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Ese año dividimos el tiempo entre Suiza y Bélgica donde Michael estudiaba ingeniería y yo televisión. En Bruselas vivíamos en un diminuto apartamento en lo alto de una peluquería. El resto de los inquilinos eran muchachas con faldas cortas, escotes muy bajos, pelucas de colores imposibles y perritos lanudos con lazos al cuello. A toda hora se escuchaba música, jadeos y peleas, mientras entraban y salían los apurados clientes de esas damiselas. El ascensor daba directamente al único cuarto de nuestro piso y cuando se nos olvidaba pasar el cerrojo solíamos despertar a media noche con un desconocido junto a mi cama, preguntando por Pinky o Suzanne. Mi beca formaba parte de un programa para congoleses con quienes Bélgica estaba en deuda por muchos años de brutal colonización. Yo constituía la única excepción, mujer de piel blanca clara entre treinta varones negros. A la semana de sufrir humillaciones comprendí que no estaba preparada para semejante prueba y renuncié, a pesar de que sin el dinero de la beca pasaríamos angustias.

El director me pidió que explicara a la clase mi brusca partida y no me quedó más remedio que enfrentar a aquel compacto grupo de estudiantes y decir en mi lamentable francés, que en mi país los hombres no entran al baño de mujeres desabrochándose la bragueta, no empujan a las damas para pasar primero por las puertas, no se atropellan para sentarse a la mesa o subir al autobús, que me sentía maltratada y me retiraba porque no estaba acostumbrada a tales modales. Un silencio glacial recibió mi perorata. Después de una larga pausa uno de ellos tomó la palabras para decir que en su país ninguna mujer decente manifestaba necesidad de ir al baño en público, tampoco trataba de pasar por las puertas antes que los hombres sino que caminaba varios pasos atrás, y que su madre y sus hermanas no se sentaban en la mesa con él, comían después las sobras de la cena. Agregó que se sentían permanentemente ofendidos por mí, jamás habían visto una persona tan mal educada, y como yo constituía una minoría en el grupo debía aguantar como mejor pudiera. Es cierto que soy una minoría en este curso, pero ustedes lo son en este país, repliqué, estoy dispuesta a adaptarme, pero también deberán hacerlo ustedes si quieren evitar problemas en Europa. Era una solución salomónica, acordamos ciertas normas básicas de convivencia y me quedé. Nunca quisieron sentarse conmigo a la mesa o en el bus, pero dejaron de invadir el baño y de apartarme a empujones. Durante ese año el feminismo se me fue al diablo: caminaba modestamente dos metros más atrás de mis compañeros, no levantaba la mirada ni la voz y pasaba última por las puertas. Una vez dos de ellos aparecieron por nuestro apartamento en busca de unos apuntes de clases y esa misma tarde llegó la administradora del edificio a advertirnos que la «gente de color no era bienvenida y que habían hecho una excepción con nosotros, porque a pesar de ser sudamericanos no éramos completamente oscuros. Guardo como recuerdo de mi aventura belgo–africana una fotografía donde estoy al centro de mis compañeros; entre treinta rostros de ébano se pierde mi cara color de pan crudo. Nuestras becas eran exiguas, pero Michael y yo estábamos en la edad en que la pobreza es de buen tono. Muchos años después regresé a Bélgica para recibir un premio

literario de manos del Rey Balduino. Esperaba un gigante de capa y corona, como el de los retratos reales, y me encontré frente a un caballero pequeño, suave, cansado y algo cojo, a quien no reconocí. Me preguntó amablemente si conocía su país y le conté sobre mis tiempos de estudiante, cuando vivíamos tan ajustados que sólo comíamos papas fritas y carne de caballo. Me miró desconcertado y temí haberlo ofendido. ¿A usted le gusta la carne de caballo? le pregunté para tratar de arreglar las cosas.

Gracias a esa dieta y otros ahorros, nos alcanzó el dinero para recorrer Europa desde Andalucía hasta Oslo en un Volkswagen destartalado, convertido en carromato gitano, que avanzaba por los caminos estornudando con una pila de bártulos en el techo. Nos sirvió con lealtad de dromedario hasta el final del viaje y cuando llegó el momento de dejarlo estaba en tan malas condiciones que debimos pagar para que lo llevaran a un depósito de chatarra.

