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– T? naciste unos tres a?os despu?s de la boda de tu madre con el se?or de Plougastel, cuando ?l llevaba unos dieciocho meses ausente, en el ej?rcito, y unos cuatro meses antes de que regresara para reunirse con su esposa. Esto es algo que el conde de Plougastel nunca ha sospechado y que, por razones obvias, nunca deber? sospechar. Por eso es un secreto. Y por eso nunca lo ha sabido nadie. Cuando las apariencias lo aconsejaron, tu madre vino a Breta?a, con un nombre falso, y pas? algunos meses en el pueblo de Moreau, donde t? naciste.

Andr?-Louis se qued? pensativo. Se hab?a enjugado las l?grimas y ahora estaba muy serio.

– Si nunca lo ha sabido nadie, y vos lo sab?is, eso significa que sois…

– ?Oh, no, por Dios! -exclam? el se?or de Kercadiou poni?ndose en pie de un salto. Era como si la m?s leve insinuaci?n le horrorizara-. Yo era el ?nico que lo sab?a. Pero no por la raz?n que est?s pensando, Andr?. ?C?mo puedes creer que te mentir?a, que renegar?a de ti, si fueras mi hijo? -Si vos dec?s que no lo soy, se?or, con eso es suficiente. -No lo eres. Soy primo de Th?r?se y tambi?n su mejor amigo. En tal apuro, ella sab?a que pod?a confiar en m?, y por eso acudi? buscando mi protecci?n. Unos a?os antes, yo me hubiera casado con ella. Pero, por supuesto, yo no soy el tipo de hombre que una mujer puede amar. Sin embargo, ella sabe que la amo, y que sigo siendo fiel a aquel sentimiento. -Entonces, ?qui?n es mi padre?

– No lo s?. Ella nunca me lo dijo. Era su secreto y yo no se le pregunt?. Eso no forma parte de mi naturaleza, Andr?.

Andr?-Louis se levant?, y mir? en silencio al se?or de Kercadiou.

– ?Me crees, Andr?? -pregunt? su padrino. -Claro que s?, y lo lamento. Siento mucho no haber sido vuestro hijo.

El se?or de Kercadiou estrech? efusivamente la mano de su ahijado y la retuvo un momento sin hablar. Entonces se separ? y le pregunt?:

– ?Y ahora qu? har?s, Andr?, ahora que lo sabes? Andr?-Louis reflexion? un momento y se ech? a re?r. Despu?s de todo, hab?a algo c?mico en aquella situaci?n. Y se explic?:

– ?Y cu?l es la diferencia ahora? ?Acaso el amor filial nace espont?neamente en cuanto se sabe qui?n es la madre? ?Tengo que cometer la imprudencia de arriesgar el pescuezo intercediendo por una madre tan prudente que no ten?a la menor intenci?n de darse a conocer? El descubrimiento queda en mera casualidad, son los dados del Destino lanzados al azar. ?Y eso va a influir en m??

– Te toca a ti decidirlo, Andr?.

– No. Eso est? fuera de mi alcance. Que decida quien puede, porque yo no puedo.

– ?Significa que te sigues negando?

– No. Significa que consiento. Dado que no puedo decidir qu? deber?a hacer, s?lo me queda lo que un hijo deber?a hacer. Ya s? que es grotesco. Pero todo en la vida es grotesco.

– Nunca, nunca te arrepentir?s.

– Espero que no -dijo Andr?-Louis-. Y a pesar de todo, pienso que es muy probable que tenga que arrepentirme. Ahora debo ir a ver de nuevo a Rougane para obtener los otros dos salvoconductos que hacen falta. Y quiz? yo mismo los lleve a Par?s por la ma?ana. Si me dej?is dormir aqu?, os lo agradecer?. Confieso que esta noche me siento tan mal que ya no puedo m?s.

