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— Ella no se da cuenta de nada, créamelo, su hija no sufre.

— Sí sufre y está asustada. Me la llevaré a mi casa en California lo antes posible.

— Aquí está cubierta por la Seguridad Social, en Estados Unidos la medicina es un robo. Además el viaje es muy arriesgado, Paula aún no retiene bien el sodio, no controla presión y temperatura, tiene dificultad respiratoria; no es conveniente moverla en esta etapa, tal vez no resista el viaje. En España hay un par de instituciones donde pueden cuidarla bien, ella no echará de menos a nadie, no reconoce, ni siquiera sabe dónde está.

— ¿No entiende que nunca la dejaré? Ayúdeme, doctor, cueste lo que cueste, tengo que llevármela…

Cuando miro hacia atrás el largo trayecto de mi vida, creo que el Golpe Militar de Chile fue una de esas encrucijadas dramáticas que cambiaron mi rumbo. En unos años más tal vez recordaré el día de ayer como otra tragedia que marcó mi existencia. Nada volverá a ser

como antes para mí. Me aseguran que no hay remedio para Paula, pero no lo creo, la trasladaré a los Estados Unidos, allá podrán ayudarnos. Willie consiguió lugar para ella en una clínica, lo único que falta es convencer a Ernesto que la deje ir, él no puede cuidarla y jamás la pondremos en un asilo; encontraré la forma de viajar con Paula, no es el primer enfermo grave que se transporta; me la llevaré, aunque tenga que robarme un avión.

Nunca había estado tan bella la bahía de San Francisco, con un millar de botes navegando con sus velas multicolores desplegadas para celebrar el inicio de la primavera, la gente en pantalones cortos trotando por el puente del Golden Gate y las montañas verdes porque ha llovido al fin después de seis años de sequía. No se habían visto árboles tan frondosos ni cielos tan azules en mucho tiempo, el paisaje nos recibió vestido de fiesta, como un saludo. Terminó el largo invierno de Madrid. Antes de partir llevé a Paula a la capilla, que estaba en penumbra y solitaria, como casi siempre lo está, pero llena de lirios para la Virgen por el Día de la Madre. Coloqué la silla de ruedas frente a esa estatua de madera ante la cual mi madre tanto llanto derramó durante los cien días de su pesadumbre, y encendí una vela en celebración a la vida. Mi madre le pedía a la Virgen que envolviera a Paula en su manto y la protegiera del dolor y de la angustia, que si pensaba llevársela por lo menos no la hiciera sufrir más. Yo le pedí a la Diosa que nos ayudara a llegar a California sanos y salvos, que nos ampare en la segunda etapa que comienza y nos dé fortaleza para recorrerla. Paula, con la cabeza inclinada y los ojos fijos en el suelo, totalmente espástica, comenzó a llorar y sus lágrimas caían una a una, como las notas de un ejercicio de piano. ¿Qué entenderá mi hija? A veces pienso que quiere decirme algo, creo que quiere decirme adiós…

Fuimos con Ernesto a preparar su maleta. Entré a ese pequeño apartamento limpio, ordenado, preciso, donde fueron tan felices por tan corto tiempo, y como siempre me impactó la sencillez franciscana en que vivían. En sus veintiocho años en este mundo Paula alcanzó una madurez que otros nunca logran, comprendió cuán efímera es la existencia y se desprendió de casi todo lo material, más preocupada por las inquietudes del alma. A la tumba iremos envueltas en una sábana ¿para qué te afanas tanto? me dijo una vez en una tienda de ropa, cuando quise comprarle tres blusas. Fue lanzando por la borda hasta las últimas hilachas de vanidad, no quería adornos, nada innecesario o superfluo; en su mente clara sólo había espacio y paciencia para lo esencial. Ando buscando a Dios y no lo encuentro, me dijo poco antes de caer en coma.

Ernesto puso en un bolso algo de ropa, unas cuantas fotografías de su luna de miel en Escocia, sus viejas zapatillas de piel de conejo, el azucarero de plata que heredó de la Granny, y la muñeca de trapo–ya sin lanas en la peluca y medio tuerta–que le hice cuando nació y que ella siempre llevaba consigo como una apolillada reliquia. En un canasto quedaron las cartas que le he escrito en estos años y que, como mi madre, ella guardaba ordenadas por fechas. Sugerí eliminarlas de una vez, pero mi yerno dijo que un día ella se las pediría. El apartamento quedó barrido por un viento desolado; el 6 de diciembre Paula salió de allí rumbo al hospital y no regresó más. Su espíritu vigilante estaba presente cuando disponíamos de sus pocas cosas y metíamos mano en su intimidad. De pronto Ernesto cayó de rodillas, abrazado a mi cintura, sacudido por los sollozos que había reprimido en esos largos meses. Creo que en ese momento asumió por completo su tragedia y comprendió que su mujer no volvería nunca más a ese piso de Madrid, partió a otra dimensión, dejándole sólo el recuerdo de la belleza y la gracia que lo enamoraron.

