Por las tardes esta abuela irónica se instala a tejer junto a su nieta y le habla sin importarle el silencio sideral donde caen sus palabras, le cuenta del pasado, repasa los chismes de última hora, comenta su propia vida y a veces le canta desafinado un himno a María, única canción que recuerda completa. Cree que desde su cama ella realiza milagros sutiles, nos obliga a crecer y nos enseña los caminos de la compasión y la sabiduría. Sufre por ella y sufre por mí, dos dolores que no puede evitar.
— ¿Dónde estaba Paula antes de entrar al mundo a través de mí?
¿Dónde irá cuando muera?
— Paula ya está en Dios. Dios es lo que une, aquello que mantiene el tejido de la vida, lo mismo que tú llamas amor–replicó mi madre.
Ernesto apareció por aquí aprovechando una semana de vacaciones.
Mantenía aún la ilusión de que su mujer se recuperara lo suficiente para tener una vida con ella, aunque fuera muy limitada. Imaginaba que sucedería un prodigio y ella despertaría de pronto con un bostezo largo, buscaría a tientas su mano y preguntaría qué pasó con la voz destemplada por falta de uso. Los médicos se equivocan muchas veces y de la mente se sabe poco, me dijo. Sin embargo ya no entró impetuoso a verla, sino con cautela, como asustado. La teníamos bien peinada y vestida con la ropa que él le trajo en una visita anterior. La abrazó con inmensa ternura mientras las cuidadoras escapaban hacia la cocina, conmovidas, y mi madre y yo buscábamos refugio en la terraza. Los primeros días pasó horas escudriñando las reacciones de Paula en busca de algún destello de inteligencia, pero poco a poco desistió, lo vi desinflarse, encogerse, hasta que el aura optimista de su llegada se convirtió en la penumbra que nos envuelve a todos. Le sugerí que Paula ya no es su esposa sino su hermana espiritual, que no debe considerarse atado a ella, pero me miró como si oyera un sacrilegio. La última noche se quebró y se dio cuenta por fin que no habrá milagro capaz de devolverle su novia eterna y por mucho que busque nada encontrará en el tremendo abismo de sus ojos vacíos. Despertó aterrado con un mal sueño y vino a oscuras a mi pieza, temblando y mojado de transpiración y lágrimas, a contármelo.
— Soñé que Paula subía por una larga escalera telescópica y al llegar arriba se lanzaba al vacío antes que yo pudiera detenerla, dejándome desesperado. Luego la veía muerta sobre una mesa y allí permanecía intacta por largo tiempo, mientras la vida transcurría para mí. Poco a poco comenzaba a perder peso y a caérsele el pelo, hasta que de pronto se levantaba y trataba de decirme algo, pero yo la interrumpía para reprocharle que me hubiera abandonado. Ella volvía a dormir sobre la mesa; cada vez se deterioraba más sin morir del todo. Finalmente me daba cuenta que la única manera de ayudarla era destruyendo su cuerpo, la tomaba en brazos y la colocaba sobre el fuego. Se reducía a cenizas, que yo esparcía a puñados en un jardín. Su espectro aparecía entonces para despedirse de la familia, por último se dirigía a mí para decirme que me amaba y enseguida empezaba a desvanecerse…
— Déjala ir, Ernesto–le supliqué.
— Si tú puedes despedirte de ella, también puedo hacerlo yo–contestó.
Y entonces pensé que desde siglos inmemoriales las mujeres han perdido hijos, es el dolor más antiguo e inevitable de la humanidad. No soy la única, casi todas las madres pasan por esta prueba, se les rompe el corazón, pero siguen viviendo porque deben proteger y amar a los que quedan. Sólo un grupo de mujeres privilegiadas en épocas muy recientes y en países avanzados donde la salud está al alcance de quienes pueden pagarla, confía en que todos sus hijos llegarán a la edad adulta. La muerte siempre está acechando. Fuimos con Ernesto a la pieza de Paula, cerramos la puerta y a solas procedimos a improvisar un breve rito de adiós.
Le dijimos cuánto la amábamos, repasamos los espléndidos años vividos y le aseguramos que permanecerá siempre en nuestra memoria. Le prometimos que la acompañaremos hasta el último instante en este mundo y que nos encontraremos de nuevo en el otro, porque en realidad no hay separación. Muérete, mi amor, suplicó Ernesto de rodillas junto a la cama. Muérete, hija, agregué yo en silencio, porque no me salió la voz.
