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La primera noche en un calabozo es algo terrible. El prisionero se va quedando en la sombra como fuera de la vida, en un mundo de pesadilla. Los muros desaparecen, se borra el techo, se pierde el piso, y, sin embargo, ¡qué lejos el ánima de sentirse libre!; más bien se siente muerta.

Apresuradamente, Niña Fedina empezó a rezar: «¡Acordaos, oh misericordiosísima Virgen María, que jamás se ha oído decir que haya sido abandonado de vos ninguno de cuantos han acudido a vuestro amparo, implorando vuestro auxilio y reclamando vuestra protección! Yo, animada con tal confianza, acudo a vos, oh Madre Virgen de las Vírgenes, a vos me acerco y llorando mis pecados me postro delante de vuestros pies. No desechéis mis súplicas, oh Virgen María; antes bien oídlas propicia y acogedlas. Amén.» La sombra le apretaba la garganta. No pudo rezar más. Se dejó caer y con los brazos, que fue sintiendo muy largos, muy largos, abarcó la tierra helada, todas las tierras heladas, de todos los presos, de todos los que injustamente sufren persecución por la justicia, de los agonizantes y caminantes… Y ya fue de decir la letanía…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Poco a poco, se incorporó. Tenía hambre. ¿Quién le daría de mamar a su hijo? A gatas acercóse a la puerta, que golpeó en vano.

Ora pronobis…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

A lo lejos se oyeron sonar doce campanadas…

Ora pronobis…

Ora pronobis…

En el mundo de su hijo…

Ora pronobis…

Doce campanadas, las contó bien… Reanimada, hizo esfuerzos para pensarse libre y lo consiguió. Viose en su casa, entre sus cosas y sus conocidos, diciendo a la Juanita: «¡adiós, me alegro de verla!», saliendo a llamar a palmotadas a la Gabrielita, atalayando el carbón, saludando con una reverencia a don Timoteo. Su negocio se le antojaba como algo vivo, como algo hecho de ella y de todos…

Fuera, seguía la fiesta, la manta de las vistas en lugar del patíbulo y la vuelta al parque de los esclavos atados a la noria.

Cuando menos lo esperaba se abrió la puerta del calabozo. El ruido de los cerrojos la hizo recoger los pies, como si de pronto se hubiera sentido a la orilla de un precipicio. Dos hombres la buscaron en la sombra y, sin dirigirle la palabra, la empujaron por un corredor estrecho, que el viento nocturno barría a soplidos, y por dos salas en tinieblas, hacia un salón alumbrado. Cuando ella entró, el Auditor de Guerra hablaba con el amanuense en voz baja.

«¡Éste es el señor que le toca el armonio a la Virgen del Carmen! -se dijo Niña Fedina-. Ya me parecía conocerle cuando me capturaron; lo he visto en la iglesia. ¡No debe ser mal hombre!…»

Los ojos del Auditor se fijaron en ella con detenimiento. Luego la interrogó sobre sus generales: nombre, edad, estado, profesión, domicilio. La mujer de Rodas contestó a estas cuestiones con entereza, agregando por su parte, cuando el amanuense aún escribía su última respuesta, una pregunta que no se oyó bien porque a tiempo llamaron por teléfono y escuchóse, crecida en el silencio de la habitación vecina, la voz ronca de una mujer que decía: «… ¡Sí! ¿Cómo siguió?…… ¡Que me alegro!……Yo mandé a preguntar esta mañana con la Canducha… ¿El vestido?……El vestido está bueno, sí, está bien tallado… ¿Cómo?…No. No, no está manchado……Sí, sí……Sí…, vengan sin falta… Adiós… Que pasen buena noche… Adiós…»

El Auditor, mientras tanto, respondía a la pregunta de Niña Fedina en tono familiar de burla cruel y lépera:

– Pues no tenga cuidado, que para eso estamos nosotros aquí, para dar informes a las que, como usted, no saben por qué están detenidas…

Y cambiando de voz, con los ojos de sapo crecidos en las órbitas, agregó con lentitud:

– Pero antes va usted a decirme lo que hacía en la casa del general Eusebio Canales esta mañana.

