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4.- Juan Antonio Mares rinde su agradecimiento al Señor Presidente, por el interés que se sirvió poner para que lo asistieran los doctores: que estando nuevamente a sus órdenes, le suplica permitirle pasar a esta capital por tener varios asuntos que poner en su superior conocimiento, acerca de las actividades políticas del licenciado Abel Carvajal.

5.- Luis Raveles M. manifiesta que, encontrándose enfermo y falto de elementos para curarse, desea regresar a los Estados Unidos, en donde suplica quedar empleado en algún Consulado de la República, pero no en Nueva Orleáns, ni en las mismas condiciones de antes, sino como un sincero amigo del Señor Presidente: que a fines de enero pasado tuvo la inmensa suerte de salir marcado en la lista de audiencia, pero que cuando estaba en el zaguán, ya para entrar, notó cierta desconfianza de parte del Estado Mayor, que lo transferían del orden de la lista, y cuando parecía llegar su turno, un oficial lo llevó aparte a una habitación, lo registró como si hubiera sido un anarquista y le dijo que hacía aquello porque tenía informes de que venía, pagado por el licenciado Abel Carvajal, a asesinar al Señor Presidente: que al regresar ya se había suspendido la audiencia: que ha hecho cuanto ha podido después por hablar con el Señor Presidente, pero que no lo ha logrado, para manifestarle ciertas cosas que no puede confiar al papel.

6.- Nicomedes Aceituno escribe informando que a su regreso a esta capital, de donde sale frecuentemente por asuntos comerciales, encontró en uno de los caminos que el letrero de la caja de agua donde figura el nombre del Señor Presidente fue destrozado casi en su totalidad, que le arrancaron seis letras y otras fueron dañadas.

7.- Lucio Vásquez, preso en la Penitenciaría Central por orden de la Auditoría de Guerra, suplica le conceda audiencia.

8.- Catarino Regisio pone en conocimiento: que estando de administrador en la finca La Tierra, propiedad del general Eusebio Canales, en agosto del año pasado, este señor recibió un día a cuatro amigos que lo llegaron a ver, a quienes, en medio de su embriaguez, les manifestó que si la revolución lograba tomar cuerpo, él tenía a su disposición dos batallones: el uno era de uno de ellos, dirigiéndose a un mayor de apellido Farfán, y el otro, de un teniente coronel cuyo nombre no indicó: y que como siguen los rumores de revolución lo pone en conocimiento del Señor Presidente por escrito, ya que no le fue posible hacerlo personalmente, a pesar de haber solicitado varias audiencias.

9.- El general Megadeo Rayón remite una carta que el presbítero Antonio Blas Custodio le dirigió, en la cual le manifiesta que el Padre Urquijo lo calumnia por el hecho de haberlo ido a sustituir en la parroquia de San Lucas, de orden del señor Arzobispo, poniendo con sus dichos falsos en movimiento al pueblo católico con ayuda de doña Arcadia de Ayuso: que como la presencia del Padre Urquijo, amigo del licenciado Abel Carvajal, puede acarrear serias consecuencias, lo pone en conocimiento del Señor Presidente.

10.- Alfredo Toledano, de esta ciudad, manifiesta que como padece de insomnios se duerme siempre tarde durante la noche, por cuyo motivo sorprendió a uno de los amigos del Señor Presidente, Miguel Cara de Ángel, llamando con toquidos alarmantes a la casa de don Juan Canales, hermano del general del mismo apellido, y quien no deja de echar sus chifletas contra el gobierno. Lo pone en conocimiento del Señor Presidente por el interés que pueda tener.

11.- Nicomedes Aceituno, agente viajero, pone en conocimiento que el que desperfeccionó el nombre del Señor Presidente en la caja de agua fue el tenedor de libros Guillermo Lizaro, en estado de ebriedad.

11.- Casimiro Rebeco Luna manifiesta que ya va a completar dos años y medio de estar detenido en la Segunda Sección de Policía; que como es pobre y no tiene parientes que intercedan por él, se dirige al Señor Presidente suplicándole que se sirva ordenar su libertad: que el delito de que se le acusa es el de haber quitado del cancel de la iglesia donde estaba de sacristán el aviso de jubileo por la madre del Señor Presidente, por consejo de enemigos del gobierno; que eso no es cierto, y que si él lo hizo así, fue por quitar otro aviso, porque no sabe leer.

13.- El doctor Luis Barreño solicita al Señor Presidente permiso para salir al extranjero en viaje de estudios, en compañía de su señora.

14.- Adelaida Peñal, pupila del prostíbulo El Dulce Encanto , de esta ciudad, se dirige al Señor Presidente para hacerle saber que el mayor Modesto Farfán le afirmó, en estado de ebriedad, que el general Eusebio Canales era el único general de verdad que él había conocido en el Ejército y que su desgracia se debía al miedo que le alzaba el Señor Presidente a los jefes instruidos; que, sin embargo, la revolución triunfaría.

15.- Mónica Perdomino, enferma en el Hospital General, en la cama n.° 14 de la sala de San Rafael, manifiesta que por quedar su cama pegada a la de la enferma Fedina Rodas, ha oído que en su delirio dicha enferma habla del general Canales; que como no tiene muy bien segura la cabeza no ha podido fijarse en lo que dice, pero que sería conveniente que alguien la velara y apuntara: lo que pone en conocimiento del Señor Presidente por ser una humilde admiradora de su Gobierno.

16.- Tomás Javelí participa su efectuado enlace con la señorita Arquelina Suárez, acto que dedicó al Señor Presidente de la República.

