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– ¿También podré ir a ver la Tour Eiffel?

– Entra en el precio.

– ¿Y el Folies-Bergére?

– Toma veinte mil pesetas y vete a ver tetas, Biscuter, tan perfectas que son irreales.

– A mí no me gustan las tetas irreales, jefe.

– Es que tienes buen gusto y no te gustan las tetas perfectas. Play Boy ha hecho una faena a las mujeres perfectas. Nadie cree en ellas. Parecen cuerpos de desplegable hectacrome.

Motivado por tan variados objetivos, partió Biscuter hacia París en un autocar de plástico transparente donde le proyectarían hasta la somnolencia Españolas en París , película philosophique sobre el destino de la mano de obra barata española y femenina en el París situado entre dos revueltas inútiles, la de mayo de 1968 y la próxima. Liberado de responsabilidades personales, Carvalho se dispuso a superar la prueba de su intolerancia olímpica en la más drástica de las soledades. Sus dos vicios principales, cocinar y quemar libros, le proporcionarían contacto con la materialidad, le ayudarían a transformar el mundo y en diecisiete días de encierro podía permitirse el placer de quemar libros sustanciales; para empezar el volumen de Que sais-je? sobre el olimpismo.

Aunque su decisión fue estrictamente privada, y escaso de familia y allegados nadie podía conocer la peripecia antiolímpica del detective Carvalho, el protagonista de aquel acto esencial de rebeldía y desprecio se sentía tan insuperable como fatalmente autosatisfecho. Tiempos de narcisismo. ¿Qué mayor placer que ser el único gozador de su negación de los Juegos Olímpicos de Barcelona? Si quería razonar su rechazo de las convocatorias olímpicas, podía recurrir a la argumentación de que son juergas extradeportivas que se resuelven en excelentes negocios urbanísticos y mediáticos. O la estupidez congénita de los Juegos que descansaba en la no menos congénita estupidez e ignorancia de la realidad de su fundador, el barón de Coubertin, capaz de sostener que el deporte supera las desigualdades sociales y sólo permite las desigualdades derivadas del mayor y mejor esfuerzo deportivo: «La posición social, el nombre o el patrimonio heredado de sus padres no revisten ninguna importancia en este propósito.» Pero le parecía excesivo malgastar argumentación para un rechazo visceral. De Antonio Machado había heredado el odio por la gimnasia y de una profunda genealogía de perdedores, el rigor de no exhibir el exhibicionismo. Malos tiempos para ese rigor en una España que presumía de Juegos Olímpicos y Exposición Internacional de Sevilla como dramatizaciones privilegiadas de su modernidad. Si bien a nadie metían en un frenopático por estar contra los Juegos Olímpicos no era por tolerancia, sino por exhibición de la tolerancia. Estaba rodeado de exhibicionistas.

Se imaginaba el ademán borbónico y preocupado de su majestad el rey Juan Carlos preguntándole a la reina:

– Sofía, ¿has visto a Carvalho?

La perplejidad de la reina no la distraía del repaso del guión que se había escrito para cumplir suficientemente su cometido. También el rey, desde la gran profesionalidad que le caracterizaba, repasaba los atributos de realeza y los decálogos de conducta de un rey posmoderno que él mismo iba redactando en lo que podría ser un curso intensivo de Formación Profesional Permanente para Reyes y Príncipes en activo. Si bien en el pasado había contado con asesorías éticas y políticas de transición, entre las que destacan las cartas que le dirigiera don Emilio Romero, en el presente ya todo lo confiaba a la experiencia, aunque hubiera deseado que alguien le escribiera una Ética para reyes , a ser posible personalizada, y, un desiderátum, que se la escribiera el mejor sastre de éticas del país, don Fernando Savater.

– Es que me corta mucho, majestad, hacerle una ética a un rey.

– Pero hombre, Savater… ¿no se la haría usted a un jockey del Gran Derby o a un fisioterapeuta? Un rey es un profesional más.

Perpleja la reina ante la evidencia de que Carvalho no había estado presente en los Juegos, casi no pudo salir de la perplejidad, porque se la corrigió y aumentó el comentario de Fidel Castro:

– ¿Dónde se habrá metido el pendejo ese?

Y Bush, absolutamente desconcertado:

– ¿El asesino de Kennedy reside en España y no va a los Juegos Olímpicos?

Aunque Bush no acudiría a las Olimpiadas, obligado como estaba a declararle la guerra a alguien para poder superar la caída en picado de su audiencia electoral. Samaranch, el presidente del COI (Comité Olímpico Internacional), ése sí que estaba indignado:

– ¡Me lo temía! ¡Me temía un acto de desprecio carvalhiano, una prueba de la infinita soberbia de los intelectuales a la que siempre se refería el Excelentísimo Generalísimo Franco! Y sin la menor consideración a la presencia de los reyes y a la mucha estima que su majestad le tiene.

Había llegado su hora de negarse a consumir farsa democrática, autos sacramentales de modernidades, cultura de simulacros a lo Walt Disney. En todo el mundo se había despertado una gran curiosidad por comprobar la capacidad de fiesta organizada que le quedaba a un país del sur progresivamente abocado al sumidero engullidor de un norte problemático, el norte de los dioses menores. Reservarse el derecho de participación era la única respuesta que le quedaba al abuso de negarle el derecho de admisión perpetrado por la Vida y por la Historia. Solazado por tanto goce de su secreta, por todos ignorada, rebeldía, Carvalho se creía a salvo de cualquier acechanza del exterior. No había comprendido la trastienda fascista del lema olímpico «Lo importante es participar», consigna del Gran Hermano democrático y benefactor, o la conminatoria «Contamos contigo», elucubrada años atrás por el actual presidente del COI (Comité Olímpico Internacional) cuando era el ministro de deportes in pectore de Franco.