– Había… Había ido a buscar al general para un asunto…

– ¿Un asunto de qué si se puede saber?…

– ¡Un mi asuntito, señor! ¡Un mi mandado! De… vea… Se lo voy a decir todo de una vez: para decirle que lo iban a capturar por el asesinato de ese coronel no sé cuántos que mataron en el portal…

– ¿Y que todavía tiene cara de preguntar por qué está presa? ¡Bandida! ¿Le parece poco, poco?… ¡Bandida! ¿Le parece poco, poco?…

A cada poco la indignación del Auditor crecía.

– ¡Espéreme, señor, que le diga! ¡Espéreme, señor, si no es lo que usted está creyendo de mí! ¡Espéreme, óigame, por vida suya, si cuando yo llegué a la casa del general, el general ya no estaba; yo no lo vi, yo no vi a ninguno, todos se habían ido, la casa estaba sola, la criada andaba por allí corriendo!

– ¿Le parece poco? ¿Le parece poco? ¿Y a qué hora llegó usted?

– ¡Sonando en el reló de la Mercé las seis de la mañana, señor!

– ¡Qué bien se acuerda! ¿Y cómo supo usted que el general Canales iba a ser preso?

– ¡Yo!

– ¡Sí, usted!

– ¡Por mi marido lo supe!

– Y su marido. ¿Cómo se llama su marido?

– ¡Genaro Rodas!

– ¿Por quién lo supo? ¿Cómo lo supo? ¿Quién se lo dijo?

– Por un amigo, señor, uno llamádose Lucio Vásquez, que es de la policía secreta; ése se lo contó a mi marido y mi marido…

– ¡Y usted al general! -se adelantó a decir el Auditor.

Niña Fedina movió la cabeza como quien dice: ¡Qué negro, NO!

– ¿Y qué camino tomó el general?

– ¡Pero por Dios Santo, si yo no he visto al general, como se lo estoy diciendo! ¿No me oye, pues? ¡No lo he visto, no lo he visto! ¡Qué me sacaba yo con decirle que no: y pior si eso es lo que está escribiendo en mi declaración ese señor!… -y señaló al amanuense, que la volvió a mirar, con su cara pálida y pecosa, de secante blanco que se ha bebido muchos puntos suspensivos.

– ¡A usted poco le importa lo que él escribe! ¡Responda a lo que se le pregunta! ¿Qué camino tomó el general?

Sobrevino un largo silencio. La voz del Auditor, más dura, martilló:

– ¿Qué camino tomó el general?

– ¡No sé! ¿Qué quiere que le responda yo de eso? ¡No sé, no le vi, no le hablé!… ¡Vaya una cosa!

– ¡Mal hace usted en negarlo, porque la autoridad lo sabe todo, y sabe que usted habló con el general!

– ¡Mejor me da risa!

– ¡Óigalo bien y no se ría, que todo lo sabe la autoridad, todo, todo! -a cada todo hacía temblar la mesa-. Si usted no vio al general, ¿de dónde tenía usted esta carta?… Ella sola vino volando y se le metió en la camisa, ¿verdad?

– Ésa es la carta que me encontré botada en la casa de él; la pepené del suelo cuando ya salía; pero mejor ya no le digo nada, porque usted no me cree, como si yo fuera alguna mentirosa.

– ¡La pepené!… ¡Ni hablar sabe! -refunfuñó el amanuense.

– Vea, déjese de cuentos, señora, y confiese la verdad, que lo que se está preparando con sus mentiras es un castigo que se va a acordar de mí toda su vida.

– ¡Pues lo que le he dicho es la verdá; ahora, si usted no quiere creerlo así, tampoco es mi hijo para que yo se lo haga entender a palos!

