonia, Carvalho ejercía de vez en cuando de racionalista. Decidió aceptar el caso, volver a casa, recuperar la patria chica de cocina, guisarse una cazuela de judías aromatizadas y secundadas por un confit d'oie y construir una fogata en la chimenea, liviana porque apretaba el calor en aquel julio barcelonés y húmedo. El fuego lo había iniciado con un librito de información olímpica de Andreu Mercé Varela, De Olimpia a Munich , suficiente para una hoguera tan inoportuna como ritual. Mientras contemplaba y deseaba la extinción de las llamas, sonó el timbre. Desde la ventana de la habitación de su chalet de Vallvidrera, Carvalho vio ante la puerta una genéricamente ambigua figura, ambigüedad acentuada por la prenda que la recubría. ¿Una gabardina? Sospechoso. Pero, se dijo, si yo enciendo el fuego de la chimenea en julio ¿por qué un adorador de la gabardina ha de renunciar a su prenda preferida? Carvalho pulsó el conmutador del abridor automático, comprobó que la pistola estuviera cargada y se sentó en un sofá cara a la puerta por donde de un momento a otro aparecería tan ambiguo visitante. No tardó en abrirse la puerta y en el umbral apenas si cabía la percepción biplana de aquel corpachón enfundado en una ligera gabardina de seda. El rostro en sombras, de entre las solapas de la gabardina salió una voz de Marlene Dietrich acentuada por la menopausia.

– ¿Pepe Carvalho?

– Quizás.

Dio un paso adelante. Era una mujer físicamente tan poderosa que parecía un boxeador homosexual. Además, llevaba una pistola en la mano.

– ¿Y ese fuego?

Señaló la intrusa la chimenea. Y, sin esperar respuesta, recitó:

De mi pequeño reino afortunado
me quedó esta costumbre de calor
y una propensión al mito.

Carvalho no se dejó impresionar por unos versos tan correctamente recitados y preguntó:

– ¿Rabindranath Tagore?

Y ella contestó con religiosa unción:

– Jaime Gil de Biedma.

La mujer se quitó la gabardina, la dejó caer al suelo al igual que la pistola y ante Carvalho quedó una arquitectura de músculos color canela, breve tanga y un sostenedor de pezones que en su caso parecían también musculitos. Como dejándose llevar por una costumbre, la mujer empezó a marcar posturas de concurso culturista y Carvalho trató de recordar el nombre de los músculos que se hinchaban y deshinchaban ante sus ojos, según el control remoto del cerebro de la mujer. Sólo recordaba bíceps y tríceps y también el risorio de Buccini, músculo al que se le atribuye la posibilidad de sonreír, pero no era sonrisa lo que expresaba el rostro de la intrusa, sino una cejijunta, tenaz obstinación. Terminó su tabla de ejercicios y quedó ante Carvalho a la espera de veredicto.

– ¿Qué le ha parecido?

– No entiendo nada de culturismo, además me parece que ustedes consiguen estos cuerpos comiendo porquerías. De hecho son ustedes unos teólogos, dentro de la gran variedad de teólogos de la alimentación.

– ¿Cómo se atreve un español, perteneciente a un pueblo bárbaramente alimentado, a criticar la alimentación de una culturista, la más racional de la tierra? Se tiene de lo que se come y nosotros vamos sobre todo a por las proteínas hacedoras de los músculos. ¿Qué productos tienen más porcentaje en proteínas? ¡Los langostinos! ¡Un cuarenta por ciento!

– Según su teoría, si come muchos langostinos corre el riesgo de volverse uno de ellos.

– No me gustan los langostinos, prefiero recibir porcentajes proteínicos menores pero que sean de carne. La pierna de cerdo tiene hasta un veinticinco por ciento de proteínas y el solomillo de ternera sólo un veintiuno por ciento. La carne de ballena, mi preferida, sólo alcanza un veinte por ciento de contenido proteínico.

La mujer se apercibió de la mezcla de desdén y horror que se había extendido como una mermelada por el rostro aparentemente inmutado de Carvalho y cambió de táctica.

– Pero no soy una teóloga de la alimentación, ni de nada. Me llamo Vera Musovich y soy serbia.

– ¿No le importaría pasar por croata? últimamente los serbios tienen muy mala prensa.

– El cuarto Reich viene a por nosotros. Quiero participar en los Juegos Olímpicos y no me dejan. Todo son facilidades para los croatas.

– Se ha equivocado de puerta. Yo no tengo influencia deportiva, ni política.

Recuperó la mujer la gabardina, rebuscó entre sus pliegues y extrajo un sobre de riguroso color soviético anterior a la perestroika. El sobre cambió de manos, Carvalho lo abrió y salió su ficha según constaba en los archivos secretos de la KGB.

– ¿Cómo ha conseguido usted esta información?

– La KGB está vendiendo sus archivos a precio de liquidación de saldos fin de temporada, un amigo mío culturista compró una partida muy mona y muy bien de precio y me ha cedido una serie de informes para que me abra camino en España. Usted es un precursor de la posmodernidad. El primer detective posmoderno. Primero fue comunista, luego se pasó a la CIA y finalmente a la iniciativa privada. Es usted un empresario autónomo.

