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Ya no había tiempo para organizar el secuestro del bebé. Doña Regla sospechó algo. ¡Una bruja sagaz! No obstante, Lázaro no parecía estar muy disgustado, ya que hurtar a su propia criatura era para él una tarea secundaria. El hecho de que, al finalizar exitosamente la travesía, el pequeñuelo Javier podía ser para él en los EE.UU. un agobio, tranquilizó la flagelación de Lázaro por este intento fracasado de un engaño “justo”.

El teniente Manuel Murillo, su vigilante avaro, lo seguía persiguiendo. Lázaro no tenía la intención de volver a cruzarse con él en esta vida pecadora y, más aún, no tenía ni el menor deseo de pagarle un tributo eterno.

El aventurero quemaba las naves. Aquí no tenía nada que perder. Para él la isla de la Libertad podía convertirse solamente en una cárcel.

Desde la infancia él era el más fuerte entre todos sus coetáneos, pero ellos con su espíritu gregario y colectivismo siempre se unían contra él, o, en vista de su debilidad, se quejaban a los maestros. Y si él juntaba entorno suyo a muchachos, los cuales reconocían su liderazgo incondicional y su autoridad innegable – lo clasificaban como delincuente y casi siempre conllevaba acabar expulsado del colegio.

Siempre había motivo alguno para actuar así. Es que él era una persona de acciones. Si a algún escolar lo han herido con una lezna, si a alguna alumna de los grados superiores le rompían la nariz o han tirado por el patio del colegio latas con excrementos, ya no había que dudar que esto sería asunto de manos de Lázaro y sus amigos.

Tales como él conquistan América. Porque actúan sin volver la cabeza atrás. Prosperando en los EE.UU., se vengará del sistema que lo ha rechazado…

No le dejaba en paz el problema principal, había que persuadir a su amante. Sin ella, más exactamente dicho, sin sus parientes forrados serían muy penosos los primeros días de estancia allí.

– Lo tengo todo preparado. ¡Ya mañana tú y Eliancito estarán en el paraíso! – no admitía objeciones Lázaro, impidiendo a la mujer a tomar la decisión, su decisión, en la casa de los padres.

– No me dispongo a irme a ningún lado – no lo admitía Eliz.

La artillería pesada de argumentos a favor de partir inmediatamente de modo inesperado tronó los labios de la madre canosa de Lázaro, doña María Elena, mujer imperiosa y locuaz, la cual intervino en la conversación de los amantes muy a propósito para Lázaro, que iba perdiendo la paciencia.

– Chica mía – se puso a arrullar doña María Elena – mi hijo te ama a ti. Si no fuera así, no habría vuelto de Miami. Vino, arriesgando su vida y la libertad, solamente por ti. Te necesita…

– Fíjate – se enfureció Lázaro – si no les va a gustar, no será nada difícil para mí hacer volver a los dos. ¡Esto es coser y cantar!

– Qué significa que no te va a gustar – intercaló estas palabras la madre aliada – allí no puede ser que no te agrade. Eliz, mi chico sabe cómo ganar dinero. Ya consiguió siete mil dólares. Lo que aquí es ilegal en aquel país es normal y admisible. Podrás ayudar a tu familia como esta merece.

Elizabeth permanecía callada. De repente, al haber recordado a Juan Miguel, pronunció:

– Para Juan Miguel Elián es su hijo, como para mí también. Eso será injusto respecto a él.

– ¿Injusto? – Se erizó la doña entrada en años – he aquí un caso monstruoso de injusticia respecto a ti, chica. Por si fuera poco, toda la ciudad siempre sabía sobre sus andanzas, te difamaba, no veía en ti a una mujer, a diferencia de mi chico. Pues él, quiero decírtelo, se la pasa casi todo el tiempo libre con su hijito de pecho.

– ¿Eliancito no es el único niño? – no lo creyó Elizabeth.

