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– ¡Por la Virgen del Carmen, señor -suplicó abrazándose al zapato del licenciado-; sí, por la Virgen del Carmen, déjeme darle de mamar a mi muchachito; vea que está que ya no tiene fuerzas para llorar, vea que se me muere; aunque después me mate a mí!

– ¡Aquí no hay Vírgenes del Carmen que valgan! ¡Si usted no me dice dónde está oculto el general, aquí nos estamos, y su hijo hasta que reviente de llorar!

Como loca se arrodilló ante los hombres que guardaban la puerta. Luego luchó con ellos. Luego volvió a arrodillarse ante el Auditor, a quererle besar los zapatos.

– ¡Señor, por mi hijo!

– Pues por su hijo: ¿dónde está el general? ¡Es inútil que se arrodille y haga toda esa comedia, porque si usted no responde a lo que le pregunto, no tenga esperanza de darle de mamar a su hijo!

Al decir esto, el Auditor se puso de pie, cansado de estar sentado. El amanuense se chupaba las muelas, con la pluma presta a tomar la declaración que no acababa de salir de los labios de aquella madre infeliz.

– ¿Dónde está el general?

En las noches de invierno, el agua llora en las reposaderas. Así se oía el llanto del niño, gorgoriteante, acoquinado.

– ¿Dónde está el general?

Niña Fedina callaba como una bestia herida, mordiéndose los labios sin saber qué hacer.

– ¿Dónde está el general?

Así pasaron cinco, diez, quince minutos. Por fin el Auditor, secándose los labios con un pañuelo de orilla negra, añadió a todas sus preguntas la amenaza:

– ¡Pues si no me dice, va a molernos un poco de cal viva a ver si así se acuerda del camino que tomó ese hombre!

– ¡Todo lo que quieran hago; pero antes déjenme que… que… que le dé de mamar al muchachito! ¡Señor, que no sea así, vea que no es justo! ¡Señor, la criaturita no tiene la culpa! ¡Castígueme a mí como quiera!

Uno de los hombres que cubrían la puerta la arrojó al suelo de un empujón; otro le dio un puntapié que la dejó por tierra. El llanto y la indignación le borraban los ladrillos, los objetos: No sentía más que el llanto de su hijo.

Y era la una de la mañana cuando empezó a moler la cal para que no le siguieran pegando. Su hijito lloraba…

De tiempo en tiempo, el Auditor repetía:

– ¿Dónde está el general? ¿Dónde está el general?

La una…

Las dos…

Por fin, las tres… Su hijito lloraba…

Las tres cuando ya debían ser como las cinco…

Las cuatro no llegaban… Y su hijito lloraba…

Y las cuatro… Y su hijito lloraba…

– ¿Dónde está el general? ¿Dónde está el general?

Con las manos cubiertas de grietas incontables y profundas, que a cada movimiento se le abrían más, los dedos despellejados de las puntas, llagados los entrededos y las uñas sangrantes, Niña Fedina bramaba del dolor al llevar y traer la mano de la piedra sobre la cal. Cuando se detenía a implorar, por su hijo más que por su dolor, la golpeaban.

– ¿Dónde esta el general? ¿Dónde está el general?

Ella no escuchaba la voz del auditor. El llorar de su hijo, cada vez más apagado, llenaba sus oídos.

A las cinco menos veinte la abandonaron sobre el piso, sin conocimiento. De sus labios caía una baba viscosa y de sus senos lastimados por fístulas casi invisibles, manaba la leche más blanca que la cal. A intervalos corrían de sus ojos inflamados llantos furtivos.

Más tarde -ya pintaba el alba- la trasladaron al calabozo. Allí despertó con su hijo moribundo, helado, sin vida, como un muñeco de trapo. Al sentirse en el regazo materno, el niño se reanimó un poco y no tardó en arrojarse sobre el seno con avidez; mas, al poner en él la boquita, y sentir el sabor acre de la cal, soltó el pezón y soltó el llanto, e inútil fue cuanto ella hizo después porque lo volviera a tomar. Con la criatura en los brazos dio voces, golpeó la puerta… Se le enfriaba… Se le enfriaba… Se le enfriaba… No era posible que le dejaran morir así cuando era inocente, y tornó a golpear la puerta y a gritar…

– ¡Ay, mi hijo se me muere! ¡Ay, mi hijo se me muere! ¡Ay, mi vida, mi pedacito, mi vida!… ¡Vengan, por Dios! ¡Abran! ¡Por Dios, abran! ¡Se me muere mi hijo! ¡Virgen Santísima! ¡San Antonio bendito! ¡Jesús de Santa Catarina!

Fuera seguía la fiesta. El segundo día como el primero. La manta de las vistas a manera de patíbulo y la vuelta al parque de los esclavos atados a la noria.

XVII Amor urdemales

– … ¡Si vendrá, si no vendrá!

– ¡Como si lo estuviera viendo!

– Ya tarda; pero con tal que venga, ¿no le parece?

– De eso esté usté segura, como de que ahora es de noche; una oreja me quito si no viene. No se atormente…

– ¿Y cree usté que me va a traer noticias de papá? Él me ofreció… -Por supuesto… Pues con mayor razón…

– ¡Ay, Dios quiera que no me traiga malas noticias!… Estoy que no sé… Me voy a volver loca… Quisiera que viniera pronto para salir de dudas, y que mejor no viniera si me trae malas noticias.

La Masacuata seguía desde el rincón de la cocinita improvisada las palpitaciones de la voz de Camila, que hablaba recostada en la cama. Una candela ardía pegada al suelo delante de la Virgen de Chiquinquirá.

