A Claudia, la de verdad, le pedía disculpas por mis infidelidades, pero amparado en aquello que dice que el que come malo y bueno come dos veces, le metí mano a cada esperpento, que tenía que retirarme a parques y alamedas oscuras que ampararan nuestros besos, todo lo contrario a lo que deseaba, pasearme muy orondo con mi chica por los portales de las tiendas y del cine los sábados por la noche. Claro que la categoría de esperpento que menciono está marcada desde la visión de mi loca juventud, ahora comprendo que el enfoque y la óptica en cuanto a calidad de mujeres varían con los años y ojalá pudiera hoy con mis cuarentaipico empatarme con alguna de aquellas chiquillas de las que entonces me avergonzaba.
Una de ellas, Inés Beltrán, de la que no he olvidado el nombre porque me reveló un secreto al que mucha lasca que le saqué, me preguntó una tarde de besos dulzones, ¿sabes por qué te amo tanto?, ante mi respuesta negativa me miró aturdida. Chico, ¿a ti no te han dicho que te pareces a Silvio Rodríguez?, aquello de veras que no me gustó, es decir, saber que me estaban besando mientras pensaban que era al autor de “Ojalá” a quien lo hacían, pero bueno, ¿qué otra cosa hacía yo, si no lo mismo? La besaba a ella o a ellas pero era a Claudia a quien en mis sueños besaba.
Llegué a la casa y corrí al espejo. Frente amplia, nariz clásica, labios finos, ojos algo rasgados, unos pequeños baches del acné juvenil en la mejilla derecha y la sonrisa medio ladeada. Volví a sonreír ¡Ahí estaba la clave!, mi sonrisa era como la de Silvio y mis ojos un tanto parecidos y la boca con cierta similitud, pero algo no encajaba. Me miré a fondo y lo descubrí, mi cabello era entonces abundante y rizado, me faltaban además el bigote y la perita que el socio usaba en ese tiempo.
Esa misma noche comencé a dormir con un gorro hecho de una panty que le robé a mi abuela y al cabo de una semana gracias a la vaselina y la paciencia ya mi pelo cedía dócilmente ante los dientes del peine. Comencé también a afeitarme todos los días para que se fortalecieran los vellos y brotara un mostacho saludable, esto me tomó más tiempo, pero en tres meses ya lucía un bigotico y un chivo que de verdad me asemejaban bastante con el poeta trovador. Por supuesto que sin pérdida de tiempo me dediqué a aprender notas y rasgueos de guitarra con mi primo Alfredo, el huérfano, a quien siempre le había rechazado el ofrecimiento que me había hecho de enseñarme a tocarla. Fue tanta la pasión y empeño que en esto puse que en poco tiempo ya dominaba el instrumento y plagiaba bastante bien algunos temas como “El elegido”, “Ojalá”, “La maza” y “Hoy no quiero estar lejos de la casa y del árbol”.
Con lo que más trabajo pasé para lograr mi transformación fue, increíblemente, con la ropa. En aquella época conseguir un jean azul, bueno de verdad era más difícil que hacer gárgaras bocabajo, aparte de lo carísimo que resultaba, así que a través de mañas y marañas logré hacerme de uno, ya viejo y desteñido, pero con tremenda onda. Para obtenerlo tuve que arrancarme de un tirón de un pedazo de mi infancia. Cambié mi magnífica colección de postalitas del Zorro Vengador, que llegaban a ciento cuatro y una bolsa repleta de bolas de cristal, más de trescientas, por un Lee legítimo a Pan con Nalga, un gordito de once años, pero que tenía mi complexión, hijo de un venturoso marinero. Dije venturoso marinero, no confundir con marino aventurero.