Durante meses vivimos en una carpa, tú creías que no había otra forma de existencia, Paula, y cuando entrábamos a un edificio sólido preguntabas asombrada cómo se plegaban las paredes para subirlas al automóvil. Recorrimos incontables castillos, catedrales y museos, llevándote en una mochila a la espalda y alimentándote de CocaCola y bananas. No tenías juguetes, pero te entretenías imitando a los guías turísticos; a los tres años sabías la diferencia entre un fresco romano y uno del Renacimiento. En mi memoria se mezclan ruinas, plazas y palacios de todas esas ciudades, no sé bien si estuve en Florencia o si la vi en una tarjeta postal, si asistí a una corrida de toros o si fue una carrera de caballos, no logro diferenciar la Costa Azul de la Costa Brava y en el atolondramiento del exilio perdí las fotografías que prueban mi paso por aquellos lugares, de modo que aquel pedazo de mi pasado puede ser simplemente un sueño, como tantos que me tuercen la realidad. Parte de la confusión se debía a un segundo embarazo ocurrido en momento inoportuno, porque el vapuleo del carromato y el esfuerzo de montar la carpa y cocinar a gatas en el suelo me pusieron enferma. Nicolás fue engendrado en un saco de dormir, durante los primeros atisbos de una primavera fría, posiblemente en el Bois de Boulogne, a treinta metros de los homosexuales vestidos de muchachitas impúberes que se prostituían por diez dólares y a pocos pasos de una carpa vecina desde donde nos llegaban humo de mariguana y estrépito de jazz. Con tales antecedentes, ese hijo debió ser un aventurero desenfrenado, pero resultó ser un tipo apacible de esos que inspiran confianza al primer golpe de vista, desde el vientre se acomodaba a las circunstancias sin dar guerra, era parte del tejido de mi propio cuerpo, tal como en cierta forma lo es todavía; sin embargo, aun en el mejor de los casos el embarazo es una tremenda invasión, una ameba creciendo adentro de una, pasando por múltiples etapas de evolución–pez, cucaracha, dinosaurio, mono–hasta alcanzar un aspecto humano. Durante aquel esforzado recorrido por Europa, Nicolás se mantuvo agazapado dentro de mí muy quieto, pero de todos modos su presencia causaba estragos en mis pensamientos.

Perdí interés por los restos de pasadas civilizaciones, me aburría en los museos, me mareaba en el carromato y apenas podía comer.

Supongo que por eso no logro recordar detalles del viaje.

Regresamos a Chile en plena euforia de la Democracia Cristiana, un partido que prometía reformas sin cambios drásticos y que había sido elegido con apoyo de la derecha para evitar un posible triunfo de Salvador Allende, a quien muchos temían como a Satanás.

Las elecciones fueron teñidas desde el comienzo por una campaña de terror en la cual la derecha estaba empeñada desde el comienzo de la década, cuando triunfó la Revolución Cubana desencadenando un torrente de esperanza por toda América Latina. Grandes afiches mostraban madres embarazadas defendiendo a sus hijos de las garras de soldados rusos. Nada nuevo bajo el sol: lo mismo se había dicho treinta años antes, en tiempos del Frente Popular, y lo mismo se diría de Allende poco después durante las elecciones de 1970. La política de conciliación de los demócrata–cristianos, amparada por los norteamericanos de las compañías del cobre, estaba destinada al fracaso porque no satisfacía a la izquierda ni a la derecha. El proyecto agrario, que la gente llamaba «reforma de macetero», repartió unos cuantos terrenos abandonados o mal explotados, pero los latifundios siguieron en manos de los de siempre. Cundió el descontento y dos años más tarde buena parte de la población comenzaría a virar hacia la izquierda, los múltiples partidos políticos que propiciaban reformas reales se juntarían en una coalición y, ante la sorpresa del mundo en general y de los Estados Unidos en particular, Salvador Allende se convertiría en el primer Presidente marxista de la historia elegido por votación popular. Pero no debo adelantarme, en 1966 todavía se celebraba el triunfo de la Democracia Cristiana en las elecciones parlamentarias del año anterior, y se hablaba de que ese partido gobernaría el país durante los próximos cincuenta años, que la izquierda había sufrido una derrota irrecuperable y Allende estaba reducido a un cadáver político. Era también la época de las mujeres con aspecto de huérfanas desnutridas y los vestidos tan cortos que apenas les cubrían las nalgas. Se veían algunos hippies en los barrios más sofisticados de la capital, con sus ropajes de la India, collares, flores y largas melenas, pero para quienes habíamos estado en Londres y los habíamos visto drogados bailando semidesnudos en la Plaza Trafalgar, los de Chile resultaban patéticos. Ya entonces mi vida se caracterizaba por el trabajo y las responsabilidades, nada más lejos de mi temperamento que el ocio bucólico de los Hijos de las Flores, sin embargo me acomodé de inmediato a los signos externos de esa cultura porque me quedaban mucho mejor los vestidos largos, sobre todo en los últimos meses del embarazo, cuando estaba redonda. No sólo adopté

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