CAP?TULO XV El santuario

Al final de la tarde de aquel interminable d?a de horror, con sus continuas alarmas, sus descargas de mosquetes, los prolongados redobles de tambor y los gritos distantes de furibundas multitudes, la se?ora de Plougastel y Aline segu?an esperando en el bello palacete de la rue Paradis. Ya no esperaban a Rougane. Hab?an comprendido que, fuera cual fuese la causa -y ahora eran muchas- su amable mensajero no volver?a. Pero segu?an esperando, sin saber muy bien qu? ni a qui?n. Esperaban cualquier cosa que pudiera ocurrir. En cierto momento, el fragor de la batalla se acerc? al palacete tan velozmente, aumentando en intensidad y horror, que se espantaron. Era el fren?tico clamor de una multitud ebria de sangre y dispuesta a destruirlo todo. Afortunadamente, no muy lejos de all?, aquella marejada humana contuvo su turbulento avance. Las dos mujeres oyeron que aporreaban una puerta con picas dando imperiosas ?rdenes de que abrieran, y luego hubo un ruido de maderas rajadas, cristales astillados y gritos de terror y de rabia mezclados con chillidos bestiales.

Era la caza de dos desventurados guardias suizos que trataban de escapar. Los encontraron en una casa del barrio y all? mismo la diab?lica chusma los remat? cruelmente. Despu?s los cazadores -hombres y mujeres-, formados en batall?n, bajaron por la rue Paradis cantando La Marsellesa , una canci?n nueva en el Par?s de aquellos d?as:

Allons enfants de la patrie

Le jour de gloire est arrive.

Contre nous de la tyrannie

L'etendard sanglant est lev?…

El coro formado por unas cien roncas voces se acercaba, convirti?ndose en ese rugido aterrador que tan s?bitamente hab?a reemplazado el aire alegre y trivial del Ca ira! que hasta entonces hab?a sido el himno revolucionario.

Instintivamente, la se?ora de Plougastel y Aline se abrazaron. Hab?an o?do c?mo las multitudes hab?an forzado la casa vecina, y no sab?an el porqu?. ?Y si ahora le tocaba el turno al palacete de Plougastel? No hab?a razones para temer que lo hicieran, pero trat?ndose de una turba desbocada, siempre hab?a que temer lo peor.

El terrible himno, pavorosamente cantado, y el atronador ruido de pisadas sobre el pavimento, pas? frente a la casa y sigui? de largo. Entonces las damas suspiraron, como si un milagro las hubiese salvado, para casi enseguida sucumbir ante un nuevo terror, cuando Jacques, el joven lacayo de la condesa, y el m?s confiable de sus servidores, entr? alarmado en el sal?n, anunciando que un hombre que acababa de saltar el muro del jard?n dec?a ser amigo de la se?ora y quer?a verla urgentemente.

– ?Parece un sansculotte, se?ora! -agreg? el lacayo.

Las dos damas creyeron que ser?a Rougane.

– Hacedle pasar -orden? la se?ora de Plougastel.

Jacques volvi? enseguida, acompa?ado de un hombre alto, vestido con un largo, ancho y ra?do gab?n y un sombrero de ala vuelta hacia abajo con una enorme escarapela tricolor. Al entrar, el reci?n llegado se descubri?.

Jacques, que estaba detr?s de ?l, not? que los cabellos del desconocido, aunque ahora despeinados, antes hab?an estado esmeradamente acicalados. Incluso se ve?an restos de polvo de tocador. El lacayo se pregunt? qu? podr?a haber en la cara de aquel hombre, que ahora le daba la espalda, para que su ama diera un grito y retrocediera, pero entonces su se?ora, con un gesto, lo despidi? bruscamente.

El reci?n llegado avanz? hasta el centro del sal?n, lentamente, como si estuviera exhausto y respirando con dificultad. Entonces se apoy? en la mesa, frente a la se?ora de Plougastel. Ella le miraba horrorizada.

Desde el fondo del sal?n, acostada a medias en un div?n, Aline miraba confusa y no sin temor aquel rostro que, aunque dif?cil de identificar detr?s de una m?scara de sangre y mugre, le parec?a reconocer. Entonces el hombre habl?, e instant?neamente las dos mujeres supieron que era la voz del marqu?s de La Tour d'Azyr.

