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– ¡Vonos, doña Chón, no se incomode, dejemos a esta vieja cara de mi…seria!

– La señori… -intentó decir la sirvienta, pero la señorita se interpuso:

– ¡Shó, verdá!

– Dígale lo que le dejo dicho con usté, por aquello, veya, que no diga después que no se lo advertí a tiempo: que estuvieron a buscarlo doña Chón y una muchacha, que lo esperaron y que como vieron que no venía se fueron y le dejaron dicho que zacatillo como el conejo…

Sumida en sus pensamientos, la viuda de Carvajal no se dio cuenta de lo que pasaba. De su traje negro, como muerta en ataúd con cristal, no asomaba más que la cara. La sirvienta le tocó el hombro -tacto de telaraña tenía la vieja en la punta de los dedos-, y le dijo que pasara adelante. Pasaron. La viuda habló con palabras que no se resolvían en sonidos distintos, sino en un como bisbiseo de lector cansado.

– Sí, señora, déjeme la carta que traye escrita. Así, cuando él venga que no tardará en venir -ya debía estar aquí-, yo se la entrego y le hablo a ver si se logra.

– Por vida suya…

Un individuo vestido de lona café, seguido de un soldado que le custodiaba remington al hombro, puñal a la cintura, cartuchera de tiros al riñón, entró cuando salía la viuda de Carvajal.

– Es que me dispensa -dijo a la sirvienta-; ¿estará el licenciado?

– No, no está.

– ¿Y por dónde podría esperarlo?

– Siéntese por ái, vea; que se siente el soldado.

Reo y custodio ocuparon en silencio el poyo que la sirvienta les señaló de mal modo.

El patio trascendía a verbena del monte y a begonia cortada. Un gato se paseaba por la azotea. Un cenzontle preso en una jaula de palito de canasto ensayaba a volar. Lejos se oía el chorro de la pila, zonzo de tanto caer, adormecido.

El Auditor sacudió sus llaves al cerrar la puerta y, guardándoselas en el bolsillo, acercóse al preso y al soldado. Ambos se pusieron de pie.

– ¿Genaro Rodas? -preguntó. Venía olfateando. Siempre que entraba de la calle le parecía sentir en su casa hedentina a caca de gato.

– Sí, señor, pa servirlo.

– ¿El custodio entiende español?

– No muy bien -respondió Rodas. Y volviéndose al soldado, añadió-: ¿Qué decís, vos, entendés Castilla?

– Medie entiende.

– Entonces -zanjó el Auditor-, mejor te quedás aquí: yo voy a hablar con el señor. Espéralo, ya va a volver; va a hablar conmigo.

Rodas se detuvo a la puerta del escritorio. El Auditor le ordenó que pasara y sobre una mesa cubierta de libros y papeles fue poniendo las armas que llevaba encima: un revólver, un puñal, una manopla, un «casse-tête».

– Ya te deben haber notificado la sentencia.

– Sí, señor, ya…

– Seis años ocho meses, si no me equivoco.

– Pero, señor, yo no fuí complicís de Lucio Vásquez; lo que él hizo lo hizo sin contar conmigo; cuando yo me vine a dar cuenta ya el Pelele rodaba ensangrentado por las gradas del Portal, casi muerto. ¡Qué iba yo a hacer! ¡Qué podía yo hacer! Era orden. Según dijo él era orden…

– Ahora ya está juzgado de Dios…

Rodas volvió los ojos al auditor, como dudando de lo que su cara siniestra le confirmó, y guardaron silencio.

– Y no era malo aquél… -suspiró Rodas adelgazando la voz para cubrir con estas pocas palabras la memoria de su amigo; entre dos latidos cogió la noticia y ahora ya la sentía en la sangre-… ¡Qué se ha de hacer!… El Terciopelo le clavamos porque era muy de al pelo y corría unos terciotes.

– Los autos lo condenaban a él como autor del delito, y a vos como cómplice.

– Pero, pa mí, que hubiera cabido defensa.

– El defensor fue cabalmente el que conociendo la opinión del Señor Presidente, reclamó para Vásquez la pena de muerte, y para vos el máximum de la pena.

– Pobre aquél, yo siquiera puedo contar el cuento…

– Y podés salir libre, pues el Señor Presidente necesita de uno que, como vos, haya estado preso un poco por política. Se trata de vigilar a uno de sus amigos, que él tiene sus razones para creer que lo está traicionando.

– Dirá usté…

– ¿Conocés a don Miguel Cara de Ángel?

– No, sólo de nombre lo he oído mentar; es el que se sacó a la hija del general Canales, según creo.

– El mismo. Lo reconocerás en seguida, porque es muy guapo: hombre alto, bien hecho, de ojos negros, cara pálida, cabello sedoso, movimientos muy finos. Una fiera. El Gobierno necesita saber todo lo que hace, a qué personas visita, a qué personas saluda por la calle, qué sitios frecuenta por la mañana, por la tarde, por la noche, y lo mismo de su mujer; para todo eso te daré instrucciones y dinero.

Los ojos estúpidos del preso siguieron los movimientos del Auditor que, mientras decía estas últimas palabras, tomó un canutero de la mesa, lo mojó en un tinterote que ostentaba, entre dos fuentes de tinta negra, una estatua de la diosa Themis, y se lo tendió agregando:

– Firma aquí; mañana te mando poner en libertad. Prepará ya tus cosas para salir mañana.

Rodas firmó. La alegría le bailaba en el cuerpo como torito de pólvora.

