– Mientras tanto permanecerás esposado. En el coche no despegues la boca acerca de la conversación sostenida. ¿Comprendiste? – le advirtió severamente Murillo.
Lázaro hizo un gesto aprobativo.
En la oscuridad se vio aparecer la silueta de Esteban Mendoza.
– ¿Qué decidiste hacer con este engendro? – preguntó muy interesado el sargento.
– Creo que no estarás en contra de que hoy yo tengo merecidamente mis veinte convertibles. Aunque sea por la muy amplia información dada por este canalla – balbuceó con refunfuño Murillo, haciendo empujar al detenido al coche de policía – ¡No tiene consigo ni un centavo! Tendremos que ir a la casa de su chica.
El coche emprendió la marcha hacia Cárdenas.
… Lázaro se alegró al haberse enterado de que Elizabeth estaba sola en casa.
– Y si Juan Miguel y Eliancito ya hubieran vuelto de Camagüey – lo recibió con manera descontenta la adormilada Eliz.
– ¡Vuelves a temblar de miedo ante el ex marido! Tengo problemas, cariño mío. ¿Ves el coche de policía? Esta es mi escolta. Necesito dinero con urgencia. ¡Lo devolveré! Si no me ayudas, repito, – aquí llegará mi fin…
– ¿Qué es lo que volviste a hacer de mala gana? – intimidada pronunció Elizabeth.
– Dejémoslo para después. Si no me ayudas, repito – aquí llegará mi fin. Me metí hasta los codos.
– ¿Cuánto dinero necesitas?
– Trescientos dólares.
– No dispongo de tal suma.
– Entonces, estoy perdido. Me meterán en cana. La única salida es untar las manos de estos bastardos… Hurté a unos extranjeros.
A Elizabeth, de improviso, se le ocurrió la idea de que el brazalete y la ropa interior, que le habían regalado el día anterior, todo estaba ligado de una manera muy estrecha. Lázaro sufrió por ella. Pobre chico…
– ¿El brazalete? – en este caso la intuición no le engañaba a ella. Y solamente la motivación de su héroe se extendía tras los límites de la compresión de la confiada mujer enamorada.
Lázaro refunfuñó algo ininteligible, confirmando con su barboteo las suposiciones de Elizabeth.
Su amado está en peligro y ella puede ayudarle. Es que hay dinero en casa. Juan Miguel repetía incansablemente que hasta en la actual situación, tras el divorcio, ellos disponían de un presupuesto común y ella podía tomar de allí hasta toda la suma, actuar a su propio parecer. Una buena mitad de los ahorros eran las propinas de Eliz, juntadas durante casi dos meses. En la “hucha secreta” se acumularon unos trescientos dólares y algunas moneditas. Y el brazalete… Eso simbolizaba ni más ni menos que un desgraciado atributo de un mundo ajeno, casi cósmico, quizás. Hasta al ponérselo en la muñeca, le parecía ser un cuerpo extraño, la mente se negaba a reconocer la propia mano, anillada con una cara bagatela. Habrá que devolvérselo…
Estaba extrayendo el contenido del jarro secreto y con tejemaneje recontaba el dinero. ¿Qué dirá Juan Miguel cuando descubra en el lugar secreto solo unos pesos cubanos? ¿Qué pensará? ¿Cómo explicarle la desaparición del dinero? ¿Inventar algo? ¿Decirle que les robaron, o dar a conocer lo ocurrido? ¿Y luego qué? ¿Y ahora qué? Los une solamente la criatura. Los dos lo comprenden bien. Nada puede volver a ser como antes, como no se puede reanimar un cadáver…
– He aquí el dinero y el brazalete – le tendió la suma necesaria a Lázaro y el objeto que le ardía en la mano.
– Allí se encuentra eso… Habrá que devolver esa ropa interior – le hizo recordar el amante.
– ¡Cómo no! – Soltó un grito Eliz y, un ratito después, regresó con un pequeño paquete – ahí lo tienes. Entrégales todo, que te dejen libre y todo.
Él, sin agradecerle siquiera, se largó con los regalos devueltos y el dinero de una familia ajena a sus escoltas. Elizabeth quedó sola compartiendo un pensamiento, no podía hacerlo de otra manera.