Willie sostiene que hablo y camino dormida, pero no es así. De noche vago descalza y callada por la casa, para no incomodar a los espíritus y a los zorrillos que acuden sigilosos a devorar la comida de la gata. A veces nos encontramos frente a frente y ellos levantan sus hermosas colas rayadas, como peludos pavos reales, y me miran con los hocicos temblorosos, pero deben haberse acostumbrado a mi presencia, porque hasta ahora no han disparado sus chorros fatídicos dentro de la casa, sólo en el sótano. No ando sonámbula, sólo ando triste. Tómate una pastilla y trata de descansar unas cuantas horas, me suplica Willie agotado, deberías ir donde un psiquiatra, estás obsesionada y de tanto pensar en Paula acabas viendo visiones. Me repite que mi hija no viene a nuestra pieza de noche, eso es imposible, no puede moverse, son sólo pesadillas mías, como tantas otras que me parecen más ciertas que la realidad. Quién sabe… tal vez existen otras vías de comunicación espiritual, no sólo los sueños, y en su terrible invalidez Paula ha descubierto la forma de hablarme. Se me han agudizado los sentidos para percibir lo invisible, pero no estoy loca. El doctor Shima viene muy seguido, asegura que Paula se ha convertido en su guía. Ya se cumplió el plazo de tres meses y han desaparecido los psíquicos, los hipnotistas, los videntes y los médiums, ahora sólo la doctora Forrester y el doctor Shima la cuidan. A veces él sólo medita unos minutos junto a ella, otras la examina meticulosamente, le coloca agujas para aliviar sus huesos, le administra medicamentos chinos, luego comparte conmigo una taza de té y podemos hablar sin pudores, porque nadie nos oye. Me atreví a contarle que Paula viene a visitarme por las noches y no le pareció extraño, dice que a él también le habla.
— ¿Cómo le habla, doctor?
— En la madrugada despierto con su voz.
— ¿Cómo sabe que es su voz? Nunca la ha oído…
— A veces la veo claramente. Me señala los puntos dolorosos, me indica cambios en las medicinas, me pide que ayude a su madre en esta prueba, sabe cuánto sufre. Paula está muy cansada y quiere irse, pero su naturaleza es fuerte y puede vivir mucho más.
— ¿Cuánto tiempo más, doctor Shima?
Sacó de su maletín mágico una bolsa de terciopelo con sus palitos de I Ching, se concentró en una oración secreta, los batió un rato y los lanzó sobre la mesa.
— Siete…
— ¿Siete años ?
— O meses o semanas, no lo sé, el I Ching es muy vago…
Antes de irse me dio unas yerbas misteriosas, cree que la ansiedad desbarata las defensas del cuerpo y de la mente, que existe una relación directa entre el cáncer y la tristeza. También la doctora Forrester me recetó algo para la depresión, guardo el frasco cerrado en la cesta de las cartas de mi madre, escondido junto con las píldoras para dormir, porque he decidido no aliviarme con drogas; éste es un camino que debo recorrer sangrando. Las imágenes del parto de Celia me vuelven a menudo, la veo transpirando, desgarrada por el esfuerzo, mordiéndose los labios, paso a paso por esa larga prueba sin ayuda de calmantes, serena y consciente ayudando a su hija a nacer. La veo en su esfuerzo final, abierta como una herida cuando surge la cabeza de Andrea, oigo su grito triunfal y el sollozo de Nicolás y vuelvo a percibir la dicha de todos en la quietud sagrada de esta pieza donde ahora duerme Paula. Tal vez la extraña enfermedad de mi hija sea como ese parto; debo apretar los dientes y resistir con valor sabiendo que este tormento no será eterno, deberá terminar un día. ¿Cómo? Sólo puede ser con la muerte… Ojalá a Willie le alcance la paciencia para esperarme, el trayecto puede ser muy largo, tal vez dure los siete años del I Ching; es difícil mantener el amor sano en estas condiciones, todo conspira contra nuestra intimidad, ando con el cuerpo cansado y el alma ausente. Willie no sabe cómo aliviarme y tampoco sé qué pedirle, no se atreve a acercarse más por temor a importunarme y al mismo tiempo no desea dejarme sola; en su mentalidad pragmática lo más indicado sería colocar a Paula en un hospital y tratar de continuar con nuestras vidas, pero no menciona esa alternativa delante de mí porque sabe que nos separaría irrevocablemente. Quisiera quitarte este peso de encima y cargarlo yo que tengo los hombros más grandes, me dice desesperado, pero él ya tiene suficiente con sus propias desgracias. Mi hija decae con suavidad en mis brazos, pero la suya se está suicidando con drogas en los barrios más sórdidos del otro lado de la bahía, tal vez muera antes que la mía de una sobredosis, de una cuchillada o de Sida. Su hijo mayor vaga como un mendigo por las calles cometiendo raterías y tráficos indignos.