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Ahora tengo una visión más modesta y espero simplemente que si en una de las curvas del camino vuelvo a encontrarlo, al menos pueda reconocerlo. Esa relación frustrada fue una herida abierta durante más de dos años; estuve literalmente enferma de amor, pero no lo supo nadie, ni mi madre, que me observaba de cerca. Algunas mañanas no tenía fuerzas para salir de la cama, derrotada por la frustración, y algunas noches me agobiaban recuerdos y deseos hirvientes, que combatía con duchas heladas, como las de mi abuelo. En la fiebre de barrer con el pasado rompí incluso las partituras de sus canciones y mi obra de teatro, de lo cual he tenido ocasión de arrepentirme, porque se me ocurre que tal vez no eran del todo malas. Me curé con el remedio de burro sugerido por Michael: enterré el amor en un arenal de silencio. No comenté lo ocurrido por varios años, hasta que dejó de dolerme, y fui tan drástica en el propósito de eliminar hasta el recuerdo de las mejores caricias, que se me pasó la mano y tengo una laguna alarmante en la memoria donde se ahogaron no sólo las desgracias de ese tiempo, sino también buena parte de las alegrías.

Esa aventura me recordó la primera lección de mi infancia, que no me explico cómo se me había olvidado: no hay libertad sin independencia económica. Durante los años de casada me coloqué sin darme cuenta en la misma situación vulnerable en que estaba mi madre

cuando dependía de la caridad de mi abuelo. De niña prometí que eso no me sucedería, estaba decidida a ser fuerte y productiva como el patriarca de la familia para no tener que pedir nada a nadie y cumplí la primera parte, pero en vez de administrar el beneficio de mi trabajo, lo confié por pereza en las manos de un marido cuya reputación de santo consideré garantía suficiente. Ese hombre sensato y práctico, con perfecto control de sus emociones y aparentemente incapaz de cometer un acto injusto o poco honorable, me pareció más adecuado que yo para velar por mis intereses. No sé de dónde saqué tal idea. En el tumulto de la vida en común y de mi propia vocación por el despilfarro, perdí todo. Al volver a su lado decidí que el primer paso para la etapa que comenzaba era conseguir un empleo seguro, ahorrar lo más posible y cambiar las reglas de la economía doméstica para que sus ingresos se destinaran a los gastos cotidianos y los míos a inversiones. No era mi intención juntar dinero para divorciarme, no había necesidad alguna de estrategias cínicas, porque una vez que el trovador desapareció en el horizonte al marido se le pasó la rabia y sin duda habría negociado una separación en términos más justos de los planteados en aquella playa invernal de Montevideo. Me quedé con él durante nueve años en pleno uso de buena fe, pensando que con algo de suerte y mucho empeño podíamos cumplir las promesas de eternidad hechas ante el altar. Sin embargo, se había roto la fibra misma de nuestra pareja por razones que poco tenían que ver con mi infidelidad, y mucho con cuentas más antiguas, tal como descubrí más tarde. En ese reencuentro pesaron en la balanza los dos hijos, la media vida invertida en nuestra relación, el cariño tranquilo y los intereses comunes que nos unían. No tuve en cuenta mis pasiones, que al final resultaron más fuertes que aquellos prudentes propósitos. Durante muchos años sentí un cariño sincero por ese hombre; lamento que la mala calidad de los últimos tiempos desgastara los buenos recuerdos de la juventud.