Habiendo entrado otra vez en su dormitorio, echó un vistazo a la mesita de noche abierta con el cajoncito extraído, de donde un minuto antes había sido sacado el brazalete robado. Allí había otra joya más, un abalorio de semillas y conchas, el primer regalo de Juan Miguel. Lo tomó en sus manos y la voz interna constató el hecho: “Eso me pertenece a mí y es solamente mío, y nadie me pedirá que sea devuelto” …
Pero la voz proveniente de la subconsciencia en ese mismo instante quedó callada. Eliz puso cuidadosamente el abalorio en su sitio y cerró el cajoncito.
… El teniente Murillo, que había dejado a Baño en el coche interceptó a Lázaro en la esquina y se llevó el dinero junto con el brazalete sin actas ni protocolos.
– ¿Aquí hay trescientos? – Frunció las cejas el policía largo de uñas – no voy a recontarlos. Dispones los cinco días para anular la parte restante. ¿Un brazalete y esto qué es? La ropa interior… Se los devolveré hoy mismo a los agredidos. Lo principal es que no te pongas a comentarlo. Lo de los alemanes, creo, que hasta mañana por la noche, todo estará arreglado, así como la coartada tuya también. Punto final, estás libre… Hasta mañana. ¿Espero que la videocámara esté en buen estado?
Murillo abrió las esposas y Lázaro se lanzó a correr de ese lugar.
– Ahora estamos pagados. Ambos hemos cortado dos de a veinte convertibles – hizo un guiño pícaro Manuel a Esteban.
– Tu ganancia será mayor que la mía, amigo – le insinuó el sargento a la picardía de su socio.
Murillo se salió de sus casillas:
– ¡¿Qué tienes en cuenta?!
– ¡Piénsalo! ¡Crees que no he visto como, aún estando en “¡La Rumba”, le arrancaste a él diez pesos convertibles! Eso sería que del ex barman recibiste treinta pesos y no veinte. ¡Me da igual, lo único que yo no quiero es que me tomes por un papanatas! ¡No soy un fracasado total!
– ¡Vete a…! – escupió por la ventanilla el teniente, ya estando tranquilo. Baño podía contemplar solamente la punta del “iceberg”, lo mínimo del asuntillo que hoy pudo arreglar Helado.
Los reveses de la vida. Lo que pudo ver Mendoza, resultó ser bastante para que en un futuro no lejano, cuando los agentes de seguridad empezaran la investigación acerca de un asunto completamente diferente, en el cual también figuraba Lázaro Muñero García, acusar al teniente Murillo en actos de corrupción:
– No conocía visualmente a Muñero. Mientras que el teniente Murillo lo conocía ya que efectuaba la instrucción. Él sabía que aquel sospechaba en el robo de los turistas alemanes y lo soltó por treinta pesos. Se vendió por treinta monedas de plata, Judá. Los colegas del departamento no dudaban que Murillo y Mendoza valían el uno como el otro. Haciendo recordar una tarifa entera de apodos de los dos “compañeros inseparables”, definieron unánimemente para evaluar la situación de la manera más oportuna posible, echando una broma muy precisa y certera en el vestuario:
– Baño, por fin, defecó… ¡Era helado!
* * *
Huir… Huir. Y cuanto antes, mejor. En este país maldito desde la infancia lo único que hacían era humillarle, expulsándolo de una de las escuelas, o de otra mientras que él simplemente defendía su opinión, como podía…
No importa que el casco sea viejo y el motor estuviera en las últimas. Hasta Florida hay 90 millas. Las pasaremos cueste lo que cueste…
Para la travesía se alistaron siete clientes de pago. Dinero en vivo. Podemos llevarnos a la madre recién recuperada del infarto, al padre y el hermano. Sería bueno si lleváramos a la criatura. Magnífica idea. Correcto. Aunque sea para hacerle una faena a Dayana y a su madraza cizañera, a doña Regla. Nunca lo respetaba, no lo consideraba ser un digno partido para su hijita. Procuraba encontrar algún nomenclador alisado de la Unión de Jóvenes Comunistas. Le tildaba de ignorante y desafortunado. Por ella todo se fue al garete lo de Dayana, la muchacha terca, que nunca se escaparía de la tutela de su madraza.
La chica no estaba en casa. Su madre, vieja quisquillosa, no quiso dar a Lázaro el pequeñuelo Javier Alejandro. ¡Qué es lo que se está permitiendo! ¡Es su criatura! Oh, si en casa, en vez de la señora, hubiera estado solamente el padre de Dayana, don Oseguera, entonces, Lázaro habría podido realizar lo ideado, el viejo Lorenzo era un inocentón, y sería muy fácil engañar a tal dominguejo.