– No sabe cuánto le agradezco -dijo al salir; recogió al soldado, casi le da un abrazo, y marchóse a la Penitenciaría como el que va a subir al cielo.

Pero más contento se quedó el Auditor con el papel que aquel acababa de firmarle y que a la letra decía:

«Por $ 10.000 m/n. -Recibí de doña Concepción Gamucino (a) “la Diente de Oro”, propietaria del prostíbulo “El Dulce Encanto”, la suma de diez mil pesos moneda nacional, que me entregó para resarcirme en parte de los perjuicios y daños que me causó por haber pervertido a mi esposa, señora Fedina de Rodas, a quien sorprendiendo en su buena fe y sorprendiendo la buena fe de las Autoridades, ofreció emplear como sirvienta y matriculó sin autorización ninguna como su pupila-. Genaro Radas.»

La voz de la criada se oyó tras de la puerta:

– ¿Se puede entrar?

– Sí, entrá…

– Vengo a ver si se te ofrecía algo. Voy a ir a la tienda a traer candelas, y a decirte que vinieron a buscarte dos mujeres de ésas de las casas malas y te dejaron dicho conmigo que si no les devolvés los diez mil pesos que les quitaste que se van a quejar con el Presidente.

– ¿Y qué más?… -articuló el Auditor con muestras de fastidio, al tiempo de agacharse a recoger del suelo una estampilla de correo.

– Y también estuvo a buscarte una señora enlutada de negro que parece ser mujer del que fusilaron…

– ¿Cuál de todos ellos?

– El Señor Carvajal…

– ¿Y qué quiere?…

– La pobre me dejó esta carta. Parece que quiere saber dónde está enterrado su marido.

Y en tanto el Auditor pasaba los ojos de mal modo por el papel orlado de negro, la sirvienta continuó:

– Te diré que yo le prometí interesarme, porque me dio una lástima, y la pobre se fue con mucha esperanza.

– Demasiado te he dicho que me disgusta que congeniés con toda la gente. No hay que dar esperanzas. ¿Cuándo entenderás que no hay que dar esperanzas? En mi casa, es que no se dan esperanzas de ninguna especie a nadie. En esto puestos se mantiene uno porque hace lo que le ordenan, y la regla de conducta del Señor Presidente es no dar esperanzas y pisotearlos y zurrarse en todos porque sí. Cuando venga esa señora le devolvés su papelito bien doblado y que no hay tal saber dónde está enterrado…

– No te disgustés, pues, te va a hacer mal; así se lo voy a decir. Sea por Dios con tus cosas.

Y salió con el papel, arrastrando los pies uno tras otro, uno tras otro, entre el ruido de la nagua.

Al llegar a la cocina arrugó el pliego que contenía la súplica y lo lanzó a las brasas. El papel, como algo vivo, revolcóse en una llama que palideció convertida sobre la ceniza en mil gusanitos de alambre de oro. Por las tablas de los botes de las especias, tendidas como puentes, vino un gato negro, saltó al poyo junto a la vieja, frotósele en el vientre estéril como un sonido que se va alargando en cuatro patas, y en el corazón del fuego que acababa de consumir el papel puso los ojos dorados con curiosidad satánica.

XXIV Luz para ciegos

Camila se encontró a media habitación, entre el brazo de su marido y el sostén de un bastoncito. La puerta principal daba a un patio oloroso a gatos y adormideras, la ventana a la ciudad adonde la trajeron convaleciente en silla de mano y una puerta pequeña a otra habitación. A pesar del sol que ardía en las quemaduras verdes de sus pupilas y del aire con peso de cadena que llenaba sus pulmones, Camila se preguntaba si era ella la que iba andando. Los pies le quedaban grandes, las piernas como zancos. Andaba fuera del mundo, con los ojos abiertos, recién nacida, sin presencia. Las telarañas espumaban el paso de los fantasmas. Había muerto sin dejar de existir, como en un sueño, y revivía juntando lo que en realidad era ella con lo que ahora estaba soñando. Su papá, su casa, su Nana Chabela, formaban parte de su primera existencia. Su marido, la casa en que estaban de temporada, las criadas, de su nueva existencia. Era y no era ella la que iba andando. Sensación de volver a la vida en otra vida. Hablaba de ella como de persona apoyada en bastón de lejanías, tenía complicidad con las cosas invisibles y si la dejaban sola se perdía en otra, ausente, con el cabello helado, las manos sobre la falda larga de recién casada y las orejas llenas de ruidos.

Pronto estuvo de correr y parar y no por eso menos enferma, enferma no, absorta en la cuenta de todo lo que le sobraba desde que su marido le posó los labios en la mejilla. Todo le sobraba. Lo retuvo junto a ella como lo único suyo en un mundo que le era extraño. Se gozaba de la luna en la tierra y en la luna, frente a los volcanes en estado de nube, bajo las estrellas, piojillo de oro en palomar vacío.

Cara de Ángel sintió que su esposa tiritaba en el fondo de sus franelas blancas -tiritaba pero no de frío, no de lo que tirita la gente, de lo que tiritan los ángeles- y la volvió a su alcoba paso a paso. El mascarón de la fuente… La hamaca inmóvil… El agua inmóvil como la hamaca… Los tiestos húmedos… Las flores de cera… Los corredores remendados de luna…

Se acostaron hablando de un aposento a otro. Una puertecita comunicaba las habitaciones. De los ojales con sueño salían los botones produciendo leve ruido de flor cortada, caían los zapatos con estrépito de anclas y se desplegaban las medias de la piel, como se va despegando el humo de las chimeneas.

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