Michael partió a la provincia remota donde los cocodrilos amanecían en los huecos de las fundaciones, dispuesto a terminar la obra y buscar un trabajo que exigiera menos sacrificio, y yo me quedé con mis hijos, que habían cambiado mucho en mi ausencia, parecían instalados definitivamente en su nuevo país y ya no hablaban de regresar a Chile. En esos tres meses Paula dejó atrás la niñez y se convirtió en una bella joven consumida por la obstinación de aprender: sacaba las mejores notas de su clase, estudiaba guitarra sin la menor aptitud y después que dominó el inglés comenzó a hablar francés e italiano con ayuda de discos y diccionarios. Entretanto Nicolás creció un palmo y apareció un día con los pantalones a media pierna, las mangas a medio brazo y el mismo porte de su abuelo y su padre; tenía un costurón en la cabeza, varias cicatrices y la ambición secreta de escalar sin cuerdas el más alto rascacielos de la ciudad. Lo veía arrastrar grandes tambores metálicos para almacenar excremento de seres humanos y diversos animales, ingrata tarea de su clase de ciencias naturales. Pretendía demostrar que esos gases putrefactos podían servir de combustible, y que mediante un proceso de reciclaje era factible usar heces para cocinar en vez de mandarlas al océano por los alcantarillados. Paula, que había aprendido a manejar, lo llevaba en el automóvil a establos, gallineros, cochineras y baños de amistades a recoger la materia prima del experimento, que guardaba en la casa con peligro de que el calor hiciera estallar los gases y el barrio completo quedara cubierto de caca. La camaradería de la infancia se había transformado en una sólida complicidad, la misma que los unió hasta el último día consciente de Paula. Ese par de espigados adolescentes entendió tácitamente mi intención de enterrar aquel penoso episodio de nuestras vidas; supongo que les dejó graves cicatrices y quién sabe cuánto rencor contra mí por haberlos traicionado, pero ninguno de los dos mencionó lo ocurrido hasta nueve años más tarde, cuando por fin pudimos sentarnos los tres a comentarlo y entonces descubrimos, divertidos, que ninguno se

acordaba de los detalles y a todos se nos había olvidado el nombre de aquel amante que estuvo a punto de convertirse en padrastro.

Como casi siempre ocurre cuando uno enfila por el camino señalado en el libro de los destinos, una serie de coincidencias me ayudó a poner en práctica mis planes. Durante tres años no había logrado hacer amigos ni conseguir trabajo en Venezuela, pero apenas enfoqué toda mi energía a la tarea de adaptarme y sobrevivir, lo logré en menos de una semana. Las cartas del Tarot de mi madre, que antes habían predicho la clásica intervención de un hombre moreno de bigotes–supongo que se referían al flautista–volvieron a manifestarse anunciando esta vez a una mujer rubia. En efecto, a los pocos días de regresar a Caracas apareció en mi existencia Marilena, una profesora de áurica melena que me ofreció empleo.

Era dueña de un Instituto donde enseñaba arte y daba clases a niños con problemas de aprendizaje. Mientras su madre, una enérgica dama española, administraba la academia en su papel de secretaria, Marilena enseñaba diez horas al día y dedicaba otras diez a la investigación de unos ambiciosos métodos con los cuales pretendía cambiar la educación en Venezuela y, por qué no, en el mundo. Mi trabajo consistía en ayudarla a supervisar a los maestros y organizar las clases, atraer alumnos con una campaña publicitaria y mantener buenas relaciones con los padres. Nos hicimos muy amigas. Era una mujer tan clara como su pelo de oro, pragmática y directa, que me obligaba a aceptar la áspera realidad cuando yo divagaba en confusiones sentimentales o nostalgias patrióticas, y que liquidaba de raíz cualquier intento de compasión por mí misma. Con ella compartí secretos, aprendí otro oficio y me sacudí la depresión que me mantuvo paralizada por mucho tiempo. Me enseñó los códigos y las sutiles claves de la sociedad caraqueña, que hasta entonces no había logrado entender porque aplicaba mi criterio chileno para analizarla, y un par de años más tarde me había adaptado tan bien, que sólo me faltaba hablar con acento caribeño. Un día encontré en el fondo de una maleta una pequeña bolsa de plástico con un puñado de tierra y recordé que la había traído de Chile con la idea de plantar en ella las mejores semillas de la memoria, pero no lo había hecho porque no tenía intención de establecerme, vivía pendiente de las noticias del sur, esperando que cayera la dictadura para regresar.

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