Dos botellas entre doce no es gran cosa, si acaso sirvió para quitarnos la pena y para que Olga después del quinto o sexto trago accediera a apoyarnos en una idea loca que tenía Bety: meterme disfrazado de mujer en el albergue de las muchachas. Ver y no tocar fue lo único que me recomendó, cuando luciendo falsas protuberancias y maquillado casi a la perfección nos escabullimos en el dormitorio.
Después que estuve dentro sentí miedo de que me fueran a descubrir en la jugada y con el alboroto saliera preso o botado de allí, pero ya estaba dentro y no había marcha atrás posible. Bety me acostó en su litera y puso el mosquitero prometiendo volver enseguida. El en seguida se convirtió en casi una hora, durante la cual me di gusto vacilando culitos tiernos, peluqueras, teticas limón y tetonas melón. Ya estaba en punto de frenesí cuando Bety se coló dentro de la litera. Me palpó mis partes sin recato, así era como te quería, me susurró, para que no pase lo que anoche en la presa ¡Ven mi patico!
¡Ay Dios mío, qué noche aquella!, y así fueron muchas más, todas las noches siguientes, intensas, frenéticas, alocadas, como la vez que decidimos sacar a uno que le decían Pato Oyuyo y que era una piedra después que se dormía, con litera y todo para el área de formación. El susodicho usaba unos calzoncillos de patas largas y cuando despertó en medio del coro que le formamos, hembras y varones, se levantó de un brinco, pero encañado como estaba, parece que de retener los deseos de orinar, se le salió el aparato aquel por la pata del calzoncillo y lo que se armó allí fue el acabose. Quería fajarse y todo, se cagó en la madre de los culpables, pero nadie saltó. Yo por si acaso, en silencio, me cagué en la suya mil veces.
Las cañas guataqueadas yo no sé si agradecerían el tratamiento que le dimos, pero yo sí agradecí y agradezco todavía a Ricardo y a Bety, a Luis y muchos otros aquellos días pasados allí y que todavía hoy recuerdo con agrado. A mi rubita le prometí en la despedida del campamento ir a verla antes de abordar el barco que los llevaría hasta Odesa. Se llevó mi dirección para enseguida que llegara escribirme y que de esa forma no se perdiera la comunicación. Juró que me quería y hasta yo sentí de verdad nostalgia y dolor por separarnos. Cantando las viejas estrofas de “Reloj” y pidiéndole que no marcara las horas porque íbamos a enloquecer, con un beso largo y un abrazo interminable nos despedimos.
A la Habana llegué una noche lluviosa dos días antes de que comenzara el Onceno Festival de la Juventud y los Estudiantes. La Colmillo Blanco en que viajé era la mar de cómoda, pero apenas si pude disfrutar en el trayecto de las bellezas del paisaje, para mí casi desconocido, pues el chofer, un aprendiz de esquimal, tenía el aire acondicionado a todo meter y me temblaba hasta la quijada de arriba. El shock hipotérmico debe haber sido el culpable de mi maltrecha estampa cuando descendí del ómnibus, tal sería mi facha que enseguida un policía me pidió identificarme. Trabajo me costó convencerlo de que yo era un delegado de la Universidad Central al que se había ido la guagua que transportó a los participantes del evento.
Libre de él, pero con la preocupación renovada por mi seguridad, pues este hecho me venía a confirmar que la policía, en estos días especialmente, iba a estar más activa que de costumbre y por tanto debía cuidarme de no ser sorprendido en mis proyectos de plagio. Crucé la Avenida Boyeros y deambulé entre los kioscos, vacíos a causa del mal tiempo, de la Feria de la Juventud. Una malta y un par de panes con croquetas calmaron mi apetito ¿Adónde ir? La idea que traía era acercarme a la Escuela Vocacional Lenin, que sería una de las Villas de alojamiento de los visitantes al evento, pero realmente no sabía dónde esta se encontraba, ni cómo llegar hasta allí, de contra la lluvia continuaba y volví a tiritar. La CUJAE era la otra opción y una más remota, por la lejanía era pernoctar en casa de mi tío Alfredo, el padre del huérfano, que vivía en Bauta. De esa última idea desistí de inmediato.