Durante tres semanas podía dedicarse a rumiar sus decadencias, las mellas dejadas en su paisaje interior por la marcha de Charo, aunque quizás el motivo fundamental de su desconcierto era que ella hubiera escogido Andorra como tierra de exilio sentimental; un valle almacén de electrodomésticos, ¿o acaso no era un enmascarado valle repleto de electrodomésticos el resto del mundo y Andorra tenía el valor y la sinceridad de asumirlo? También le dolía en el corazón, cazador solitario -quemó la novela del mismo título de Carson McCullers en cuanto vio aparecer el título en la pantalla de su memoria-, la imposibilidad de lograr a Claire en el laberinto griego de su último trabajo o el desfase entre sus nulas ambiciones hacia nada o hacia nadie y las ganas de volar que percibía en Biscuter, matriculado en todo tipo de cursos por correspondencia y coleccionista de catálogos de viajes.

– Un día hemos de dar la vuelta al mundo, jefe. Quiero comprobar si se puede hacer en ochenta días.

– Si no la das en ochenta horas no te dejan… No te permiten ochenta días. ¿No ves que hay, cola y la gente se empuja con riesgo de caerse por el acantilado del fin del mundo?

Charo le había advertido: «Te estás quedando sordo», pero Carvalho había atribuido el comentario a la voluntad de toda mujer de disminuir a su pareja para canibalizarla más fácilmente. Ahora que Charo había escogido la libertad, añoraba sus vigilancias convencionales, una dedicación de pareja que a pesar de su atipicidad y pequeñez le transmitía la sensación ilusoria de que alguien se preocupaba por él. Pero alguna razón tendría Charo porque no percibió los ruidos que desde fuera de la clausurada puerta de su casa de Vallvidrera reclamaban su presencia. Hasta que de pronto la puerta principal cedió a una patada de bota militar y el orificio abierto en el contraplacado fue agrandado por una colección completa de botas militares hasta dejar espacio suficiente para que la casa de Carvalho fuera invadida por toda clase de cuerpos represivos: paracaidistas, policía armada, guardia civil, policía privada, policía mixta, bomberos, numerarios del Opus Dei, especialistas en dietas, gaiteros escoceses, socios de clubs náuticos, huérfanos del socialismo real, boy scouts, porteros de night club , homosexuales sin complejo de culpa, yuppies en crisis de crecimiento, jóvenes filósofos y filósofas, sociólogos partidarios del pasado como pretérito perfecto ultimado y de futuros tan imperfectos que no debían ser ni imaginados. Botas, botas, botas, salvo los mocasines Sebago de los jóvenes filósofos y mocasines Camper de las jóvenes filósofas, algo menos estándar, dentro de su natural prudencia exhibicionista, el calzado de los sociólogos partidarios del pasado como pretérito ultimado, perfecto, y del futuro inimaginable desde su connatural imperfección.

Carvalho fue registrado a pesar de que sólo llevaba el slip y se le aplicó la ley Corcuera , mal llamada de Seguridad Ciudadana, versión española corcuerita, corcuerizada y corcuerante de las nuevas leyes que la Europa democrática va estableciendo para defenderse de una futura invasión de los chinos, con la excusa de luchar contra el narcotráfico.

– ¿Puedo ponerme una chilaba?

– No hay permiso explícito, por lo que debe estar prohibido implícitamente.

– ¿Una guayabera?

– Durante las Olimpiadas no se puede hacer propaganda indirecta de la Cuba comunista. Después aún mucho menos. Ofendería las sensibilidades liberales y plurales.

Quien llevaba la voz cantante era un sociólogo del equipo de cerebros que solía rodear al ministro del Interior, concretamente el sociólogo ayuda de cámara, especialista en el vestuario de la posmodernidad. Obligado a vestirse con un traje de verano adquirido en las rebajas de unos grandes almacenes de la ralea Mark amp; Spencer, Carvalho fue conducido a una furgoneta blindada y sin vistas al mar ni a nada que partió hacia lo desconocido. Dirigió la operación un capitán de paracaidistas norteamericanos que disuadió a Carvalho de todo tipo de resistencia mediante la exhibición de una jeringuilla.

– Como te muevas te inoculo un virus desconocido.

– Dígame de qué se trata. Igual me interesa.

– Si te interesara te lo cambiaría por otro. No soy de la Cruz Roja. ¡Jodido rojo! ¡Subversivo de mierda! ¿Para esto hemos ganado la guerra fría y la guerra bacteriológica? ¿Para que desganados como tú desmoralicen a una humanidad alegre, feliz, dicharachera y en paz con su conciencia y sus limitaciones?

La furgoneta llegó a su destino. El capitán enfundó la cabeza de Carvalho con una capucha que tenía para él un especial significado sentimental: era la misma capucha que había puesto sobre la cabeza de Raúl Sendic cuando enseñaba a los golpistas uruguayos a torturar a los enemigos de la cristiandad.

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