— ¿Será que nos hemos amado demasiado, que Paula y yo consumimos como glotones toda la felicidad a que teníamos derecho? ¿Es que nos tragamos la vida? Tengo reservado un amor incondicional para ella, pero parece que ya no lo necesita–me dijo.

— Lo necesita más que nunca, Ernesto, pero ahora más me necesita a mí porque tú no puedes cuidarla.

— No es justo que tú cargues sola con esta tremenda responsabilidad. Ella es mi mujer…

— No estaré sola, cuento con una familia. Además tú puedes venir también, mi casa es tuya.

— ¿Qué pasará si no logro conseguir trabajo en California? No puedo vivir allegado bajo tu ala. Tampoco quiero separarme de ella…

— En una carta Paula me contó que cuando apareciste en su vida todo cambió, se sintió completa. Me dijo que a veces, cuando ustedes estaban con otra gente, medio aturdidos por el ruido de las conversaciones cruzadas, les bastaba una mirada para decirse cuánto se querían. El tiempo se congelaba y se establecía un espacio mágico en el cual sólo ella y tú existían. Tal vez así será de ahora en adelante, a pesar de la distancia el amor de ustedes vivirá intacto en un compartimiento separado, más allá de la vida y la muerte.

En el último momento, antes de cerrar definitivamente la puerta, me entregó un sobre sellado con cera. Escrito con la inconfundible letra de mi hija decía: Para ser abierto cuando yo muera.

— Hace algunos meses, en plena luna de miel, Paula despertó una noche gritando–me contó-. No sé lo que soñaba, pero debe haber sido algo muy inquietante porque no pudo volver a dormir, escribió esta carta y me la entregó. ¿Crees que debemos abrirla?

— Paula no ha muerto, Ernesto…

— Entonces guárdala tú. Cada vez que veo este sobre siento una garra aquí en el pecho.

Adiós Madrid… Atrás quedó el corredor de los pasos perdidos donde di varias veces la vuelta al mundo, el cuarto de hotel y las sopas de lentejas. Abracé por última vez a Elvira, Aurelia y los demás amigos del hospital que lloraban al despedirse, a las monjas, que me dieron un rosario bendito por el Papa, a los sanadores que acudieron por última vez a aplicar su arte de campanas tibetanas y al neurólogo, único médico que estuvo a mi lado hasta el final, preparando a Paula y consiguiendo firmas y permisos para que la línea aérea aceptara trasladarla. Tomé varios asientos de primera clase, instalé una camilla, oxígeno y los aparatos necesarios, contraté una enfermera especializada y llevé a mi hija en una ambulancia hasta el aeropuerto, donde la esperaban para conducirnos directamente al avión. Iba dormida con unas gotas que el doctor me dio en el último instante. La peiné con media cola atada con un pañuelo, como a ella le gustaba, y con Ernesto la vestimos por primera vez en esos largos meses, le pusimos una falda mía y un chaleco de él porque al buscar en su closet apenas había dos bluyines, unas cuantas blusas y un chaquetón imposibles de colocar en su cuerpo rígido.

El viaje entre Madrid y San Francisco fue un safari de más de veinte horas, alimentando a

la enferma gota a gota, controlando sus signos vitales y sumiéndola en un sopor piadoso con las gotas prodigiosas cuando se inquietaba. Sucedió hace menos de una semana, pero ya he olvidado los detalles, apenas recuerdo que estuvimos un par de horas en Washington, donde nos aguardaba un funcionario de la Embajada de Chile para agilizar la entrada a los Estados Unidos. La enfermera y Ernesto se ocuparon de Paula, mientras yo corría por el aeropuerto con el equipaje, los pasaportes y los permisos, que los funcionarios timbraron sin hacer preguntas a la vista de esa pálida muchacha desmayada en una camilla. En San Francisco nos recogió Willie en una ambulancia y una hora después llegamos a la Clínica de Rehabilitación, donde un equipo de médicos recibió a Paula, que venía con la tensión muy baja, mojada de sudor frío. Celia, Nicolás y mi nieto nos esperaban en la puerta; Alejandro corrió a saludarme trastabillando en sus piernecitas torpes y con los brazos extendidos, pero debe haber percibido la tremenda calamidad en el aire, porque se detuvo a medio camino y retrocedió asustado.

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