Con el apoyo y el aliento del profesor de guitarra, que incluso me la prestó gustoso, salí con mi nueva apariencia a las calles del pueblo. De mi casa al centro de la ciudad hay unos tres kilómetros que decidí hacer caminando, al principio el nerviosismo me comía por una pata, pero a medida que avanzaba y veía a la gente detenerse o voltear la cabeza para mirarme me fui envalentonando y a no pocos repartí docenas de mi sonrisa torcida. Me quedaba la duda, por la cercanía al hogar, de que la gente del barrio me reconociera a pesar de mi nueva apariencia y de que me miraran así sorprendidos por mi indumentaria, pero cuando me fui adentrando en otros barrios y la gente allí también me miraba absorta perdí totalmente el miedo y apenas si había andado una nueva cuadra a partir de aquella reflexión cuando mi intuición se corroboró. Una jovencita, gorda y pecosa, me gritó desde su balcón, ¡Silvio, aquí también te queremos! La miré, sonreí y con estudiado gesto, para que pareciera natural, la saludé con la mano. Realmente no sé la cantidad de ligues que hice con mi nueva estampa, muchas hubo que jamás supieron que estaban en brazos de un impostor.
Cuando en el pueblo ya era famoso por mis conquistas, y estas a causa de los chismes y la envidia comenzaron a disminuir, fue que inicié mi primera gira. Para entonces había logrado hacerme de mi propia guitarra y además abandonado los estudios de Ingeniería Eléctrica en el segundo año de universidad. Mamá, siempre tan ocupada trabajando en la calle, me consideraba un loco incorregible; abuela continuaba mimándome solidaria y Alfredo y Carlos en cierta medida me apoyaban financieramente, conscientes de que me debían, bueno en realidad a Silvio, las novias que ellos también poseyeron y poseían.
La tendencia natural de los guajiros en cualquier parte del mundo cuando el terruño les queda estrecho es viajar a la capital y yo por supuesto no iba a ser la excepción de la regla. La Habana era mi objetivo inmediato, el luminoso destino que a mí mismo me había prometido, pero, siempre hay un pero, con la escasez de fondos que me asolaba no podía hacer el viaje como Dios y las buenas costumbres mandan: en ómnibus. Unos Hino japoneses, apodados Colmillo Blanco por las gélidas temperaturas de sus acondicionadores de aire y mil veces preferibles a los siempre quejumbrosos, lentos y retrasados trenes. Tomé pues la desvencijada mochila, la atiborré con casi todo mi ajuar y con ella a la espalda y la guitarra en bandolera salí rumbo a la carretera Central con la esperanza de que en un par de días, con buena suerte, me encontraría paseando mi estampa y mi humanidad por el malecón habanero.
Sin embargo, después de la primera hora que pasé a pleno sol esperando por algún carro salvador que me recogiera, la sed comenzó a anidar en mi junto con el nerviosismo y la incertidumbre por el futuro que me esperaba, y luego de hacer cálculos y más cálculos me dije que La Habana aún me quedaba grande. Además era la ciudad del verdadero Silvio, ¿qué pasaría si un día nos tropezábamos, o si alguien denunciaba mi usurpación de personalidad?, así que después de un largo titubeo crucé para el otro lado de la carretera y comencé a pedir botella en sentido contrario. Era evidente que la suerte me acompañaría, pues apenas si había hecho un par de señales cuando un flamante auto ocupado por turistas españoles se detuvo a mi lado.
_ ¿Me adelantan un poco, por favor?_ les pedí con voz melosa.
_ ¿Pero usted…?
_ ¿Yo qué…?_ pregunté a mi vez, temeroso.
_ ¿Usted no es…?
_Sí, yo mismo_ me decidí a tomar la iniciativa _, pero, ¿me dan el aventón o no?
Yo sabía que en España se dice aventón, si les llego a pedir una botella quizás me hubieran tomado por un alcohólico empedernido y ambulante y hubieran salido de allí chillando gomas. Fue un viaje idílico: aire acondicionado, música, numerosas paradas en cafeterías y restaurantes para merendar y en definitiva me queda la tranquilidad de espíritu de que con mi boca nunca les mentí, porque en realidad nunca les dije que fuera Silvio, ellos lo asumieron por sí mismos. Sólo les mentí un poquito, es verdad, al manifestarles que mi coche se había averiado. La avería era falsa por supuesto…y del coche ni hablar.