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A la mañana siguiente muy temprano, cuando la familia dormía todavía, me levanté sin ruido, me vestí y salí al patio, di vuelta a la casa y entre a la cocina por atrás. Las ollas de hierro y cobre colgaban de garfios en las paredes, sobre la mesa de granito gris había un balde con agua de mar lleno de almejas frescas y una bolsa de pan del día anterior. No pude abrir frasco de manjar blanco, pero corté un trozo de queso y una tajada de dulce de membrillo y salí al camino a mirar el sol, que asomaba por el cerro como una naranja incandescente. Eché a andar sin saber por qué hacia la boca del río, centro de esa pequeña aldea de pescadores, donde a esa hora todavía no había el menor trajín.

Pasé la iglesia, el correo, el almacén, pasé la población de casas nuevas, todas iguales con sus techos de cinc y sus terrazas de madera asomadas hacia el mar, pasé el hotel donde los jóvenes iban por las noches a bailar ritmos antiguos, porque los nuevos no llegaban por esos lados; pasé la calle larga del comercio con sus ventas de verduras y frutas, la farmacia, la tienda de telas del turco, el quiosco de periódicos, el bar y el billar, sin ver a nadie. Llegué a la zona de los pescadores, con sus chozas de madera y toscos mesones de mariscos y pescados, las redes colgadas a secar como portentosas telarañas, los botes panza arriba sobre la arena esperando que sus dueños se repusieran de la parranda de Noche Buena para salir mar adentro. Escuché voces y vi un grupo de personas junto a

una de las últimas casuchas, donde el río se vuelca en el mar. El sol ya se había elevado y me picaba como un hormigueo caliente en los hombros. Con el último mordisco de queso y dulce de membrillo alcancé el final de la calle, me aproximé cautelosa al pequeño círculo de gente y traté de abrirme paso, pero me empujaron hacia atrás. En ese momento aparecieron dos carabineros en bicicleta, uno tocó un silbato y el otro gritó que se apartaran, carajo, que había llegado la ley. El círculo se abrió fugazmente y alcancé a ver al pescador sobre arena oscura del lecho del río, tendido de boca, los brazos abiertos en cruz, con los mismos pantalones negros, la misma camisa blanca y las mismas zapatillas de goma del día anterior, cuando me llevó al bosque. Uno de los policías dijo que le habían asestado un golpe en la cabeza y entonces vi la mancha de sangre seca en la oreja y el cuello. Algo me explotó en el pecho y me invadió un sabor de toronjas agrias, me doblé sacudida por arcadas violentas, caí de rodillas y expulsé sobre la arena una mezcolanza de queso, dulce de membrillo y culpa. ¿Qué hace aquí esta chiquilla? exclamó alguien y una mano intentó sujetarme por un brazo, pero me puse de pie y eché a correr desesperada. Corrí y corrí con un dolor punzante en el costado y el gusto amargo en la boca, sin detenerme hasta que aparecieron los techos rojos de mi casa y entonces me desplomé a la orilla de la calle, ovillada entre unos arbustos.

¿Quién me vio en el bosque con el pescador? ¿Cómo lo supo el Tata?

No podía pensar, lo único cierto era que ese hombre no volvería nunca más a meterse al mar para sacar mariscos, que estaba muerto sobre la arena pagando el crimen de los dos, que yo estaba libre y no tendría que acudir a la cita, no me llevaría de nuevo al bosque. Mucho rato después escuché los sonidos de la casa, las empleadas preparando desayuno, las voces de mis hermanos y mis primos. Pasó la burra del lechero con su sonajera de tarros y el repartidor de pan en su triciclo y Margara salió refunfuñando a comprar. Me deslicé hasta el patio de las hortensias, me lavé la cara y las manos en la vertiente que caía del cerro, me acomodé un poco el pelo y me presenté en el comedor, donde ya estaba mi abuelo en su sillón con el periódico en las manos y una taza humeante de café con leche. ¿Por qué me mira así? me saludó sonriendo.

Dos días más tarde, cuando lo autorizó el médico forense, velaron al hombre en su modesta vivienda. Todo el pueblo incluyendo los veraneantes desfilaron para verlo, rara vez sucedía algo interesante y nadie quiso perderse la novedad de un asesinato, el único registrado en la memoria de ese balneario desde los tiempos del pintor crucificado. Margara me llevó, a pesar de que mi madre lo consideraba un espectáculo morboso, porque el Tata–quien se ofreció para pagar el entierro–declaró que la muerte es natural y más valía acostumbrarse a ella desde temprano. Al atardecer subimos el cerro y llegamos a una casucha de tablas adornada con guirnaldas de papel, una bandera chilena y humildes ramos de flores de los jardines costeros. Para entonces los cantos desafinados de las guitarras ya languidecían y la concurrencia, aturdida de vino litreado, dormitaba en sillas de paja dispuestas en círculo en torno al ataúd, un simple cajón de madera de pino sin pulir, alumbrado por cuatro velas. La madre, vestida de luto, murmuraba a media voz rezos intercalados de sollozos y maldiciones, mientras avivaba las llamas de una cocina a leña donde hervía una tetera negra de hollín. Las vecinas juntaban tazas para ofrecer té y los hermanos menores, engominados y con zapatos de domingo, correteaban en el patio entre gallinas y perros. Sobre una cómoda destartalada había una fotografía del pescador en uniforme del servicio militar, cruzada por una cinta negra. Toda la noche se turnarían familiares y amigos para acompañar al cadáver antes que descendiera a la tierra, rasgando malamente las guitarras, comiendo lo que las mujeres traían de sus cocinas,

