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Cara de Ángel sonrió.

– Pero, amigo, usted necesita mudarse; tome mi carruaje…

– Muchas gracias, general…

– Vea, allí está; dígale al cochero que lo vaya a dejar en una carrerita y que vuelva después por mí. Buenas noches y felicidades. ¡Ah, vea! Llévese el periódico para que lo estudie la señora, y felicítela de parte de un humilde servidor.

– Muy agradecido por todo, y buenas noches.

El carruaje en que iba el favorito arrancó sin ruido, como una sombra tirada por dos caballos de humo. El canto de los grillos techaba la soledad del campo desnudo, oloroso a reseda, la soledad tibia de los maizales primerizos, los pastos mojados de sereno y las cercas de los huertos tupidas de jazmines.

– … Sí; si se sigue burlando de mí lo ahorc… -có su pensamiento, escondiendo la cara en el respaldo del vehículo, temeroso de que el cochero adivinara lo que veían sus ojos: una masa de carne helada con la banda presidencial en el pecho, yerta la cara chata, las manos envueltas en los puños postizos, sólo la punta de los dedos visibles, y los zapatos de charol ensangrentados.

Su ánimo belicoso se acomodaba mal a los saltos del carruaje. Habría querido estar inmóvil, en esa primera inmovilidad del homicida que se sienta en la cárcel a reconstruir su crimen, inmovilidad aparente, externa, necesaria compensación a la tempestad de sus ideas. Le hormigueaba la sangre. Sacó la cara a la noche fresca, mientras se limpiaba el vómito del amo con el pañuelo húmedo de sudor y llanto. ¡Ah! -maldecía y lloraba de la rabia-, ¡si pudiera limpiarme la carcajada que me vomitó en el alma!

Un carruaje ocupado por un oficial los pasó rozando. El cielo parpadeaba sobre su eterna partida de ajedrez. Los caballos huracanados corrían hacia la ciudad envueltos en nubes de polvo. ¡Jaque a la Reina!, se dijo Cara de Ángel, viendo desaparecer la exhalación en que iba aquel oficial en busca de una de las concubinas del Señor Presidente. Parecía un mensajero de los dioses.

En la estación central se revolcaba el ruido de las mercaderías descargadas a golpes, entre los estornudos de las locomotoras calientes. Llenaba la calle la presencia de un negro asomado a la baranda verde de una casa de altillo, el paso inseguro de los borrachos y una música de carreta que iba tirando un hombre con la cara amarrada, como una pieza de artillería después de una derrota.

XXXIII Los puntos sobre las íes

La viuda de Carvajal erró de casa en casa, pero en todas la recibieron fríamente, sin aventurarse en algunas a manifestarle la pena que les causaba la muerte de su marido, temiendo acarrearse la enemiga del Gobierno, y no faltó donde la sirvienta salió a gritar a la ventana de mal modo: «¿A quién buscaba? ¡Ah!, los señores no están…»

El hielo que iba recogiendo en sus visitas se le derretía en casa. Regresaba a llorar a mares allegada a los retratos de su marido, sin más compañía que un hijo pequeño, una sirvienta sorda que hablaba recio y no cesaba de decir al niño: «¡Amor de padre, que lo demás es aire!», y un loro que repetía y repetía: «¡Lorito real, del Portugal, vestido de verde, sin medio real! ¡Daca la pata, lorito! ¡Buenos días, licenciado! ¡Lorito, daca la pata! Los zopes están en el lavadero. Huele a trapo quemado. ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar, la Reina Purísima de los Ángeles, Virgen concebida sin mancha de pecado original!… ¡Ay, ay!…» Había salido a pedir que le firmaran una petición al Presidente para que le entregaran el cadáver de su esposo, pero en ninguna parte se atrevió a hablar; la recibían tan mal, tan a la fuerza, entre toses y silencios fatales… Y ya estaba de vuelta con el escrito sin más firma que la suya bajo su manto negro.

Se le negaba la cara para el saludo, se le recibía en la puerta sin la gastada fórmula del pase-adelante, se le hacía sentirse contagiada de una enfermedad invisible, peor que la pobreza, peor que el vómito negro, peor que la fiebre amarilla, y, sin embargo, le llovían «anónimos», como decía la sirvienta sorda cada vez que encontraba una carta bajo la puertecita de la cocina que caía a un callejón oscuro y poco transitado, pliegos escritos con letra temblequeante que se depositaban allí al amparo de la noche, y en los que lo menos que le decían era santa, mártir, víctima inocente, además de poner a su desdichado esposo por las nubes y de relatar con pormenores horripilantes los crímenes del coronel Parrales Sonriente.

Bajo la puerta amanecieron dos anónimos. La sirvienta los trajo agarrados con el delantal, porque tenía las manos mojadas. El primero que leyó decía:

«Señora: no es éste el medio más correcto para manifestar a Ud. y a su apesarada familia la profunda simpatía que me inspira la figura de su esposo, el digno ciudadano licenciado don Abel Carvajal, pero permítame que lo haga así por prudencia, ya que no se pueden confiar al papel ciertas verdades. Algún día le daré a conocer mi verdadero nombre. Mi padre fue una de las víctimas del coronel Parrales Sonriente, el hombre que esperaban en el infierno todas las tinieblas, esbirro de cuyas fechorías hablará la historia si hay quien se decida a escribirla mojando la pluma en veneno de tamagás. Mi padre fue asesinado por este cobarde en un camino sólo hace muchos años. Nada se averiguó, como era de esperarse, y el crimen habría quedado en el misterio de no ser un desconocido que, valiéndose del anónimo, refirió a mi familia los detalles de aquel horroroso asesinato. No sé si su esposo, tipo de hombre ejemplar, héroe que ya tiene un monumento en el corazón de sus conciudadanos, fue efectivamente el vengador de las víctimas de Parrales Sonriente (al respecto circulan muchas versiones); mas he juzgado de mi deber en todo caso llevar a Ud. mi voz de consuelo y asegurarle, señora, que todos lloramos con Ud. la desaparición de un hombre que salvó a la Patria de uno de los muchos bandidos con galones que la tienen reducida, apoyados en el oro norteamericano, a porquería y sangre.