– Mi posmodernidad se ultima en el hecho de que estoy en crisis económica y existencial. Me estoy reconvirtiendo para conseguir percibir los beneficios de la convergencia social derivados de los acuerdos de Maastricht. ¿Qué quiere de mí?

– Yo puedo ayudarle a aclarar todos los enigmas que se ciernen sobre los Juegos Olímpicos de Barcelona a cambio de que me dejen participar en los cien metros lisos femeninos. El culturismo proporciona al cuerpo femenino una gran capacidad para la velocidad.

Volvía a las posturitas y Carvalho tenía sueño. Le devolvió el sobre, bostezó, se levantó, se desperezó, volvió a bostezar, recogió la gabardina del suelo y la puso sobre aquel cuerpo diríase que metálico, como si estuviera cubierto por una funda de cobre ceñida a la orgía muscular. Se apartó Carvalho de la culturista y siguió bostezando por si se daba por aludida. No sólo no se dio, sino que puso una mano, con ligereza de paloma, sobre el hombro del detective y consiguió detener su movimiento de huida porque la ligereza de aquella mano sólo era aparente y en cambio Carvalho notaba el efecto paralizador de la fuerza de campo magnético que emanaba del cuerpo lleno de bultos agresivos.

– ¿Quieres hacer el amor conmigo?

– Sería como tirarme un efecto especial de película de Spielberg.

– ¿Y no te apetece pegar un polvo con un efecto especial de Spielberg?

La presión de la mano se hizo más insistente, hasta obligar a Carvalho a dar la vuelta y quedar cara a cara con la mujer. Tan de cerca confirmaba la posibilidad de ser Marlene Dietrich en un período indeterminable de su vida, entre los treinta y los noventa años. Sólo los ojos y los labios parecían haber quedado a salvo de gimnasias agresivas y hacia los labios de ella iban los de Carvalho, cuando se sintió apartado, rechazado por una avergonzada mujer que volvía la cara y musitaba un convencional:

– ¡Qué va a pensar usted de la mujer serbia!

El nacionalismo aflora en los momentos más inoportunos, como cualquier ideología, experiencia que Carvalho había recibido en sus primeros encuentros sexuales con algunas de sus camaradas marxistas, incapaces de dejarse desabrochar el sostén sin haber emitido antes una opinión sobre el sentido de la apología indirecta en la conciencia crítica de Luckács. El cambio de cultura del no placer coincidió con el cambio generacional. Cuando los cuerpos se desnudaban sin la menor referencia al statu quo entre las condiciones objetivas y las subjetivas es que algo muy profundo había cambiado en el alma marxista.

– Yo puedo ayudarle a encontrar a los desaparecidos de entre los portadores de la antorcha olímpica.

Sabía, por su larga experiencia detectivesca, que las revelaciones más interesantes precisan un tratamiento devaluador por parte del receptor, hasta conseguir que el informador se ponga nervioso y dude de la importancia del mensaje que aporta. Al fin y al cabo el asunto de los portadores de la antorcha olímpica seguía abierto, porque dado el éxito de participación, un avispado empresario había conseguido la concesión del itinerario olímpico privado y por toda España seguían corriendo los aspirantes a portadores de antorchas olímpicas a cambio de pagar quince mil pesetas por quinientos metros de orgasmo atlético-olímpico. El COI había autorizado la operación hasta los Juegos de Atlanta, a cambio de un treinta por ciento de los beneficios y de un jamón ibérico de auténtica pata negra, mensual, a cada uno de los miembros del Comité Olímpico Internacional, con la excepción de los judíos e islámicos, que aceptaron la sustitución de los cuarenta y ocho jamones a cambio de tráfico de información privilegiada, la que fuera, siempre y cuando fuera privilegiada. Más de un miembro del COI, cristiano viejo y adicto sin remedio a cuantos placeres puede ofrecer el cerdo, esgrimió desconocidas repugnancias al jamón a cambio de la información sobre recalificaciones de terrenos en Atlanta y en las zonas de Barcelona a remodelar tras el impacto de las construcciones olímpicas. Pero la mujer volvía a su castidad patriótica, cantada por un gran poeta nacional serbio…

La serbia cuando besa
es que besa de verdad
y a ninguna le interesa
besar por frivolidad

… y avanzaba otra vez hacia Carvalho dispuesta a convencerle por las buenas o por las malas.

– ¿Quieres que te diga dónde retenemos secuestrados a los desaparecidos de la antorcha?

– Dilo, si tanto te interesa decirlo.

– ¿Eres un psicólogo? La psicología es una ciencia al servicio de la pequeña burguesía.

– Serás serbia, nena… pero también marxista.

– ¿Se me nota mucho? Yo hago esfuerzos para regenerarme… pero…

– No cambies de religión… Si has conseguido no creer en la verdadera, ¿para qué cambiarla por una falsa?

Las serbias son fáciles de desconcertar, más si se dedican al culturismo, pensó Carvalho al ver cómo la mujer se detenía bruscamente y le miraba asombrada. Una jabalina, arrojada Dios sabe desde qué insólita distancia, había penetrado por el músculo infraespinoso y asomaba su punta sanguinolenta por el pectoral mayor, a manera de, monstruoso, segundo pezón.

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