Esta era apenas mi segunda visita a la Habana, la anterior había sido como diez años antes, así que poco práctico como estaba para deambular sin dirección, decidí pasar la noche en los bancos de la Lista de Espera de la Terminal de Ómnibus. Me encontré allí un hervidero de gente tirada en el piso sobre cartones y ni un huequito siquiera en un banco donde reposar mi huesos. Me entraron unas ganas tremendas de regresar a casa, a mi camita tibia, hacía más de un mes que no sabía nada de mi madre, abuela, hermano y primo. Las defensas comenzaron a ceder ante la tentadora idea del regreso y la obtención del perdón familiar y ya casi estaba decidido a apuntarme en la Lista de Espera para volver a Santa Clara cuando tres jóvenes amulatados se me acercaron.
En seguida me puse alerta, pues tenía conocimiento de los maleantes y embaucadores habaneros que merodeaban por las terminales y timaban a los pasajeros que veían con cara de guajiros, pero no, era mi salvación lo que el Destino ponía en mis manos. Por lo que pude entender con mi famélico inglés, supe que eran egipcios y que andaban extraviados, habían llegado el día anterior para el Festival y ansiosos por conocer la ciudad y su gente salieron a dar una vuelta, se empataron con unas muchachas habaneras que los engatusaron y robaron los dólares que traían. De pronto me alumbré y les pregunté por los pasaportes, por suerte los conservaban consigo, para no llamar mucho la atención de posibles curiosos bajamos al piso inferior donde era menor la multitud y les hice creer que yo era un estudiante nicaragüense también delegado al Festival y prometí ayudarlos. Un rápido cálculo de mis finanzas me demostró que bien valía la pena gastarme diez pesos y alquilarles un taxi que los llevara hasta su albergue. Insistieron para que los acompañara pues temían el regaño del jefe de su delegación, pero con el pretexto de que estaba allí esperando por unos compañeros míos que pronto arribarían me los quité de encima. Después de media hora tratando de capturar un Chevy, logré que uno los llevara. En la despedida, con fuertes abrazos incluidos, me las arreglé para extraer los papeles del bolsillo de uno de ellos.
Así es la vida, en apenas unos minutos me había convertido en Ahmed el Meligui, natural del Cairo y con alojamiento en el Pedagógico Varona. Indudablemente que por aquel lugar no podría ni asomarme, pero tener en mis manos una credencial para mostrar a las autoridades y entrar en los lugares de los eventos era un gran logro, algo con lo que no había ni siquiera soñado. Me quedaban veinticinco pesos.
Amaneciendo llegué a la escuela Lenin, al parecer allí habían trabajado toda la noche recibiendo delegados, porque numerosas personas caminaban aún a esa hora por los pasillos y áreas exteriores. Me colgué del cuello la credencial y haciendo uso de un acento extraño empecé a mascullar un español que para cualquiera era legítimamente extranjero, así supe donde se encontraba el comedor, mi primera e inmediata meta, ya que nada me apetecía más, ni más agradecerían mis húmedos huesos que un café con leche bien caliente y un pan con mantequilla. En el comedor, amplio y encristalado había para escoger: yogur, malta, helado, leche fría, frutas, ensaladas, dulces, pero café con leche ni para un remedio. Tuve que conformarme con un par de bocaditos de jamón y queso y una taza bien llena de té caliente. Pregunté después, para quitarme el susto, qué delegaciones se hospedaban en la escuela, pues me hubiera visto en un aprieto si alguien se dirigía a mí en árabe, idioma en el que sólo sabía decir Salam Alekum, por suerte allí primaban delegados latinoamericanos y de la Europa socialista.