– Llévatela a esta dirección – le ordenó al hijo la madre y le tendió un desgarrado papelito, en el cual con una letra ordenada y apretada estaban dados la dirección y el número de la casa – que lo vea con sus propios ojos, solo hay que ir ahora mismo – añadió esta susurrando al oído del hijo. Lázaro trajo a la mujer conforme a las señas dadas por la madre de él. Aparcó su coche, sin apagar el motor, al lado de un edificio pintado de color azul, en una callecita empedrada de guijas entre el puerto y la fábrica de ron. No esperaron mucho rato. A la casa venía aproximándose una pareja. El hombre sostenía en sus manos una criatura. Los dos entraron en la casa y desaparecieron tras una puerta de hierro. Este era Juan Miguel.

– ¡Vayámonos! – ordenó Eliz con un tono decidido.

– ¿Puede ser que pasemos y veamos a qué se están dedicando? – su contrincante saboreaba el desenmascaramiento de Juan Miguel, el cual hasta hace un rato poseía una imagen impecable. El plan de su madraza resultó ser exitoso. El padre de Elián quedó denigrado. Apareció ante Eliz con un aspecto de embustero o, digamos, semi mentiroso. ¡Da igual! El resultado es lo primordial. Eliz pidió dos días para los preparativos…

* * *

22 de noviembre de 1999.

Los suburbios de Cárdenas

El viento seguía soplando ya hace dos días, infundiendo la inquietud no solamente en las columnas desordenadas de las olas oceánicas, sino en los corazones de media docena de personas, que se decidieron a abandonar la patria y que habían confiado su suerte en el piloto diletante que se llamaba Lázaro Muñero.

– Allí está el paraíso – así hablaba un hombre que llevaba colgado un machete del cinturón, pero el pequeño Eliancito, no se sabe por qué, no creía en eso, mirando el cielo deslucido, y a un repugnante buitre negro con la cabeza roja, que planeaba sobre la barcaza miserable, en la cual se habían reunido los condenados para emprender una travesía peligrosa.

La gente portaba los baúles con las prendas, pisando la escalera oxidada, volviendo la cabeza hacia atrás y regañando al caudillo muy seguro de sí mismo. Se despedían muy de prisa y corriendo con los pocos familiares, cuyos ojos se humedecían por las lágrimas.

El buitre negro, conocido como aura o tragón de carroña, ahora estaba dando vueltas sobre la barcaza en compañía de otras aves, uniéndose en una bandada entera de compañeros de esta especie. Desplegando las alas ralas, ellos se lanzaban en picada a las rocas ribereñas, o se levantaban por las nubes, la trayectoria inconcebible podía ser emparentada al caos, en el ánimo que reina entre los refugiados. A las aves que volaban de acá por allá, sin ser capaces de determinar la altura requerida, algunos de los que vinieron a despedir a los suyos creían que era el presagio de una desgracia.

Una de las jóvenes mujeres, que se llamaba Ariana, se arriesgó a emprender un viaje tan peligroso con su hijita de cinco años, pero le fallaron los nervios. Una escaramuza violenta con Lázaro le hizo comprender que arrancar sus mil dólares pagados, en calidad de avance por el traslado, ella de ninguna manera podría obtenerlos de nuevo, ya que el dinero había sido gastado en la preparación de la expedición. Entonces, la mujer entregó forzosamente a su chicuela a la madre, que vino a despedirse de ellos, y mostrando su desdén hacia Lázaro, o al riesgo que ahora le amenazaba solamente a ella, iba portando el último bártulo al casco. Este era de una vitalidad dudosa. Para Ariana ahorrar tal suma era prácticamente algo irreal, por eso no le quedaba, a su parecer, otra salida. La travesía de la pequeña Estefanía y su madre anciana la aplazaba para organizarla después… Cuando estuviera bien plantada en los EE.UU.

– ¿Mamá, por qué papá no se va con nosotros? – pestañeaba con sus ojitos castaños Eliancito.

– ¡¿No estás harto de chacharear sobre tu padrazo?! – Lo cortó bruscamente Lázaro, estando acalorado de la disputa con la loca Ariana, – te las pasas callejeando de un lado a otro los días enteros. Ya es hora de hacerse mayorcito. Mañana estarás en un país donde hay todo lo que puedas soñar…

– ¿Y un Mickey Mouse grande? – la pregunta del pequeño desconfiado Lázaro mentalmente la clasificó como primitiva, pero de igual modo contestó:

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