– ¡Le va costar muy caro, vea que se lo estoy diciendo! Y, otra cosa; ¿qué tenía usted que hacer con el general? ¿Qué era usted, qué es usted de él? Su hermana, su qué… ¿Qué se sacó?…

– Yo… del general… nada, onque tal vez sólo lo habré visto dos veces; pero ái tiene usted, que cupo la casualidad de que yo tenía apalabrada a su hija, para que me llevara al bautismo a mi hijo…

– ¡Eso no es una razón!

– Ya era casi mi comadre, señor!

El amanuense agrego por detrás:

– ¡Son embustes!

– Y si yo me afligí y perdí la cabeza y corrí adonde corrí, fue porque ese Lucio le contó a mi marido que un hombre iba a robarse a la hija de…

– ¡Déjese de mentiras! Más vale que me confiese por las buenas el paradero del general, que yo sé que usted lo sabe, que usted es la única que lo sabe y que nos lo va a decir aquí, sólo a nosotros, sólo a mí… ¡Déjese de llorar, hable, la oigo!

Y amortiguando la voz, hasta tomar acento de confesor añadió:

– Si me dice en dónde está el general…, vea, óigame; yo sé que usted lo sabe y que me lo va a decir; si me dice el sitio donde el general se escondió, la perdono; óigame, pues, la perdono; la mando poner en libertad y de aquí se va ya derechito a su casa, tranquilamente… Piénselo… ¡Piénselo bien…!

– ¡Ay, señor, si yo supiera se lo diría! Pero no lo sé, cabe la desgracia que no lo sé… ¡Santísima Trinidad, qué hago yo!

– ¿Por qué me lo niega? ¿No ve que con eso usted misma se hace daño?

En las pausas que seguían a las frases del auditor, el amanuense se chupaba las muelas.

– Pues si no vale que la esté tratando por bien, porque ustedes son mala gente -esta última frase la dijo el Auditor más ligero y con un enojo creciente de volcán en erupción-, me lo va a decir por mal. Sepa que usted ha cometido un delito gravísimo contra la seguridad del Estado, y que está en manos de la justicia por ser responsable de la fuga de un traidor, sedicioso, rebelde, asesino y enemigo del Señor Presidente… ¡Y ya es mucho decir, esto ya es mucho decir, mucho decir!

La esposa de Rodas no sabía qué hacer. La palabras de aquel hombre endemoniado escondían una amenaza inmediata, tremenda, algo así como la muerte. La temblaban las mandíbulas, los dedos, las piernas… Al que le tiemblan los dedos diríase que ha sacado los huesos, y que sacude como guantes, las manos. Al que le tiemblan las mandíbulas sin poder hablar está telegrafiando angustias. Y al que le tiemblan las piernas va de pie en un carruaje que arrastran, como alma que se lleva el diablo, dos bestias desbocadas.

– ¡Señor! -imploró.

– ¡Vea que no es juguete! ¡A ver, pronto! ¿Dónde está el general? Una puerta se abrió a lo lejos para dar paso al llanto de un niño. Un llanto caliente, acongojado…

– ¡Hágalo por su hijo!

Ni bien el auditor había dicho así y la Niña Fedina, erguida la cabeza, buscaba por todos lados a ver de dónde venía el llanto.

– Desde hace dos horas está llorando, y es en balde que busque dónde está… ¡Llora de hambre y se morirá de hambre si usted no me dice el paradero del general!

Ella se lanzó por una puerta, pero le salieron al paso tres hombres, tres bestias negras que sin gran trabajo quebraron sus pobres fuerzas de mujer. En aquel forcejeo inútil se le soltó el cabello, se le salió la blusa de la faja y se le desprendieron las enaguas. Pero qué le importaba que los trapos se le cayeran. Casi desnuda volvió arrastrándose de rodillas a implorar del Auditor que le dejara dar el pecho a su mamoncito.

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