– Mi querida amiga -dijo-, perdonadme si os he asustado. Perdonadme si he irrumpido en vuestro jard?n, sin previo aviso, y con esta facha. Pero… me he visto obligado a hacerlo as?, pues estoy huyendo de esa gentualla. Mientras corr?a a tontas y a locas se me ocurri? pensar en vos. Si consegu?a llegar hasta aqu?, estar?a a salvo, vuestra casa ser?a mi santuario.

– ?Est?is en peligro?

– ?En peligro! -El caballero pareci? casi re?rse ante esa pregunta tan ociosa-. Si ahora mismo pusiera un pie en la calle, en menos de cinco minutos estar?a muerto. Querida amiga, esto es una carnicer?a. Algunos de los nuestros han logrado escapar de las Tuner?as, pero s?lo para ser cazados en las calles. Dudo mucho que a estas horas quede un solo suizo vivo. A esos infelices les ha tocado la peor parte, pobres diablos. En cuanto a nosotros, ?Dios m?o!, somos m?s odiados que los suizos. Por eso he tenido que ponerme este inmundo disfraz.

Se despoj? del ra?do abrigo y, arroj?ndolo lejos de s?, se mostr? con el ropaje de raso negro que habitualmente distingu?a a los cien Caballeros del Pu?al que aquella ma?ana hab?an defendido a su rey.

Su casaca estaba rasgada en la espalda, la chorrera y los pu?os estaban destrozados y manchados de sangre. Con la cara embarrada y completamente despeinado, el marqu?s ofrec?a un aspecto terrible. A pesar de lo cual, con su acostumbrada serenidad, bes? la temblorosa mano que la se?ora de Plougastel le tend?a en se?al de bienvenida.

– Hab?is hecho bien en venir aqu?, Gervais -dijo ella-. S?, esto es ahora un santuario. Estar?is completamente a salvo, por lo menos mientras lo estemos nosotras. Mis criados son de toda confianza. Sentaos y cont?dmelo todo.

El marqu?s obedeci?, y casi se desplom? en el sill?n que ella le se?al?. Estaba exhausto, no tanto f?sicamente como por el nerviosismo, o por ambas cosas a la vez. Sac? un pa?uelo y enjug? algo de la mugre sanguinolenta que cubr?a su cara.

– No hay mucho que contar -dijo angustiado-. Es nuestro fin, querida amiga. ?Qu? suerte tiene Plougastel estando a estas horas al otro lado de la frontera! Pero Plougastel siempre tuvo buena suerte. Si yo no hubiera sido tan necio como para confiar en los que hoy se han mostrado tan poco dignos de confianza, tambi?n estar?a m?s all? de la frontera. Haberme quedado en Par?s ha sido la mayor estupidez y la peor insensatez de una vida llena de locuras y errores. Quiz?s el colmo haya sido acudir a vos en esta hora de tanta necesidad -dijo sonriendo con amargura.

Apoy?ndose en el sill?n, la se?ora de Plougastel se humedeci? los labios resecos.

– ?Y… y ahora? -le pregunt?.

– S?lo me queda escapar en cuanto pueda, si es que eso es posible. Aqu?, en Francia, ya no hay lugar para nosotros, como no sea bajo tierra. Hoy ha quedado demostrado -dijo levantando los ojos para mirarla, a su lado, tan p?lida como apocada, y le sonri?. Entonces acarici? la fina mano que descansaba en el brazo de su sill?n-: Mi querida Th?r?se, a menos que por caridad me deis algo de beber, me morir? de sed aqu? mismo antes de que esa canalla pueda acabar conmigo.

La dama se sobresalt?:

– ?C?mo no lo pens? antes! -exclam? y, mirando al fondo del sal?n, pidi?-: Aline, dile a Jacques que traiga…

– ?Aline! -dijo ?l, como un eco, interrumpiendo la orden y volvi?ndose. Entonces, al verla levant?ndose del div?n, y a pesar de su cansancio, se puso en pie de un salto y la salud?-: Se?orita, no sab?a que estuvierais aqu? -dijo molesto, inquieto, como si le hubieran sorprendido in fraganti.

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