recordando al difunto en la media lengua de los ebrios tristes. Margara avanzó mascullando entre dientes y arrastrándome de un brazo, porque yo me iba quedando atrás. Cuando estuvimos frente al ataúd me obligó a acercarme y rezar un Padrenuestro de despedida, porque según ella las ánimas de los asesinados nunca encuentran descanso y vienen de noche a penar a los vivos.

Acostado sobre una sábana blanca vi al hombre que tres días antes me había manoseado en el bosque. Lo miré primero con un miedo visceral y luego con curiosidad buscando el parecido, pero no pude hallarlo. Ese rostro no era el de mis pecados, era una máscara lívida de labios pintados, el pelo partido al medio y duro de brillantina, dos algodones en los huecos de las narices y un pañuelo atado en torno a la cabeza, sujetando la mandíbula.

Aunque por las tardes el hospital se llena de gente, los sábados y domingos por la mañana parece vacío. Llego cuando todavía está oscuro, con el cansancio acumulado de la semana me sorprendo arrastrando los pies y la cartera por el suelo, exhausta. Recorro los eternos pasillos solitarios, donde hasta el latido de mi corazón suena con eco, y me parece que camino sobre una correa transportadora que va en sentido contrario, no avanzo, siempre estoy en el mismo sitio, cada vez más fatigada. Voy murmurando fórmulas mágicas de mi invención y a medida que me acerco al edificio, al largo corredor de los pasos perdidos, a tu sala y a tu cama, se me cierra el pecho de angustia. Estás convertida en un bebé grande, Paula. Hace dos semanas que saliste de la Unidad de Cuidados Intensivos y hay pocos cambios. Llegaste a la sala común muy tensa, como aterrorizada, y poco a poco te has calmado, pero no hay indicios de inteligencia, sigues con la mirada fija en la ventana, inmóvil. No estoy desesperada aún, creo que a pesar de los nefastos pronósticos, volverás con nosotros y aunque no serás la mujer brillante y graciosa de antes, tal vez puedas tener una vida casi normal y ser feliz, yo me encargaré de ello. Los gastos se han disparado, paso en el banco cambiando dinero que se esfuma de mi cartera tan de prisa que no alcanzo a darme cuenta cómo desaparece, pero prefiero no sacar cuentas, éste no es momento para la prudencia. Debo encontrar un fisioterapeuta porque los servicios del hospital son mínimos; de vez en cuando aparecen dos muchachas distraídas que te mueven brazos y piernas con desgana durante diez minutos, de acuerdo a las vagas instrucciones de un bigotudo enérgico que parece ser su jefe y sólo te ha visto una vez. Son muchos los pacientes y pocos los recursos, por eso yo misma te hago los ejercicios. Cuatro veces al día recorro tu cuerpo obligándolo a moverse, empiezo por los dedos de los pies, uno a uno, y sigo hacia arriba, con lentitud y fuerza, porque no es fácil abrirte las manos o doblarte las rodillas y los codos; te siento en la cama y te golpeo la espalda para limpiarte los pulmones, refresco con gotas de agua el áspero hueco de tu garganta porque la calefacción seca el aire, y para evitar deformaciones te coloco libros en las plantas de los pies, que amarro con vendas, también te separo los dedos de las manos con trozos de goma y procuro mantenerte la cabeza derecha con un improvisado collar hecho con un cojín de viaje y esparadrapo, pero estos recursos de emergencia son desoladores, Paula, debo llevarte pronto a un lugar donde puedan ayudarte, dicen que la rehabilitación hace milagros. El neurólogo me pide paciencia, asegura que aún no es posible trasladarte a ninguna parte y mucho menos cruzar el mundo contigo en un avión. Paso el día y buena parte de la noche en el hospital, me he hecho amiga de los enfermos de tu sala y sus familiares. A Elvira le doy masajes y estamos inventando un lenguaje de gestos para comunicarnos, en vista que las palabras la traicionan; a los demás les cuento historias y a cambio ellos me regalan café de sus termos y bocadillos de jamón que traen de sus casas. La mujer–caracol fue trasladada al

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