B. S. M. Cruz de Calatrava.»

Vacía, cavernosa, con una pereza interna que le paralizaba en la cama horas enteras alargada como un cadáver, más inmóvil a veces que un cadáver, su actividad se reducía a la mesa de noche cubierta por los objetos de uso inmediato para no levantarse y algunas crisis de nervios cuando le abrían la puerta, pasaban la escoba o hacía ruido junto a ella. La sombra, el silencio, la suciedad, daban forma a su abandono, a su deseo de sentirse sola con su dolor, con esa parte de su ser que con su marido había muerto en ella y que poco a poco le ganaría cuerpo y alma.

«Señora de todo mi respeto y consideración -empezó leyendo en alta voz el otro anónimo-: supe por algunos amigos que Ud. estuvo con el oído pegado a los muros de la Penitenciaría la noche del fusilamiento de su marido, y que si oyó y contó las descargas, nueve descargas cerradas, no sabe cuál de todas arrancó del mundo de los vivos al licenciado Carvajal, que de Dios haya. Bajo nombre supuesto -los tiempos que corren no son para fiarse del papel-, y no sin dudarlo mucho por el dolor que iba a ocasionarle, decidí comunicar a Ud. todo lo que sé al respecto, por haber sido testigo de la matanza. Delante de su esposo caminaba un hombre flaco, trigueño, al cual le bañaba la frente espaciosa el pelo casi blanco. No pude ni he podido averiguar su nombre. Sus ojos hundidos hasta muy adentro conservaban, a pesar del sufrimiento que denunciaban sus lágrimas, una gran bondad humana y leíase en sus pupilas que su poseedor era hombre de alma noble y generosa. El licenciado le seguía tropezando con sus propios pasos, sin alzar la vista del suelo que tal vez no sentía, la frente empapada en sudor y una mano en el pecho como para que no se le zafara el corazón. Al desembocar en el patio y verse en un cuadro de soldados se pasó al envés de la mano por los párpados para darse cuenta exacta de lo que veía. Vestía un traje descolorido que le iba pequeño, las mangas de la chaqueta abajo de los codos y los pantalones abajo de las rodillas. Ropas ajadas, sucias, viejas, rotas, como todas las que visten los prisioneros que regalan las suyas a los amigos que dejan en las sepulturas de las mazmorras, o las cambian por favores con los carceleros. Un botoncito de hueso le cerraba la camisa raída. No llevaba cuello ni zapatos. La presencia de sus compañeros de infortunio, también semidesnudos, le devolvió el ánimo. Cuando acabaron de leerle la sentencia de muerte, levantó la cabeza, paseó la mirada adolorida por las bayonetas y dijo algo que no se oyó. El anciano que estaba al lado suyo intentó hablar, pero los oficiales lo callaron amenazándolo con los sables, que en el pintar del día y en sus manos temblorosas de la goma parecían llamas azulosas de alcohol, mientras en las murallas se golpeaba con sus propios ecos una voz que pregonaba: ¡Por la Nación!… Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve descargas siguieron. Sin saber cómo las fui contando con los dedos, y desde entonces tengo la impresión extraña de que me sobre un dedo. Las víctimas se retorcían con los ojos cerrados, como queriendo huir a tientas de la muerte. Un velo de humo nos separaba de un puñado de hombres que al ir cayendo intentaban lo imposible por asirse unos con otros, para no rodar solos al vacío. Los tiros de gracia sonaron como revientan los cohetillos, mojados, tarde y mal. Su marido tuvo la dicha de morir a la primera descarga. Arriba se veía el cielo azul, inalcanzable, mezclado a un eco casi imperceptible de campanas, de pájaros, de ríos. Supe que el Auditor de Guerra se encargó de dar sepultura a los cadá…»

Ansiosamente volvió el pliego. «… Cadá…» Pero no seguía allí, no seguía allí ni en los otros pliegos; la carta se cortaba de golpe, faltaba la continuación. En vano releyó cuanto papel tuvo a la vista, buscó en el piso, en la mesa, volviendo y revolviéndolo todo, mordida por el deseo de saber dónde estaba enterrado su marido.

En el patio discurría el loro:

«¡Lorito real, del Portugal, vestido de verde sin medio real! ¡Ái viene el licenciado! ¡Hurra, lorito real! ¡Ya mero, dice el embustero! ¡No lloro, pero me acuerdo!»

La sirvienta del Auditor de Guerra dejó en la puerta a la viuda de Carvajal, mientras atendía a dos mujeres que hablaban a gritos en el zaguán.

– ¡Oiga, pues, oiga -decía una de ellas-; ái le dice que no le esperé, porque, achís, yo no soy su india para enfriarme el trasero en ese poyo que está como su linda cara! Dígale que vine a buscarlo para ver si por las buenas me devuelve los diez mil pesos que me quitó por una mujer de la Casa Nueva que no me sacó de apuros, porque el día que la llevé allá conmigo le dio el sincopié. Dígale, vea, que es la última vez que lo molesto, que lo que voy a hacer es quejarme con el Presidente.

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