– En lo que está usté; ya lo creo que va a venir, y con noticias que le van a dar gusto, acuérdese de mí… Que dónde lo estoy leyendo, dirá usté… Me se pone y lo que es para eso de las corazonadas soy infalible… ¡Mirá con quién, con los hombres!… Bueno, si yo le fuera a contar… Es verdá que un dedo no hace mano, pero todos son lo mismo: al olor del hueso ái están que parecen chuchos…

El ruido del soplador espaciaba las frases de la fondera. Camila la veía soplar el fuego sin ponerle asunto.

– El amor, niña, es como las granizadas. Cuando se empiezan a chupar, acabaditas de hacer, abunda el jarabe que es un contento; por todos lados sale y hay que apurarse a jalar para adentro, que si no, se cae; pero después, después no queda más que un terrón de hielo desabrido y sin color.

Por la calle se oyeron pasos. A Camila le latía el corazón tan fuerte que tuvo que oprimírselo con las dos manos. Pasaron por la puerta y se alejaron presto.

– Creía que era él…

– No debe tardar…

– Debe ser que fue adonde mis tíos antes de venir aquí; probablemente se venga con él mi tío Juan…

– ¡Chist, gato! El gato se está bebiendo su leche, espántelo… Camila volvió a mirar al animal que, asustado por el grito de la fondera, se lamía los bigotes empapados en leche, cerca de la taza olvidada en una silla.

– ¿Cómo se llama su gato?

– Benjuí…

– Yo tenía uno que se llamaba Gota; era gata…

Ahora sí se oyeron pasos y tal vez que…

Era él.

Mientras la Masacuata desatrancaba la puerta, Camila se pasó las manos por los cabellos para arreglárselos un poco. El corazón le daba golpes en el pecho. Al final de aquel día que ella creyó por momentos eterno, interminable, que no iba a acabar nunca, estaba entumecida, floja, sin ánimo, ojerosa, como la enferma que oye cuchichear de los preparativos de su operación.

– ¡Sí, señorita, buenas noticias! -dijo Cara de Ángel desde la puerta, cambiando la cara de pena que traía.

Ella esperaba de pie al lado de la cama, con una mano puesta sobre la cabecera, los ojos llenos de lágrimas y el semblante frío. El favorito le acarició las manos.

– Las noticias de su papá, que son las que más le interesan, primero… -pronunciadas estas palabras se fijó en la Masacuata, y entonces, sin cambiar de tono de voz, mudó de pensamiento-. Pues su papá no sabe que está usted aquí escondida…

– ¿Y dónde está él…?

– ¡Cálmese!

– ¡Con sólo saber que no le ha pasado nada, me conformo!

– Siéntese, donnn… -se interpuso la fondera, ofreciendo la banquita a Cara de Ángel.

– Gracias…

– Y como de necesidad ustedes tendrán su qué hablar, si no se le ofrece nada, van a dejar que me vaya para volver de acún rato. Voy a salir a ver qué es de Lucio, que se fue desde esta mañana y no ha regresado.

El favorito estuvo a punto de pedir a la fondera que no lo dejara a solas con Camila.

Pero ya la Masacuata pasaba al patiecito oscuro a cambiarse de enagua y Camila decía:

– Dios se lo pague por todo, ¿oye, señora?… ¡Pobre, tan buena que es!… Y tiene gracia todo lo que habla. Dice que usted es muy bueno, que es usted muy rico y muy simpático, que lo conoce hace mucho tiempo…

– Sí, es mera buena. Sin embargo, no se podía hablar ante ella con toda confianza y estuvo mejor que se largara. De su papá todo lo que se sabe es que va huyendo, y mientras no pase la frontera no tendremos noticias ciertas. Y diga: ¿le contó algo de su papá usted a esa mujer?

– No, porque creí que estaba enterada de todo…

– Pues conviene que no sepa ni media palabra…

– Y mis tíos, ¿qué le dijeron?

– No los pude ir a ver por andar agenciándome noticias de su papá; pero ya les anuncié mi visita para mañana.

– Perdone mis exigencias, pero usted comprende, me sentiré más consolada allí con ellos; sobre todo con mi tío Juan; él es mi padrino y ha sido para mí como mi padre…

– ¿Se veían ustedes muy a menudo?

– Casi todos los días… Casi…, sí… Sí, porque cuando no íbamos a su casa, él venía a la nuestra con su señora o solo. Es el hermano a quien más ha querido mi papá. Siempre me dijo: «Cuando yo falte te dejaré con Juan, y a él debes buscar y obedecer como si fuera tu padre». Todavía el domingo comimos todos juntos.

– En todo caso quiero que usted sepa que si yo la escondí aquí fue para evitar que la atropellara la policía y porque esto quedaba más cerca.

El cansancio de la candela sin despabilar flotaba como la mirada de un miope. Cara de Ángel se veía en aquella luz disminuido en su personalidad, medio enfermo, y miraba a Camila más pálida, más sola y más chula que nunca en su trajecito color limón.

– ¿En qué piensa?…

Su voz tenía intimidad de hombre apaciguado.

– En las penas en que andará mi pobre papá huyendo por sitios desconocidos, oscuros, no me explico bien, con hambre, con sueño, con sed y sin amparo. La Virgen lo acompañe. Todo el día le he tenido su candela encendida…

– No piense en esas cosas, no llame la desgracia; las cosas tienen que suceder como está escrito que sucedan. ¡Qué lejos estaba usted de conocerme y qué lejos estaba yo de poder servir a su papá!… -Y apañándole una mano, que ella se dejó acariciar, fijaron ambos los ojos en el cuadro de la Virgen.

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