28 de abril…

XXIV Casa de mujeres malas

– ¡Indi-pi, a pa !

– ¿Yo-po ? Pe-pe , ro-po , chu-pu , la-pa …,

– ¿Quitín -qué?

– ¡Na-pa , la-pa!

– ¡Na-pa , la-pa!

– … ¡Chu-jú!

– ¡Cállense, pues, cállense! ¡Qué cosas! Que desde que Dios amanece han de estar ahí chalaca, chalaca; parecen animales que no entienden -gritó la Diente de Oro.

Vestía su excelencia blusa negra y naguas moradas y rumiaba la cena en un sillón de cuero detrás del mostrador de la cantina.

Pasado un rato, habló a una criada cobriza de trenzas apretadas y lustrosas:

– ¡Ve, Pancha, diciles a las mujeres que se vengan para acá; no es ése el modo, va a venir gente y ya deberían estar aquí aplastadas! ¡Siempre hay que andar arriando a éstas, por la gran chucha!

Dos muchachas entraron corriendo en medias.

– ¡Quietas ustedes! ¡Consuelo! ¡Ah, qué bonitas las chiquitillas! ¡Chu-Malía, con sus juegos!… Y mirá, Adelaida -¡Adelaida, se te está hablando!-, si viene el mayor es bueno que le quités la espada en prenda de lo que nos debe. ¿Cuánto debe a la casa, vos, jocicón?

– Nuevecientos cabales, más treinta y seis que le di anoche -contestó el cantinero.

– Una espada no vale tanto: bueno…, ni que fuera de oro, pero pior es nalgas. ¡Adelaida!, ¿es con la paré, no es con vos, verdá?

– Sí, doña Chón, si ya oí… -dijo entre risa y risa Adelaida Peñal, y siguió jugando con su compañera, que la tenía cogida por el moño.

El surtido de mujeres de El Dulce Encanto ocupaba los viejos divanes en silencio. Altas, bajas, gordas, flacas, viejas, jóvenes, adolescentes, dóciles, hurañas, rubias, pelirrojas, de cabellos negros, de ojos pequeños, de ojos grandes, blancas, morenas, zambas. Sin parecerse, se parecían; eran parecidas en el olor; olían a hombre, todas olían a hombre, olor acre de marisco viejo. En las camisitas de telas baratas les bailaban los senos casi líquidos. Lucían, al sentarse despernancadas, los caños de las piernas flacas, las ataderas de colores gayos, los calzones rojos a las veces con tira de encaje blanco, o de color salmón pálido y remate de encaje negro.

La espera de las visitas las ponía irascibles. Esperaban como emigrantes, con ojos de reses, amontonadas delante de los espejos. Para entretener la nigua, unas dormían, otras fumaban, otras devoraban pirulíes de menta, otras contaban en las cadenas de papel azul y blanco del adorno del techo, el número aproximado de cagaditas con lentitud y sin decoro.

Casi todas tenían apodo. Mojarra llamaban a la de ojos grandes; si era de poca estatura, Mojarrita, y si ya era tarde y jamona, Mojarrona. Chata, a la de nariz arremangada; Negra, a la morena; Prieta, a la zamba; China, a la de ojos oblicuos; Canche, a la de pelo rubio; Tartaja, a la tartamuda.

Fuera de estos motes corrientes, había la Santa, la Marrana, la Patuda, la Mielconsebo, la Mica, la Lombriz, la Paloma, la Bomba, la Sintripas, la Bombasorda.

Algunos hombres pasaban en las primeras horas de la noche a entretenerse con las mujeres desocupadas en conversaciones amorosas, besuqueos y molestentaderas. Siempre lisos y lamidos. Doña Chón habría querido darles sus gaznatadas, que veneno y bastante tenían para ella con ser gafos, pero los aguantaba en su casa sin tronarles el caite por no disgustar a las reinas. ¡Pobres las reinas, se enredaban con aquellos hombres -protectores que las explotaban, amantes que las mordían- por hambre de ternura, de tener quién por ellas!

También caían en las primeras horas de la noche muchachos inexpertos. Entraban temblando, casi sin poder hablar, con cierta torpeza en los movimientos, como mariposas aturdidas, y no se sentían bien hasta que no se hallaban de nuevo en la calle. Buenas presas. Al mandado y no al retozo. Quince años. «Buenas noches.» «No me olvides.» Salían del burdel con gusto de sabandija en la boca, lo que antes de entrar tenía de pecado y de proeza, y con esa dulce fatiga que da reírse mucho o repicar con volteadora. ¡Ah, qué bien se encontraban fuera de aquella casa hedionda! Mordían el aire como zacate fresco y contemplaban las estrellas como irradiaciones de sus propios músculos.

Después iba alternándose la clientela seria. El bien famado hombre de negocios, ardoroso, barrigón. Astronómica cantidad de vientre le redondeaba la caja torácica. El empleado de almacén que abrazaba como midiendo género por vara, al contrario el médico que lo hacía como auscultando. El periodista, cliente que al final de cuentas dejaba empeñado hasta el sombrero. El abogado con algo de gato y de geranio en su domesticidad recelosa y vulgar. El provinciano con los dientes de leche. El empleado público encorvado y sin gancho para las mujeres. El burgués adiposo. El artesano con olor de zalea. El adinerado que a cada momento se tocaba con disimulo la leopoldina, la cartera, el reloj, los anillos. El farmacéutico, más silencioso y taciturno que el peluquero, menos atento que el dentista…

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